El autor celebra la liberación de la ocupación alemana de Francia por los aliados y de Austria por el Ejército Rojo, momento de alegría y esperanza: la retirada y derrota alemana, el anticipo de los maquisards… Y explica las desesperanzas de los republicanos españoles: intentos fallidos como la Operación “Reconquista”, y el envejecimiento de los exiliados hasta que regresaron tras Franco. El protagonista pasa por Bruselas y descubre que su madre se deportó a Auschwitz. Regresó a Viena.
Se fueron las SS pero quedaron los de la Wehrmacht. Hacía días que se sabía que los Aliados se estaban acercando pero los alemanes no eran capaces de organizar la evacuación del complejo aparato de ocupación con la rapidez debida.
Me despedí de dos de los jóvenes reclutas austríacos del grupo de la letrina que se fueron con la tropa. Ni se plantearon desertar ya que se arriesgaban a que los cogieran los guerrilleros franceses. Vestían el uniforme enemigo y estábamos en guerra.
Una calurosa noche de agosto empezó un tiroteo entre los maquisards que empezaban a entrar en la ciudad y alguna patrulla alemana en retirada. Mientras los alemanes se marchaban iban llegando más y más guerrilleros reunidos en los bosques vecinos los días anteriores.
También salían a las calles muchos vecinos que días atrás apenas oteaban tras las cortinas. Ahora, cuando la Liberación estaba a punto de consumarse, todos deseaban haber pertenecido a la Resistencia. Se trataba de ocupar las posiciones clave antes de que los miembros de la vieja burocracia se apoderasen de ellas.
Unas desgraciadas muchachas que habían mantenido relaciones con militares alemanes fueron arrastradas al balcón de la prefectura. Entre el júbilo de la plebe se les cortó el pelo al rape. ¡Mueran los traidores! ¡Viva la libertad!
Cuando Romorantin despertó aquella mañana, la ciudad era libre ¡Libre! ¡Libre! Tras cuatro años de ocupación alemana por fin desaparecía la Kommandantura, se iban la Gestapo y las SS, no quedaban altivos oficiales con el odioso uniforme gris, se acabaron las levas forzosas, el enemigo ya no se llevaría las cosechas. Empezaba una nueva vida.
París fue liberado pocos días después, los tanques aliados tripulados por republicanos españoles y bautizados con los nombres Jarama, Guadalajara y Belchite entraron en la ciudad ante el júbilo del pueblo.
La Nueve Entra En ParísDesfile de la Liberación de París
Pero en España, Franco siguió en el poder a pesar de que todo el mundo esperaba que, una vez vencidos sus protectores, el régimen franquista estaba destinado a desaparecer.
Mis amigos republicanos se reunieron impacientes por volver a su tierra. Todos los que vivían en la región se marcharon a Vierzon a la espera de órdenes.
Pero en mayo de 1944, en un discurso en el Parlamento, el británico Winston Churchill ya se había declarado a favor de Franco al demostrar su agradecimiento por haberse mantenido neutral. También había emisarios del presidente Rooselvelt en tratos con Franco para asegurarse posiciones estratégicas en España ante la Guerra Fría que se avecinaba. Durante el otoño de 1944 nos convenceríamos de que los vencedores de la guerra no iban a mover un dedo contra Franco. Para derrocar la dictadura habría que hacerlo con las armas.
Empezamos a hablar de “Reconquista” y los republicanos refugiados en Francia se prepararon para esta lucha. Algunos pasaron la frontera con las armas que habían arrebatado a los alemanes pero la mayoría de ellos acabó cayendo en manos de la Guardia Civil. Unos pocos consiguieron permanecer escondidos en las sierras pero en 1950 hubo que reconocer que la “Reconquista” había fracasado.
Operación ReconquistaGuerrilleros EspañolesEn la Vall De AranBrigada UNE
Por lo que a mí respecta, volvía a encontrarme en la disyuntiva entre los dos países que consideraba mi patria. En el periodo de octubre a diciembre de 1944 los angloamericanos estaban en la orilla del Rin y los rusos ante Berlín. En diciembre fracasó la última ofensiva desesperada de von Rundstedt[1] en las Ardenas belgas y pensé que la liberación de Austria ya no podía tardar. En consecuencia, me encontré en el deber de estar preparado para regresar a mi país.
Tuvimos que despedirnos; mientras mis amigos partían rumbo al sur, yo fui en dirección a Bruselas donde esperaba encontrar a mi pobre madre que había sufrido cinco años de miserable vida de refugiada bajo la permanente amenaza de ser deportada a algún campo del este.
En Bruselas recibí la cruel noticia de que mi madre había sido detenida y deportada a Auschwitz poco antes de la entrada de los Aliados. Sus huellas se perdían en un tren que se movía en dirección al este.
Entrada de AuschvitzVista Aérea actualIndicaciones de los Departamentos de Auschvitz
Tuve que esperar seis meses más para regresar a mi tierra, cuando el Ejército Rojo entró en mi Viena liberada y reducida a escombros.
Desfile de tropas soviéticas por Viena en 1945
Los españoles se reunieron resueltos a emprender el camino de regreso a su ansiada patria. Mis compañeros se movían lentamente hacia los Pirineos. En aquel verano de 1944 todos anticipábamos el inminente final de la guerra. Nadie dudaba que para los españoles significaba el fin de la dictadura franquista y el regreso de los exiliados.
Para mí se abría el camino hacia mi propio país liberado, por lo menos así lo creía. Y emprendí camino hacia el norte. Mis amigos españoles y yo quedamos decepcionados: Austria tuvo que esperar ocho meses, ocho largos meses de guerra total que dejó ciudades en ruinas y costó miles de vidas humanas.
Eisenhower Da Alas A Franco Con Su Visita Años más Tarde
¡Y España? Franco siguió en el poder otros largos treinta años. Los jóvenes exiliados que se habían acercado a la frontera en agosto y septiembre de 1944 serían ancianos cuando por fin pudieron entrar en la deseada patria.
Decidí viajar a París y a Bruselas para reunirme con mi madre y continuar hasta mi país en espera de su liberación.
[1]Karl Rudolf Gerd von Runsdtedt (Aschersleben, 1875 – Hannover, 1953) Militar alemán que aplastó la resistencia del gobierno socialdemócrata de Prusia cuando éste no aceptó la disolución ordenada por Von Papen. Descontento con el nazismo, se retiró en 1938, pero Hitler le confió el mando de cuerpos de tropas que invadieron Polonia y Francia. Participó en la invasión de Rusia, al mando de los ejércitos del sur, que ocuparon Kiev, pero se opuso a la ofensiva de invierno y volvió a presentar la dimisión. Meses más tarde, Hitler le confió el mando del frente del oeste en Francia, que asumió hasta 1944. No pudo impedir el desembarco aliado de Normandía, por lo que fue sustituido por Kluge. Hitler le encargó dirigir la última ofensiva en las Ardenas, en la que fracasó. Hecho prisionero por los británicos fue internado en Nuremberg, Londres y Hamburgo y liberado en 1949 debido a su estado de salud.
El protagonista describe cómo era la vida de pobreza y antimilitarista de los refugiados españoles bajo la ocupación alemana: una vida de sufrimiento y participación en la resistencia francesa. El autor trabajaba como bracero y vivía en condiciones precarias. En 1942, enseñaba alemán a los hijos de un campesino y vivía en un ambiente de rechazo al chauvinismo y militarismo. En 1943, el autor se infiltró en un cuartel alemán para distribuir propaganda antinazi. Los refugiados españoles, a pesar de la pobreza y resentidos con Francia, mantenían su espíritu antifascista y muchos luchaban junto a los franceses contra los alemanes. Un personaje llamado “Otto” intentaba reclutar españoles para trabajar en Alemania, pero tuvo poco éxito. Con la llegada de los aliados en 1944, los alemanes se retiraron.
En 1942, durante la ocupación, di clases de alemán a los hijos del campesino vecino, en un rincón de la Dordogne francesa. En las notas que conservo de aquel cursillo leo ejercicios con frases como esta: “Cuando termine la guerra, franceses y alemanes vivirán juntos pacíficamente en una Europa sin guerras”
Este era el ambiente en el que me había criado, de profundo repudio al chauvinismo, de rechazo al militarismo que nos había hundido en la Primera Guerra Mundial cuyas consecuencias habían oscurecido mi juventud.
Sin embargo, no era fácil defender tesis internacionalistas ante lo que día a día sucedía a nuestro alrededor: secuestros, matanzas, detenciones, deportaciones, con toda la arrogancia del vencedor que tenía en sus manos un poder arbitrario e incontrolado.
Muchedumbre Refugiados Atravesaban Calles de Collioure (Francia)Refugiadas Españolas Bajo La Ocupacion AlemanaRefugidas Con Idenfificaciones En Un Campo Sur De Francia
La mayoría de los españoles republicanos, que eran mis compañeros de trabajo, no compartían el odio anti alemán de los franceses: como refugiados habían vivido sus propias experiencias no siempre gratas en esta “FRANCIA HOSPITALARIA” mientras ignoraban Mauthausen, Dachau y los demás “logros de la Gran Alemania”
Esos hombres y mujeres escapados tras la derrota de la Republica se vieron en un dilema: por un lado no podían olvidar el nefasto papel desempeñado por la Alemania nazi en la Guerra Civil Española como vanguardia del fascismo internacional; por el otro, consideraban que la desgracia era un justo castigo caído sobre esa Francia que los había abandonado en sus apuros.
A pesar de esos recelos prevalecía la conciencia política; poquísimos españoles estaban de parte del invasor alemán mientras muchos lo combatían junto a sus compañeros franceses. Los seis mil españoles muertos en Mauthausen son un trágico testimonio de los sacrificios sufridos y de su combativo espíritu antifascista.
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Por los años 1941/1942 corría por el sur de Francia un misterioso personaje, mandado por algún servicio alemán, conocido sólo por “Otto”, que rondaba por la zona no ocupada (la Vichy de Pétain) reuniendo grupos de refugiados españoles para llevarles a Alemania como trabajadores voluntarios. Parece que el tal Otto había pasado algún tiempo en la España republicana y conocía bien la mentalidad de los refugiados. Les hablaba de la triste situación en la que se encontraban, les recordaba los agravios sufridos en los campos, incluso les evocaba los ideales de la República, pretendiendo que en la Alemania de Adolf Hitler encontrarían mejor acogida que en esa Francia tan hostil a los extranjeros.
El señor Otto obtuvo poquísimos resultados. Los que fueron a trabajar al Westwall[1] de la Organización Todt[2] lo hicieron presionados y trataron de escaparse a la menor oportunidad. A Alemania sólo iban a la fuerza.
Eran tiempos difíciles para todos pero lo eran más para los españoles que carecían de recursos y estaban en un país extraño del que la mayoría desconocía el idioma y la mentalidad.
Al salir de los campos, allí por 1940/1941, empezaron a gozar de una relativa libertad pero cuanto más se independizaban más difícil se hacía su manutención. Los que trabajaban la tierra eran pagados miserablemente pero por lo menos comían; los que fueron a trabajar al bosque tenían que mantenerse por su cuenta con lo poco que ganaban talando árboles, la escasez de los vales y los caro que resultaba aprovisionarse en el mercado negro.
Las mujeres trabajaban en el campo o como sirvientas de las familias francesas, no se les permitían otros oficios. La vida de los republicanos españoles en esa Francia ocupada era de estrechez y sin perspectivas.
Mis compañeros españoles y yo trabajábamos como braceros en las propiedades vecinas, dependiendo de las Compañías de Trabajadores Extranjeros[3] (Compagnies de Travailleurs Étrangers) siendo controlados por la gendarmería francesa. Nos pagaban a razón de cuatro francos diarios (equivalentes al precio de un paquetito de tabaco), estábamos mal vestidos y alojados en miserables chozas o graneros.
Las tardes de domingo (se solía trabajar hasta mediodía) nos reuníamos en el cuartito de un compañero o en el café de la ciudad. Esa ciudad nos parecía un pequeño París y el café el colmo del lujo burgués. Cuando volví a visitar Monpazier treinta años después (ese era el nombre del pequeño París) quedé sumamente decepcionado: encontré un pueblo mediocre, el café anticuado con los sillones de terciopelo ajados, las calles sucias y los escaparates cubiertos de polvo. Sin embargo, entonces no eran frecuentes nuestras visitas al café ya que con los cuatro francos diarios apenas nos alcanzaba para “una choupine de vin blanc”, menos aún para uno de los pasteles que la panadera solía vender a escondidas.
Casi había olvidado mi procedencia. Mi país, Austria, había desaparecido del mapa; mis condiscípulos alistados en la Wehrmacht eran de hecho nuestros enemigos; todos los contactos estaban cortados.
Mis compañeros españoles me consideraban uno de ellos, me contaban cosas de su tierra y sus familias. Hablaba el idioma de mis compañeros sin disponer de profesor ni gramática alguna, el de los labradores andaluces, de los obreros de Valencia o de los campesinos aragoneses, un lenguaje ciertamente tosco, con argots y jerigonzas, tal como les oía hablar entre ellos.
Sentados sobre el colchón en el modesto alojamiento de un compañero, comentábamos los vaivenes de esa guerra que transcurría al margen de nuestras vidas.
Entre nosotros no había ni uno que no se solidarizase con la causa de los Aliados y todos anhelábamos contribuir a su triunfo de alguna forma. A partir de la guerra en el este estábamos pendientes de las derrotas y de las victorias soviéticas. Era la continuación de nuestra guerra, no cabía duda. Éramos perfectamente conscientes de que allí, en los campos de batalla de la lejana Rusia, se jugaba nuestra suerte, el futuro de España y del mundo.
En esos momentos poco contaba la afiliación política de cada cual. Habían desaparecido las divergencias que tanto daño habían causado a la causa republicana. Sabíamos que con la victoria del ejército soviético ganaría la República mientras que con la derrota de los sóviets se esfumarían las esperanzas de resucitarla.
Gracias a las reuniones dominicales logré conocer una España que suele escapársele al turista común. Recuerdo a un muchacho, jornalero andaluz analfabeto, con quien simpatizaba mucho; durante nuestras tertulias solía narrar las largas jornadas de trabajo en aquel fértil suelo de su tierra natal donde, para estar preparado ante eventuales problemas con el arado, había que llevar una piedra en el bolsillo ¡Vaya tierra donde los hombres están hambrientos y escasean las piedras! No me resultaba fácil formarme una idea de la pobreza y el atraso de aquella España donde se habían criado mis amigos.
Yo era oriundo de una zona donde había desaparecido el analfabetismo desde hacía muchas generaciones (la emperatriz María Teresa decretó la enseñanza obligatoria en el siglo XVIII) y me parecía absurdo que un hombre adulto no supiera leer ni escribir pero, al mismo tiempo, me sorprendía la viva inteligencia de esos analfabetos.
El lugar donde trabajaba era una vasta propiedad feudal dominada por un castillo cuyos dueños eran los condes de Bony, de vieja nobleza perigordina, señores feudales al viejo estilo, como si 1789 no hubiese acaecido. Conmigo había llegado Luís R, un nervudo campesino aragonés, vivaz y trabajador, del que aprendí las faenas del campo y a cantar las coplas de su tierra. Recuerdo la que dice así:
Por la mañana, muy tempranito
salí del pueblo, con el hatito…
¡Qué trabajo nos manda el señor,
agacharse y volverse a agachar…
Luís era una fuente inagotable de sabiduría. Yo me había criado en una familia burguesa bien acomodada y desconocía la vida rural; apenas sabia diferenciar una vaca de un toro, sólo sabía del arado por el romance clásico alemán, me parecía absurdo levantarme con el sol y pasar el día agachado para arrancar la mala hierba. Luís me enseñó sin alardear nunca de su saber. En vano intenté convencerle de que cuanto más trabajáramos mayor seria la explotación. Mientras yo me escabullía del trabajo en cuanto podía, Luís no era capaz de estar parado ante una faena.
Cuando íbamos al campo, él trabajaba todo el día bajo un sol sofocante o con la lluvia empapadora, de manera que yo no podía quedar atrás.
Hoffmann Bracero. IAHoffmann Enseña Alemán. IAHoffmann Propagandista. IA
Luís me enseñó a ordeñar, a arar, a sacar los tupinambos del suelo fangoso y casi helado, a curar a la yegua moribunda y a uncir el yugo a una pareja de bueyes; me mostró cómo coger conejos silvestres y me explicó los nombres de las herramientas en español. No me ha servido de mucho conocer qué es el bieldo, la azada, la guadaña, la hoz y la horquilla pero tampoco me ha hecho daño saberlo.
Al pasar los años Luís se integró plenamente en la familia condal, los salvó de la ira de los maquis durante la liberación y, al terminar la guerra se convirtió en capataz de la propiedad. Cuando años más tarde y acabada la pesadilla visité el lugar, Luís ya vivía una vida tranquila retirado en la ciudad vecina.
Pasé trece meses en Marsalés y, indudablemente, no eran malos tiempos. Treinta años más tarde pasé por allí en mi coche y encontré el castillo abandonado en busca de comprador, las vacas en las granjas vecinas y las tres hijas viviendo en una modesta casa en la ciudad vecina, Monpazier.
Mi estancia en el castillo de Marsalés transcurría en 1941 y 1942, una época sin sobresaltos en aquel rincón apartado, donde simplemente se trataba de sobrevivir de cualquier manera. De allí me trasladé al centro de Francia con una familia española y al poco tiempo me hice novio de la hija mayor. Para ganarnos la vida, ella y su hermana se vieron obligadas a trabajar en el Soldatenheim[4]de la Wehrmacht y yo de carpintero en el cuartel alemán.
Al empezar 1943, cuando se estaba esfumando la gloria de la invencible Wehrmacht y Mussolini era destituido, volvimos a tener coraje y empezaron a formarse los primeros núcleos de resistencia. Entre los primeros grupos de guerrilleros volvemos a encontrar a los menospreciados españoles que organizaban sus propios grupos de resistencia aportando sus experiencias militares y sirviendo de instructores a los maquis. Mucho se ha escrito sobre la actuación de la guerrilla española en la liberación de Francia. Yo la viví en las cercanías de la pequeña ciudad de Romorantin, a orillas del río Cher. Allí vivíamos modestamente trabajando cada cual cómo podía para ganarnos la vida.
A principio de 1943 ya se había formado una bien organizada red de resistencia española. Por mi conocimiento del idioma de los ocupantes se me encargó introducirme en el cuartel alemán como carpintero e infiltrar material de propaganda antinazi. Logré reunir un grupo de reclutas de procedencia austríaca que solían aprovechar los pocos momentos de escaso descanso en las letrinas situadas frente a mi taller para escuchar mis susurrados informes sobre la inminente derrota de los oficiales. Era una empresa suicida, la Gestapo tenía espías por todas partes, pero oliéndose el fin del aquelarre ¿qué importaba una muerte más o menos, aunque fuese la propia?
Al acercarse los americanos, a mediados de agosto de 1944, se fueron los alemanes y con ellos esos pobres reclutas de la Wehrmacht que no tuvieron coraje para desertar.
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[1] El Westwall o Muro del Oeste, también llamado Línea Sigfrido por los Aliados era una serie de fortificaciones a lo largo de la frontera occidental cuyo propósito era defender el territorio de la Alemania nazi.
[2] La Organización Todt estaba dedicada a la ingeniería y construcción de infraestructuras civiles y militares, entre ellas el Westwall y la red de autopistas alemanas. Esta organización fue responsable de la esclavitud de más de un millón y medio de personas, principalmente prisioneros de guerra, judíos deportados de Alemania y de los países ocupados y desertores. Su fundador fue Fritz Todt, ingeniero nazi y uno de los personajes más poderosos del régimen.
[3] Un decreto de 12 de abril de 1939 del gobierno Daladier, estableció que los extranjeros refugiados o apátridas quedaban obligados a prestar sus servicios a las autoridades francesas. A los españoles se les ofrecieron cuatro opciones: ser contratados a título individual por patronos agrícolas o industriales, integrarse en Compañías de Trabajadores Extranjeros, alistarse en la Legión Extranjera o en los Batallones de Marcha de Voluntarios Extranjeros, unidades militares con mandos franceses, contratados por el tiempo que durase la guerra. Unos 50.000 españoles fueron adscritos a las Compañías de Trabajadores, de los cuales alrededor de 12.000 fueron enviados a la línea Maginot y al “Primer Frente” y unos 30.000 a la zona comprendida entre la línea Maginot y el Loira.
El texto describe la vida en el campo de Gurs, las relaciones entre los internos y las difíciles condiciones higiénicas y alimentarias. También relata la deportación de judíos a campos de exterminio y la solidaridad entre los internos:
La experiencia de un aviador republicano español en el campo de concentración de Gurs durante la Segunda Guerra Mundial. Al llegar, se reúne con compañeros aviadores que trabajan en la lavandería y le ayudan a recuperarse.
Las difíciles condiciones de vida, las visitas a su padre desanimado y la atmósfera de desesperanza entre los internos, en su mayoría judíos. En octubre de 1940, su padre es trasladado a otro campo de internamiento – Récébédou – y muere poco antes de la liberación.
El narrador cambia de trabajo a vaciar letrinas, lo que le permite obtener alimentos y cierta libertad de movimientos.
También menciona la llegada de mujeres judías de Baden y el Sarre, y cómo los rudos internos españoles reaccionan ante ellas.
El texto describe la vida en el campo de internamiento de francia, las relaciones entre los internos y las difíciles condiciones higiénicas y alimentarias, defunciones y enterramientos.
También relata la deportación de judíos a campos de exterminio y la solidaridad entre los internos.
Finalmente, menciona la liberación del campo por las tropas aliadas y su uso posterior para confinar a prisioneros de guerra alemanes y colaboracionistas franceses.
Al entrar en el campo encontré a unos compañeros aviadores de la República con quienes había compartido calamidades y que siempre habían demostrado gran camaradería. Estaban trabajando en la lavandería del campo y gozaban de ciertas ventajas, raciones algo mayores y esporádicas salidas. Al verme entre los recién llegados me incorporaron a su grupo y pude recuperarme, llegando incluso a poder llevarle algo de comida a mi padre. Entre los del equipo nos repartíamos los pocos alimentos que conseguíamos para mejorar el rancho. Comentábamos los vaivenes de la guerra que acabábamos de perder y el triste presente de un país bajo la férula del fascismo vencedor.
1939. Gurs A lPaso Del Tour. Gerhard Hoffmann, Leopold Wipp, Eduard Buchgraber, Wilhelm Kristufek, Alois Peter.Aviadores Republicanos En Gurs. IADeportación De Heinrich Hoffmann A Récébédou. IA
Las visitas a mi padre en su triste barracón, rodeado de otros internos tan desanimados como él, no eran nada alentadoras. No veía esperanza alguna de salvarse en aquel mundo dominado por los nazis. Estaba convencido de que los nazis perderían la guerra pero no veía perspectiva alguna para sí mismo.
En otoño de 1940 la bandera de la cruz gamada era enarbolada en las tres cuartas partes de Europa; la Wehrmacht controlaba Dinamarca, noruega, Francia, Bélgica, Holanda, Polonia y Yugoeslavia. La aviación alemana lanzó sus bombas sobre Coventry y en el gueto de Varsovia se apretujaban trescientos cincuenta mil judíos aislados del resto del mundo. Es comprensible que entre los internados en Gurs, casi todos judíos huidos de los nazis, imperase una atmosfera de fin del mundo. Semanas después mi padre fue trasladado a una especie de casa de recuperación cuyo nombre Récébédou[1] prometía una relativa mejora. Nos despedimos sin saber que sería para siempre. Fue enviado al campo de Le Vernet, lugar de triste y rígido régimen, donde pereció en circunstancias nunca aclaradas, de hambre o por enfermedad, pocos días antes de la liberación del mismo.
Gerhard Hoffmann En Letrinas. IA
Mi aportación al trabajo de la lavandería no era excesiva, el jabón de guerra me perforaba la piel de las manos y tuve que dejarlo al poco tiempo, separándome de tan magníficos compañeros. Entré en el equipo de vaciadores de letrinas, trabajo sucio y pesado pero bien compensado con alimentos y un poco de libertad de movimientos que utilizaba para dedicarme al contrabando, comprando habichuelas y patatas a un campesino vecino para venderlas a los internados. El trabajo de las letrinas era pesado y asqueroso pero después de descargar las tinas en las fosas nos bañábamos y volvíamos a disfrutar de la vida.
LAS DISTINGUIDAS SEÑORAS DE BADEN Y LOS RUDOS EXILIADOS ESPAÑOLES. La epopeya de un extraño encuentro
Llegada De Mujeres De Baden Ante Republicanos Españoles. IA
El 24 de octubre de 1940 hubo quien enloqueció tras las alambradas al ver entrar mujeres en el campo. Hasta entonces las únicas féminas en Gurs eran la hija del comandante, soberbia e inasequible y la fea y seca señora de correos.
Desde lejos, mientras los camiones que las trasladaban se iban acercando por la carretera provincial, los españoles podían distinguir a algunas mujeres jóvenes y atractivas. Al pasar por la calle principal del campo, a pocos metros de distancia de los presos aparecían entre la multitud algunas caras frescas, rosadas, con el pelo rubio, aunque la mayoría de las recién llegadas eran ancianas, algunas incluso decrépitas; al bajar de los camiones aparecieron algunos niños de la mano de sus madres o abuelas.
¡Qué extraña caravana! Los españoles internados en Gurs desde hacía más de año y medio tenían la vista clavada en el triste espectáculo, sin comprender nada. No podían saber que Josef Buerkel, Gauleiter y Reichsstatthalter (jefe de distrito y gobernador), uno de los más fieles seguidores de Adolf Hitler, había decidido “limpiar Baden de judíos”.
Por aquel entonces Europa ya no recordaba los pogromos[2] de siglos pasados, aún no se hablaba de “depuraciones étnicas” y todavía no se conocía el holocausto.
La noche del 22 de octubre de 1940 la Gestapo secuestró a 6300 judíos en Baden y a 1850 en el Sarre. Se les sacaba de sus casas, de asilos y hospitales; el que no podía caminar era llevado en camilla. Las víctimas eran hombres que habían servido en el ejército alemán en la Primera Guerra Mundial, inválidos, enfermos, ancianos, médicos, comerciantes, arquitectos, abogados, empleados, humildes y ciudadanos destacados, todos de familias asentadas desde tiempos antiquísimos.
La mayoría de hombres capaces fueron llevados a los campos de Polonia para aprovechar su fuerza de trabajo; las mujeres, los niños y los ancianos fueron embarcados en vagones de ganado y entregados a las sorprendidas autoridades francesas que les trasladaron a los campos del sur de Francia. Acabábamos de verles llegar.
La medida estaba prevista como el inicio de una campaña más amplia que abarcaría toda Alemania. En un documento fechado el 30 de octubre de 1940 se cita el proyecto de expulsar a 260000 personas de todo el territorio del Reich y del protectorado de Bohemia-Moravia, la antigua Checoeslovaquia.
Al darse cuenta de la intentona alemana, las autoridades de Vichy presentaron su enérgica protesta en Berlín y consiguieron que las deportaciones fuesen suspendidas. Pero para entonces ya había llegado a Gurs el primer contingente de Baden y del Sarre.
Ese mismo mes de octubre se promulgaron las leyes antijudías en Francia y, a lo largo y ancho de la zona ocupada, miles de judíos fueron detenidos o internados. Unos dos mil hombres y mujeres fueron enviados a Gurs donde se encontraron con los judíos de Baden.
El campo de Gurs[3] se erigió en 1939 para acoger a la primera oleada de refugiados españoles republicanos. Era un vasto complejo de 382 barracones idénticos de 24m. x 2’5m, construidos para hospedar a cincuenta personas cada uno, aunque tenían capacidad para sesenta si fuera preciso. Cada veintidós o treinta barracones formaban un “îlot” (islote) separado del resto por una zanja y una cuádruple alambrada de púas. Estaba prohibido circular entre ellos.
Vista Panorámica Del Campamento. Foto Josu Chueca, Archivo Departamental Pirineos Atlánticos.
Para impedir el contacto entre hombres y mujeres, el mando francés las instaló en los islotes más apartados ordenando que se reforzasen las alambradas ¡Como si aquellos hombres que habían pasado la guerra y tantas calamidades fuesen a arredrarse ante tales ridiculeces!
La primera noche no hubo zanjas ni alambradas que obstaculizasen el paso a los españoles de Gurs. Por todo el campo se olía “el perfume de las mujeres”. Aquellos hombres en nada se parecían a los novios y maridos que habían dejado en la lejana Alemania, no eran corteses, ni cariñosos, ni galantes; aquella primera noche carnal ni siquiera hacía falta conocer el idioma de la pareja.
Pasada la sorpresa de la inesperada acogida, en los días posteriores fue penetrando fatalmente el triste ambiente del campo en los barracones de aquellas mujeres acostumbradas a vivir en sus limpias casitas en un tranquilo rincón de Baden. De repente se encontraban viviendo apiñadas en un espacio de un metro de ancho, con una vecina a la derecha y otra a la izquierda, codo con codo, con un lavadero y una letrina común al aire libre y sin perspectiva alguna de salvación. Las más ancianas no tardaron en ir cayendo; la tasa de mortalidad era altísima. Faltaba higiene, había hambre y se propagaban las enfermedades.
Los españoles que la primera noche habían saltado las alambradas habían perdido el interés por las mujeres; la conquista había sido demasiado fácil.
Sin embargo hubo excepciones. Conocí a una pareja compuesta por un español y una chica de Baden que eran de lo más desigual que se pueda imaginar. Pero entre ellos había nacido el más puro amor. Él era un jornalero andaluz, inteligente, robusto, vivaz, criado en el campo y analfabeto. Ella era rubicunda, bien proporcionada, de buenos modales, educada para casarse con un buen señorito de su tierra llegado el momento.
Ni ella sabía español ni él alemán. Ignoro cómo se entendían pero el idioma no era un gran obstáculo. Les conocí el día que él me pidió ayuda en una disputa que tenían por cuestión de celos. Obviamente ahí no les bastaba el idioma común que habían inventado. Se resolvió la riña y siguieron como antes.
Ella se llamaba Ilse, no recuerdo el nombre de él. La muchacha vivía con su madre en el barracón. Ilse hubiera podido evitar la deportación y quedarse en su casa gracias a aquellas absurdas Leyes de Núremberg que convirtieron al pueblo alemán en ganado de cría, pero prefirió sumarse a las filas de las destinadas a la deportación para no abandonar a su madre.
Para aliviar su vida el andaluz acomodó el barracón donde vivían con unos cuantos objetos robados en cualquier rincón del campo. Al fallecer la vecina se apoderaron del espacio de la difunta y colgaron unas mantas, creando así un minúsculo refugio de intimidad. Con unas tablas conseguidas no se sabe dónde, el muchacho construyó dos camas, un arcón y unos estantes donde colocar los pocos trastos que poseían; incluso fue capaz de instalar una ducha con unas latas que había conseguido en la cocina. Ilse y su madre cosían, limpiaban y llevaban la casa.
Aquella pequeña isla de felicidad despertó las envidias de las demás mujeres. Hubo delaciones, malicias y riñas pero el español supo calmarlas a todas con unos regalitos.
Los traslados a los campos de trabajo forzados. IA
Los españoles marcharon uno tras otro a trabajar en las Compagnies de Travailleurs Étrangers en la fortificaciónde la costa atlántica; debido a la creciente escasez de mano de obra se llevaron a varios grupos de españoles a trabajar a Alemania. Muchos de aquellos hombres de orientación antifascista fueron detenidos por la Gestapo y acabaron en campos de concentración alemanes. Seis mil republicanos españoles perecieron en el tristemente famoso Lager Mauthausen, hoy en territorio austríaco.
El idilio entre Ilse y su compañero terminó cuando a él se lo llevaron a trabajar a Alemania. Al quedarse solas se vieron privadas de todos sus privilegios. Las vi echadas en sus camas, apáticas como el resto, en sus estrechos habitáculos.
Miserias Y Solidaridad en Gurs. IA
Con las lluvias otoñales el suelo se convirtió en un barrizal. Se veía a las viejas arrastrando penosamente los pies por el pegajoso barro, cada paso era una fatiga. Pero lo peor era la omnipresente hambre. Cuando llegaba la ración de pan el reparto se convertía en un drama, todas vigilando el procedimiento como si de un acto religioso se tratara.
Durante el invierno de 1940-1941 centenares de mujeres murieron de puro agotamiento; sus cadáveres fueron arrojados en fosas excavadas precipitadamente. Según los archivos, los muertos en Gurs entre 1940 y 1945 fueron 1187. La mayoría no moría a causa de una enfermedad diagnosticable sino de paulatina extinción, como dice una de las internadas, Hanna Schramm, en su libro Menschen in Gurs[4]. El deficiente servicio sanitario no era capaz de medicar las enfermedades más simples; contra el agotamiento y la desesperación no había remedio.
Los enterradores españoles trabajaban en dos turnos, cavando en el terreno fangoso con el agua hasta las rodillas. A veces se tuvieron que parar los entierros por falta de cajas ya que los carpinteros no podían suministrarlas al mismo ritmo de la muerte.
Entre los españoles y el resto de internos se había forjado una especie de solidaridad humana. Todos tenían una cuenta pendiente, unos por la ayuda que los nazis habían prestado a Franco, los otros por ser víctimas inocentes de ellos. Los españoles, muy concienciados políticamente y con su pasado de luchadores antifascistas, no estaban de acuerdo con personas más bien apolíticas cuyo único infortunio era su raza.
Durante 1942 la Gestapo visitó varias veces el campo. Al principio sólo les interesaban ciertos sospechosos pero con el paso del tiempo se volvieron más ambiciosos. Tras la Conferencia de Wannsee[5], a comienzos de 1942, empezaron las deportaciones masivas hacia Auschwitz y el resto de campos del este de Europa. El mando de Gurs entregó cada vez más personas a los servicios de transporte alemanes de Adolf Eichmann. El primer transporte constaba de quinientas veinticinco mujeres y cuatrocientos setenta y cinco hombres y salió en agosto de 1942; el último partió en marzo de 1944 con unas ochenta personas cuyas huellas se pierden, igual que las de los transportes anteriores, en algún lugar del este de Europa. El total de deportados entre 1942 y 1944 es de tres mil novecientos siete; muy pocos sobrevivieron.
Hasta que les tocó la triste suerte de los campos de exterminio de Alemania y Polonia, los prisioneros soportaron dos interminables inviernos en el lodo de Gurs.
En el cementerio erigido acabada la guerra fueron colocadas 1187 lápidas. En ellas están grabados los nombres de españoles, alemanes y polacos, mencionándose su edad y nacionalidad. Hay bebés de pocos días y ancianos de noventa años. Uno de los bebés tiene nombre español y apellido alemán, en otra de las lápidas se lee la nacionalidad: “cubano”. ¡Cuántas tragedias, cuantas odiseas esconden tales inscripciones!
Liberación De Gurs Y Confinamiento Colaboracionistas Y Prisoneros Nazis. IA
Con el desembarco de las tropas aliadas en verano de 1944, los responsables franceses parecieron darse cuenta del riesgo que corrían si seguían colaborando con los alemanes y, poco a poco, fueron trasladando a los internados que quedaban a otros lugares de Francia. Los últimos españoles que quedaron en Gurs se pusieron en contacto con el maquis local y entregaron el control del campo a las autoridades civiles. Desde agosto de 1944 hasta fines de 1945 el campo de Gurs sirvió para confinar a unos 200 prisioneros de guerra alemanes y a 2000 colaboracionistas franceses. Fue desmantelado el 31 de diciembre de 1945.
En nuestros días son muchos los fugitivos que vagan por campos, prisiones y destierros. Sólo en Europa, las víctimas de depuraciones étnicas se cuentan por millones. Sin duda alguna, los campos del sur de Francia no son algo de lo que la Grande Nation pueda enorgullecerse.
Ahora me doy cuenta de la poca atención que presté a un acontecimiento sucedido en junio de 1944: la invasión de la Unión Soviética por los ejércitos de Hitler; no hay mención alguna de ello en mi diario. Lo que sí recuerdo es la reacción de algún funcionario del Partido que casualmente se encontraba en el campo; su cometario es remarcable: “Ahora veréis como el proletariado alemán se levantará. Eso no van a tolerarlo”
El proletariado alemán lo toleró todo, siguiendo a Hitler hasta las ruinas de Berlín; los trabajadores del Reich –cuyos padres combatían en las barricadas de Spartacus en el Wedding Rojo[6] sólo veinte años antes- vestían orgullosos el gris uniforme de la Wehrmacht y cumplieron su deber como soldados del Führer cuando triunfaba Alemania. Así vestidos participaron en la invasión, en la represión de los partisanos y en las redadas de judíos. Mujeres alemanas sirvieron en distintos países como secretarias y controladoras. No se lo reprocho ¿qué otra cosa podían hacer? La mayoría de esos soldados de las tropas de ocupación de la Wehrmacht eran personas como tú y como yo, sus actos fueron los habituales en los desastres.
[1] El campamento de Récébédou era un campo de internamiento para judíos y republicanos españoles ubicado en el municipio de Portet-sur-Garonne, al sur de Toulouse. En 1940 albergó a refugiados españoles republicanos y a judíos que huían de la zona ocupada. En febrero de 1941 se convirtió en un campamento hospital, una instalación semi abierta, pero las condiciones se deterioraron rápidamente a causa de la falta de equipos médicos, medicamentos y alimentación adecuada. La mayoría de los 739 internados son mayores de 60 años y sufren enfermedades graves. En invierno de 1941-1942 mueren 314 personas a causa del frío, el hambre y las enfermedades. Los supervivientes son trasladados a hospitales de la zona pero la mayoría acaban en los campos de exterminio de Drancy y Auschwitz. Fue cerrado oficialmente en octubre de 1942.
[2]Pogromo (del ruso pogrom, devastación) es el linchamiento multitudinario, espontáneo o premeditado, de un grupo particular, étnico, religioso u otro, acompañado de la destrucción o el expolio de sus bienes (casas, tiendas, centros religiosos…). El término ha sido usado para denominar actos de violencia sobre todo contra los judíos, aunque también se ha aplicado a otros grupos, como es el caso del linchamiento polaco contra las minorías étnicas (alemanes y ucranianos) en Galitzia.
[3] El campo de Gurs medía unos 1.400 metros de largo por 200 de ancho y tenía una superficie de 28 hectáreas. Lo atravesaba una única calle. A ambos lados de esta calle se hicieron parcelas de 200 metros de largo por 100 de ancho llamadas ilots que estaban separadas de la calle y entre sí por alambradas dobles formando un pasadizo por donde circulaban los guardias de exterior. En cada parcela se montaron 30 barracones, con un total de 382. Estaban construidos con tablones de madera muy delgados cubiertos por tela embreada, sin ventanas ni ventilación alguna. No protegían del frío y la tela embreada pronto dejó entrar el agua de lluvia. La comida era escasa y pésima, no había servicios sanitarios ni agua corriente. La zona era muy lluviosa y el campo no estaba drenado, al ser de terreno arcilloso se convertía en un lodazal permanente. En cada ilot había letrinas rudimentarias con grandes cubas donde se recogían los excrementos, que eran transportados en carros fuera del campo.
[4] Hanna Schramm, La gent de gurs. Memòries d’un camp d’internament francès (1940-1941). Con una aportación documental para la política de los emigrantes franceses (1933-1944). Georg Heintz 1977
[5] La Conferencia de Wansee fue la reunión de un grupo de representantes civiles, policiales y militares del gobierno de la Alemania nazi sobre la “solución final de la cuestión judía”. Los acuerdos tomados condujeron al Holocausto. La conferencia se llevó a cabo el 20 de enero de 1942 en la villa Gross Wansee situada junto al lago del mismo nombre, al suroeste de Berlín.
[6]Wedding Rojo (Der Rote Wedding) se refiere al barrio proletario berlinés de Wedding, baluarte de los comunistas alemanes. También es una canción de combate del Partido Comunista alemán (KPD), escrita en 1928, con letra de Erich Weinert y música de Hanns Eisler. Fue originalmente publicada en alemán en el libro “Canciones de las Brigadas Internacionales”, Barcelona, junio 1938, pág. 96 y reproducida posteriormente junto a la correspondiente traducción al español en “Cancionero de las Brigadas Internacionales”, Editorial Nuestra Cultura, Madrid 1978.
El autor relata su estancia en el campo de Gurs [1], donde convivió con brigadistas cubanos y otros internos bajo duras condiciones. Destaca la celebración del 14 de julio francés (también de la II República española) y el impacto del Pacto de no agresión entre la Unión Soviética y Alemania. También menciona las dificultades de sus padres.
Treinta años después tuve la oportunidad de pasar por la que fue nuestra morada hasta junio de 1940 y vi un agradable paisaje con la impresionante muralla de los Pirineos al fondo, un bosque joven en el que trinaban los pajaritos, entreviéndose los restos de la carretera asfaltada que comunicaba los diversos sectores del campo. Un campesino estaba arando la tierra. Era demasiado joven para haber visto las miserias del campo pero tenía una vaga idea del mismo, incluso me indicó una zona en la que aparecían partículas blancas entre los terrones, allí había estado el hospital del campo. Los campesinos se mostraron comunicativos como suele ser la gente en el sur. Treinta años antes no era así. La población nos era hostil, convencidos de que éramos asesinos de curas y violadores de monjas.
El campo contaba con unos trescientos barracones para albergar a unos sesenta mil internos, estaba circundado por alambradas de espino cuádruples y subdividido en sectores o islotes para separar los grupos étnicos. Estaba administrado por la Garde Mobile que ejercía un régimen bastante severo, llegando, en ocasiones, a dar palizas. La guardia exterior la hacían soldados del ejército con sus uniformes azul claro de la Primera Guerra Mundial, algunos calzados con chanclos, armados con fusiles del siglo pasado que no sabían manejar ¿Esta era la tropa de élite más famosa de Europa?
Al acercarse el 14 de julio, aniversario de la Gran Revolución y Fiesta Nacional de Francia, quisimos celebrarlo aprovechando que entre los internados en el campo había muchos artistas: músicos, cantantes, poetas, escritores, pintores, hombres de teatro y de letras de renombre internacional e invitamos al mando a participar.
Celebración de la II República española
Teníamos presentes los ideales de los que, en 1789, se alzaron contra la monarquía borbónica con el lema de “Liberté, Egalité, Fraternité” que también fue el de la República española.
Ante todo el personal francés del campo y de los miles de internos, se celebró una magna fiesta con un programa de categoría internacional. Esperábamos que surgiese cierta solidaridad entre los pueblos que estaban combatiendo contra la amenaza fascista.
Caricatura del Pacto Hitler-Stalin
Sólo cuarenta días después, el 23 de agosto de 1939, se anunció la firma del Pacto de no agresión entre la Unión Soviética y Alemania por los respectivos ministros de exteriores, Molotov y Ribbentrop. Los gobiernos occidentales se escandalizaron; en vano se quiso explicar este giro con fines pacíficos, ambas potencias habían mostrado demasiadas veces su hostilidad como para dar crédito a sus deseos de paz. Es fácil imaginar lo que significaba para nosotros el Pacto; la Unión Soviética había sido nuestro más seguro sostén durante la guerra de España y la Alemania de Hitler nuestro implacable enemigo. Resultaba imposible creer que de repente se convirtieran en aliados. Pero los comunistas debían fidelidad a la Unión Soviética y pusieron todo su empeño en explicar el Pacto como consecuencia del fracaso de las negociaciones destinadas a crear un frente común contra la amenaza de la agresión alemana. En la prensa comunista se acusaba a los gobiernos inglés y francés de limitarse a esperar que Alemania y Rusia entrasen en guerra cuando, en realidad, ambos países deseaban mantener la paz. Lo cierto era que el Pacto era un absurdo intento de ganar tiempo aunque no es imposible que en ambos países hubiese partidarios del entendimiento entre las dos potencias. No hay que olvidar que en 1926 ya existía un acuerdo germano-soviético, siete años antes de Hitler y que desde los años veinte había contactos entre los militares (puede explicarse así la traición del mariscal Tujachevski[2]), estrategas y políticos, tanto en Alemania como en la Unión Soviética. Tales rumores permanecen encerrados en los archivos secretos rusos.
Este giro de la política internacional tuvo efectos desastrosos entre nosotros. Se redujeron nuestras raciones, cortaron las comunicaciones con el exterior y sacaron del campo a ciertos compañeros considerados funcionarios comunistas por el mando francés, siendo trasladados a Le Vernet[3], un campo con un régimen más severo en los Pirineos Orientales.
El gobierno francés nos parecía poco dispuesto a defender el país contra la amenaza de la Alemania de Adolfo Hitler, mientras se estaban movilizando todas las fuerzas para abatir a los comunistas.
Prestemos atención a nuestros pobres padres que, mientras tanto, estaban sufriendo las medidas antijudías, humillaciones, prohibiciones, órdenes, impuestos arbitrarios por parte del estado nacionalsocialista. Para empezar se les obligó a abandonar su piso para “limpiar de judíos la entrada de la ciudad a la que estaba a punto de llegar el Führer”. Era una situación absurda para quienes nunca habían tenido la menor vinculación con la religión hebrea pero no tenían más remedio que abandonar el país en el que habían nacido.
En el verano de 1938 ningún país estaba dispuesto a aceptar fugitivos de la Alemania nazi. Después de muchas solicitudes denegadas, les fue concedida la entrada en Bélgica donde estaba viviendo su hijo mayor, mi hermano Wolfgang, con su mujer y su hijo. Salieron en abril de 1939 tras haber pagado el Reicksfluchtseuer o impuesto de fuga y sin poder llevarse ningún objeto de valor. Alquilaron un alojamiento minúsculo en el desván de una de esas típicas casas estrechas de la vieja Bruselas y empezaron a vivir un idilio al lado de su nieto, que no duró más de un año, hasta la invasión alemana en mayo de 1940[4].
Selección de los judíos destinados a los campos de concentración
En Gurs teníamos por vecinos a los brigadistas cubanos que estaban a la espera de ser repatriados gracias a la ayuda de sus compañeros en Cuba. En la cocina se alternaba cada semana un equipo austríaco y otro cubano. Resultaba imposible coordinar las costumbres gastronómicas de ambos grupos. Si les tocaba a los cubanos teníamos bacalao, que incluso después de cuarenta y ocho horas de remojo estaba salado como el mar Muerto; cuando les tocaba a los austríacos había knoedel (albóndigas), que los cubanos usaban para taponar los resquicios de las barracas.
Estas divergencias no influían en las buenas relaciones de los dos grupos ¡Que maravillosa compañía era esa gente con todas las mezclas de raza! En otoño de 1939 ya hacía un frío desagradable que no impedía que los hercúleos negros cubanos cada mañana se echasen encima cubos de agua fría mientras les observábamos desde los ventanucos de nuestros barracones.
Brigadistas Wilhelm Kristufek (izquierda) y Gerhard Hoffmann (derecha) en Gurs (Foto DÖW_ Archivo de España)
Cada noche había fiesta en las barracas cubanas, donde cualquier objeto podía convertirse en instrumento musical. Allí fue donde Pablito, el gracioso mulato con singular voz de boxeador, nos entonó la famosa “En la última retirada del ejército del Este…” con el amargo estribillo “Alé, alé, reculé que tienen que echar un pie desde Cerbére a Argelés” de Julio Cueva. Nos plantamos en la puerta de su barracón disfrutando de ese improvisado varieté.
Los cubanos consiguieron ser repatriados poco antes de empezar la guerra. El coste del viaje se pagó gracias a una colecta y al desembarcar fueron recibidos en el puerto de La Habana por una muchedumbre de amigos. Nuestra convivencia en el campo de Gurs era una singular experiencia de espíritu internacionalista y antirracista. Nosotros seguíamos tras las alambradas sin perspectivas de liberación.
[1]El campo de Gurs fue un campo de refugiados construido por el gobierno francés en 1939 en el pueblo de Gurs, en los Pirineos Atlánticos, en Aquitania, para acoger a todos los que se exiliaban voluntariamente de España. Al empezar la Segunda Guerra Mundial el gobierno francés internó allí a ciudadanos alemanes y de otros países aliados de Alemania así como a los franceses considerados peligrosos por sus ideas políticas y a presos comunes. En 1949 el gobierno de Vichy lo utilizó como campo de concentración de judíos y de personas peligrosas para el gobierno. Después de la liberación de Francia se internó allí a prisioneros de guerra alemanes, combatientes españoles que habían participado en la Resistencia y colaboracionistas franceses hasta su cierre definitivo en 1946.
[2] El 22 de mayo de 1937, el mariscal Tujachevski, uno de los militares más importantes de la Unión Soviética, fue detenido acusado de conspiración militar trotskista y espionaje a favor de Alemania, lo que se conoce como el Caso Tujachevski. El 12 de junio de 1937 fue ejecutado junto a otros siete altos cargos militares (I. Yákir, I. Uborievich, A. Kork, R. Eideman, V. Putna, B, Feldman y V. Primakov). Otro de los inculpados, Yan Gamárnik, se suicidó al conocer su acusación. Tras el XX Congreso del PCUS en el que Jruschov denunció a Stalin y su política, se consideró que las acusaciones eran falsas y fueron rehabilitados en 1957.
[3] El campo de Le Vernet en Ariège fue edificado en 1918 para albergar a prisioneros austríacos de la Primera Guerra Mundial. En 1939 fue considerado campo de acogida para los 10.000 españoles de la División Durruti que habían pasado a Francia y se encontraban en La Tour de Carol. Más tarde pasó a ser un campo disciplinario albergando a refugiados considerados extremistas y a miembros de las Brigadas Internacionales. Al declararse la Segunda Guerra Mundial fueron internados allí los extranjeros considerados peligrosos para el orden público, antifascistas y judíos de todas las nacionalidades (allí estuvieron Max Aub y Arthur Koestler). Bajo el régimen de Vichy fue usado por la Gestapo como campo de tránsito; en 1944 los últimos internados fueron evacuados a Dachau y Ravensbrück. Unas 40.000 personas de 58 nacionalidades fueron internadas en este campo, principalmente hombres pero también mujeres y niños. En 1970 fue demolido en su mayor parte y actualmente existe un memorial en los terrenos donde estaba situado.
[4]Las víctimas del Holocausto: los sefardíes en Auschwitz-Birkenau
El joven brigadista internacional austríaco narra el regreso por el pirineo a España, que considera patria de ascendencia sefardí, como refugiado después de tiempo de exilio. Recibe instrucción y participa en la Batalla del Ebro, hasta la retirada de los combatientes extranjeros.
En mitad de una plaza del centro de Perpiñán estaba sentada en torno a sus escasos efectos personales una familia de refugiados españoles a quienes la guerra había expulsado de su patria; el abuelo apático en el centro del grupo, las mujeres perplejas. Una joven de llamativa belleza, vestida con un sencillo atuendo campesino de color negro, estaba sentada entre ellos con su criatura al pecho; contrastaba con el desconcierto de la familia por su actitud de plena serenidad.
Los habitantes de la ciudad francesa seguían viviendo como siempre, como si nada hubiese sucedido, como si a poca distancia de allí no se hubiese derrumbado un mundo ¿Acaso no era aquello el anuncio de Dünkirchen, Oradour-sur-Glane, Lídice, Coventry, Estalingrado, Berlín, Dresde o Hiroshima?
En Europa aún se vivía en la paz más absoluta, se sembraba y se cosechaba; si alguien pisoteaba un campo de cereales es que estaba loco; nadie temblaba al oír el zumbido de los motores de los aviones; quien salía de su casa por la mañana volvía por la tarde encontrándola tal como la había dejado; una lumbre en el horizonte era el sol que se ponía y un sordo estruendo en la lejanía era una tormenta que se avecinaba.
Así eran las cosas en cualquier parte de Europa menos en España. Allí hacía dos años que no se cosechaba; soldados de ambos bandos pisoteaban los campos, los aviones de caza hacían cabriolas en el cielo y los pesados bombarderos retumbaban antes de arrojar su carga sobre las ciudades. Había quien, al regresar, encontraba su casa convertida en un montón de escombros.
Entrada la noche un taxista condujo a nuestro pequeño grupo hasta el recodo de un camino al pie de los Pirineos entrado en un claro del bosque, apagó los faros y nos ordenó bajar. Un guía español nos esperaba y nos insistió en que no debíamos decir ni una palabra ni encender cerillas. Después de una marcha de varias horas en la cerrada oscuridad de la noche por los escarpados senderos pirenaicos, el guía se detuvo diciendo en voz alta: “Estamos en España”.
Nada más llegar me sacudí el cansancio con la sensación de volver a mi patria tras cientos de años. He estado muchas veces en España y cada vez he tenido ese sentimiento de regreso a la patria. No hay indicios de que mis antepasados fueran judíos sefardíes pero ¿Quién puede asegurarlo? Mis abuelos se habían instalado en Viena procedentes de una comunidad judía de Hungría. ¿Acaso sus antepasados fueron sefardíes que, a través de Estambul, cruzaron el imperio turco emigrando hasta Hungría en su margen occidental? ¿Y el apellido alemán? En tiempos de María Teresa de Austria hubo que registrar un nombre de familia. Habían pasado doscientos cincuenta años desde la expulsión de España y en el imperio de los Habsburgo quizá podían creerse más protegidos con un apellido alemán que con uno español. Puede que mi sueño colorista del país de Sefarad haga sonreír a algunos. Cuando visité Córdoba con mi hija, décadas más tarde, caminamos por las estrechas callejuelas de la judería, nos detuvimos ante el monumento a Maimónides financiado por los judíos americanos y ambos sentimos con toda claridad que nuestra remota antepasada nos estaba mirando tras una ventana enrejada y nos saludaba amistosamente con una sonrisa.
Regreso a los ancestros. Brigadista Internacional. Imagen del capítulo generada por IA
¡Ahí estaba España! Un soldado del ejército republicano nos saludó, nos dio café y pan y le hablé como si siempre hubiese hablado esa lengua. Allí abajo, a lo lejos, alboreaba la mañana sobre la llanura catalana. En ese momento hubiese querido abrazar al país entero.
La primera parada era un antiguo monasterio en el que las Brigadas Internacionales habían instalado su centro de acogida. Recibimos cierta formación militar consistente sobretodo en el conocimiento de las órdenes españolas que un sargento veterano intentaba enseñarnos: “Derecha ¡ar!”, “Izquierda, ¡ar!”, “¡Presentar armas!”. Sigo siendo incapaz de manejar correctamente el arma aunque, hablando con franqueza, nunca he sentido honor alguno al presentar un arma. Me dieron un uniforme, me quité mi traje de lino crudo casi nuevo… y la prenda desapareció inmediatamente. No la eché de menos.
Un día estaba sentado junto a una radio y pillé una emisora alemana desde la que sonaba la dura voz de Hitler: “Compatriotas alemanes…” Estaba escuchando atentamente lo que Hitler tenía que decir cuando fui sorprendido por un oficial que me arrestó en el acto. Sólo fui puesto en libertad cuando el comandante del puesto, que conocía a mi hermano, respondió como mi garante.
Una mañana recibí la noticia de que ese mismo día pararía en la cercana estación de Figueras un tren de voluntarios heridos con destino a Francia. En ese tren viajaba mi hermano que debía ser evacuado a Francia. La llegada estaba prevista para las diez. Habían acudido cientos de habitantes de las inmediaciones para despedir a los voluntarios internacionales, chicas ataviadas con el traje regional catalán habían preparado regalos de despedida, incluso habían traído una banda de música y el alcalde quería conmemorar los actos heroicos de los brigadistas. Pasaban las horas, el calor del mediodía se hacía insoportable y el esperado tren no aparecía ¿Quién puede reprochar a aquellas personas que se marcharan a sus casas donde les esperaba la comida y un lugar fresco?
Por fin llegó el tren, los dos hermanos nos abrazamos, tuvimos pocos minutos para intercambiar algunas palabras y el tren siguió rumbo a la frontera. Para mi hermano era un viaje hacia la emigración, con un futuro incierto pero lleno de optimismo.
Al día siguiente un camión nos llevó a Reus; éramos un grupo de voluntarios de distintas nacionalidades. Allí nos alojaron en un edificio donde había prisioneros de guerra del ejército de Franco caídos en manos de los nuestros en el Ebro; vivían en tristes condiciones de abandono. Junto a un compañero vienés que encontré allí, propusimos al comandante dar clases políticas a esos prisioneros pero fue en vano, no había interés alguno. Nos topamos con un voluntario inglés con el uniforme destrozado y con el horror de lo vivido reflejado en sus ojos; había desertado arriesgándose a ser fusilado.
Junto a un grupo de soldados de vuelta al frente, nos llevaron cerca del campo de batalla, pudo ser a La Fatarella, al pie de la sierra de Pandols, y allí nos reunimos con el IV batallón de la XI Brigada donde estábamos destinados a la unidad de transmisiones (comunicaciones telefónicas).
En plena batalla del Ebro encontré a mis compañeros de los alegres fines de semana en los bosques de Viena. Era un caluroso día de verano en una región de roca viva, en la sierra de Cavalls; los pobres muchachos me arrebataron la cantimplora con aspecto de animales acosados. Compartí con ellos algunos días de piojos, sed y continuo riesgo a morir.
La mitad de nuestra unidad eran españoles, la mayoría de la quinta del biberón ya plenamente integrados en el batallón austríaco Doce de febrero. Para comunicarse habían inventado un raro lenguaje entre catalán, vienés y español, favorecido por ciertas coincidencias lingüísticas; danke se pronuncia como tanque, queso como kaese, blau es igual en catalán y en alemán, entre otras extrañas semejanzas. Encontré un ambiente de estrecha camaradería. Me contaron que se habían salvado la vida unos a otros en diversas ocasiones. Mi carrera de soldado fue muy breve pero me ha dejado, para el resto de mi vida, la convicción de que la guerra es inhumana, me avergoncé de haberme alistado voluntario.
Por orden del gobierno, el 23 de septiembre de 1938 retiraron del frente a todos los combatientes no españoles.
Conmemoración de Veteranos Brigadistas Internacionales
Durante la Guerra Civil Española 1.400 voluntarios austríacos lucharon por la libertad y el comunismo, enfrentando grandes desafíos para llegar a España. Muchos murieron en el conflicto o en campos nazis. El autor relata su experiencia personal y la de su hermano, destacando las motivaciones y sacrificios de estos voluntarios.
Gerhard Hoffmann
Hoy sólo quedamos tres de los mil cuatrocientos voluntarios austríacos que arriesgamos nuestra vida en la guerra civil española y nos reunimos de vez en cuando para recordar los altibajos de nuestro pasado. Fui uno de los últimos en llegar a España y uno de los más jóvenes. Tenía veintiún años y ya había recibido mi bautizo revolucionario en las cárceles del régimen autoritario del canciller Schuschnigg.
Wolfgang Hoffmann (derecha) y Alfred Hrejsemnou
Además de unos pocos austríacos preparados para participar en la Contraolimpíada de Barcelona y de algunos que se hallaban en España por otros motivos, los primeros voluntarios austríacos llegaron a los frentes en noviembre de 1936 y rápidamente se sumaron a los defensores de Madrid. Mi propio hermano era uno de ellos, sus primeras cartas desde Madrid datan del 5 de noviembre de 1936 (mi hermano murió en 1942 en el campo nazi de Gross-Rosen). Los últimos austríacos llegaron en julio de 1938 y, como yo, habían partido después de la ocupación alemana.
Según los archivos de la Resistencia austríaca [1], en España cayeron doscientos doce voluntarios austríacos, otros noventa y dos perecieron en los años sucesivos en los campos nazis alemanes o perdieron la vida en las filas de la resistencia o en los ejércitos aliados durante la Segunda Guerra Mundial. En proporción al número de habitantes de su país, el porcentaje de austríacos en España era de los mayores, a pesar de la distancia entre los dos países, a pesar de las dificultades del viaje y de los pocos recursos de que disponían (en la famosa novela de Egon Erwin Kisch[2] se narra como un campesino tirolés tuvo que vender sus tres vacas para financiarse el viaje). Entre los motivos de los voluntarios austríacos se mezclan el ansia de libertad, patriotismo, romanticismo y rabia por los agravios sufridos. La mayoría eran comunistas, resueltos luchadores contra el capitalismo y partidarios de una sociedad sin explotación, todos ellos convencidos de que la Unión Soviética estaba logrando tales metas. Las persecuciones en este país nos molestaban pero las considerábamos una fase inevitable y pasajera.
En cuanto a las causas del conflicto en España, todos teníamos una vaga idea de ellos pero probablemente no era menos concisa que la de la mayoría de los españoles.
El más joven apenas contaba dieciocho años y el mayor tenía treinta y pico. Cuando no estábamos en la cárcel nos reuníamos diariamente en el parque para revisar los preparativos del viaje ¿Cómo conseguir dinero y un pasaporte? La policía exigía una justificación para expedirlo. Algunos pretendían ir a la Feria Internacional de París pero ¿quién se lo creería de alguien que llevaba dos años sin trabajo? Había quien se fue en bicicleta, otros cruzaron la frontera de Suiza con esquís. El partido ayudaba a los más pobres a conseguir el dinero pero la mayoría debía reunirlo por sus propios medios. ¡Una fortuna para nuestra modesta economía!
Al fin me entregaron el pasaporte falso y el billete de tren a París. Crucé Alemania con la involuntaria compañía del señor Rudolf Hess, bien acompañado por docenas de SS con sus siniestros uniformes negros custodiando al ayudante del Führer, pero llegué sano y salvo a París. Me presenté ante el comité de reclutamiento con sede en la CGT para una breve revisión médica.
Recuerdo haber visto salir del despacho médico a un africano de estatura hercúlea llorando a lágrima viva al ser rechazado por tener pies planos ¡Con las ganas que tenía el pobre hombre de luchar por la liberación de su raza!
Al ser aceptado recibí mi primer encargo militar como responsable de nuestro grupo de cinco voluntarios de cinco nacionalidades distintas [3], saliendo de viaje hacia España conocedores de que si descubrían nuestras intenciones acabaríamos en la cárcel. Sobre mí pesaba la amenaza de expulsión a Alemania. Entre nosotros había un abogado judío norteamericano, un obrero italiano, un rumano y un alto y rubio alemán, prototipo de germano con ojos azules y talla de godo. Él era el único de nuestro grupo que no tenía convicciones políticas si no que buscaba “gloria militar” ¡Vaya motivo! Ignoro cuál fue su suerte pero me temo que en las filas de las Brigadas Internacionales no había sitio para tipos como nuestro alemán.
La historia de los Kaiser, recordatorio de la lucha por la democracia y la libertad: Post en Viena Directo (30-4-2023): La señora Kaiser y los brigadistas internacionales austriacos.
Hannah Kaiser: Una mujer de 75 años que ha regresó a su ciudad natal, Benissa, después de muchos años.
Historia Familiar: Sus padres, Hans y Dora Kaiser, eran austriacos que vinieron a España para luchar en la Guerra Civil del lado de la República.
Contexto Histórico: La familia Kaiser, de origen judío, se trasladó a España debido al auge del nazismo y el antisemitismo en Europa.
Fotos de archivo de los Bigradistas Austríacos:
Formación de artilleros
La doctora Fritzi Brauner durante una visita a la sala médica
Bandera de la XL Brigada Internacional
[2]Egon Erwin Kisch (Praga, 1885- Praga, 1948). Periodista y reportero checo que escribía en alemán. Participó en la Primera Guerra Mundial. Miembro fundador de la Federación Revolucionaria Socialista Internacional, ingresó en el Partido Comunista de Austria. Participó en la Guerra Civil Española dirigiendo durante algún tiempo el batallón Masaryk de las Brigadas Internacionales. Con la derrota de la República pudo trasladarse a Estados Unidos y Méjico, volviendo a Praga al final de la Segunda Guerra Mundial. Probablemente el autor se refiere a su novela Die drei Kühe, Madrid 1938.
El autor narra las experiencias como emigrante austriaco en Brno (Checoslovaquia) durante la persecución nazi y la Guerra Civil Española. Allí sigue de forma precaria las consignas del partido comunista checo. Y prepara el salto a España.
Emigración y exilio son dos cosas distintas. La emigración es definitiva mientras que el exilio sólo dura hasta que se puede recuperar la patria. Según esto yo hubiese debido ser considerado exiliado pero atendiendo a que el propio nombre de Austria había sido borrado del mapa era difícil imaginar su renacimiento. De todas formas, emigración me sonaba a un alojamiento mohoso, vida provisional, miseria y estrechez. No me equivocaba ya que, a pesar de los esfuerzos solidarios de los amigos checos, los emigrados éramos unos pobres diablos. Fui admitido en la colectividad de emigrantes de Brno donde encontré a unos quince alemanes que llevaban viviendo allí varios años, huyendo de la persecución nazi. Treinta años después volví a ver la casa del barrio bajo de la ciudad donde los quince nos apiñábamos en las tres habitaciones del apartamento; seguía ofreciendo el mismo aspecto desolado de entonces. Las familias checas antifascistas nos ofrecían una comida diaria, alternándose entre ellas; aunque se esforzaban para que no lo tomáramos como una limosna resultaba bastante humillante.
Migrantes En Brno (Checolosvaquia). Generada por IA.
Desde que salí de mi casa paterna a los diecisiete años, había adquirido las más variadas experiencias pero no bastaban para evitar situaciones desagradables. Los quince integrantes del colectivo hicimos caja común en la que cada uno entregaba todo su dinero; yo vendí mis vestidos para comprarme algo de comida adicional. Entonces el partido me puso un vigilante, un compañero tirolés llamado Jan G., un buen muchacho con las mejores intenciones que se tomaba muy en serio su cometido. Tiempo después nos encontramos en el frente del Ebro, en los campos de Francia, al regresar de la guerra e, incluso cuando ambos peinábamos canas, siguió albergando dudas sobre mí. No puedo dejar de contar el comportamiento ejemplar de este fiel comunista infalible: durante la ocupación alemana siendo el responsable del trabajo antinazi en Lyon, distribuyó material entre los soldados de la Wehrmacht, fue apresado por la Feldgendarmerie, escapó y volvió a su trabajo clandestino. Hace varios años que murió solitario en su casa de un pueblo de la Baja Austria. Jamás dudó de la integridad del partido.
Destrozos de los bombardeos en Brno en 1944
Los meses que pasé en Brno no fueron muy gloriosos. A pesar de mis convicciones políticas yo era producto de una educación burguesa con todo lo que conlleva. En abril llegó la mujer de mi hermano con mi sobrino, el pequeño Peter, y se instaló en un apartamento barato. Yo empecé a dar clases de español sobrevalorando mis conocimientos que no excedían de un nivel muy básico. Mis pobres discípulos pronto “no tuvieron tiempo” para las clases.
Desde España llegaban malas noticias. Teruel cambió varias veces de mano, en enero fue ocupada por las tropas franquistas que siguieron su avance logrando desencadenar, en marzo de 1938, un retroceso masivo de las tropas republicanas, dejando a miles de soldados cautivos de los franquistas, entre ellos muchos internacionales. En la caótica retirada se encontraba André Marty[1], pistola en mano, implorando, amenazando y empujando a los soldados despistados hasta que logró convencer a algunos y, poco a poco, se detuvo la retirada y la mayoría de hombres logró cruzar el Ebro, salvándose. Pero las avanzadillas de Franco tomaron Vinaroz, aislando así la zona sur de Cataluña.
Precisamente en este momento tan crítico, en Moscú se desarrollaba el proceso contra Nikolai Bucharin y sus compañeros. Es posible que en el mismo momento que André Marty conseguía detener la retirada del ejército republicano, el viejo bolchevique Bucharin cayera abatido por las balas del piquete de ejecución en Moscú. No sería el último proceso contra supuestos enemigos del socialismo. Mientras, a dos mil kilómetros de distancia, yo estaba viviendo un extraño verano bajo la amenaza alemana hacia la república checoeslovaca.
Participaba en las manifestaciones anti alemanas de los checos que se oponían al partido alemán de Henlein, el paladín de Hitler, cantando el himno checo. No cabía duda de que el pueblo checo estaba dispuesto a defenderse. Faltaban cuatro meses para la Conferencia de Munich en la cual Chamberlain y Daladier entregarían el país a Hitler.
El 3 de mayo de 1938 volvieron a encontrase Hitler y Mussolini y el primero ofreció a su futuro aliado la renuncia al Tirol del sur, de etnia alemana, eliminando así el último obstáculo para la futura alianza, acordando su nueva estrategia.
Día tras día insistía para que el partido me facilitara la salida a España y a cada una de mis instancias se me respondía “pronto”, que era cuestión de días. Quizá la dirección dudaba a causa de la situación desesperada de los nuestros después de la retirada de Aragón, que amenazaba con quebrar la resistencia republicana. Pero el ejército popular se recuperó rápidamente; el 11 de mayo fueron nombrados los nuevos mandos del XV Cuerpo del ejército republicano reorganizado: Modesto, Líster, El Campesino, Tagüeña, López Iglesias y Sánchez Rodríguez fueron designados tenientes coroneles de las reconstituidas unidades del ejército popular, preparando la gran ofensiva del Ebro.
Momento desesperado para La República (Aragón, 1938). Generada por IA
Era un momento extremadamente crítico para la República pero Hemingway, que estaba con las tropas republicanas, escribe que “la moral de los republicanos no está quebrada y se sigue luchando”. En los archivos del ministerio de la guerra puede leerse que “los rojos han mantenido su voluntad de resistir”. La situación internacional ofrecía la oportunidad de que las democracias occidentales se aliasen con la Unión Soviética para contener la agresión de la Alemania hitleriana. En abril de 1938 podía cambiar el curso de la historia. A finales de junio, por fin, el partido me dio permiso para salir a España.
[1]André Marty. (Perpiñán 1886-Catllar de Conflent 1955). Dirigente comunista francés que participó en la Guerra Civil Española desde agosto de 1936. Participó en la organización de las Brigadas Internacionales siendo nombrado inspector general y como máximo responsable de formación en su base de Albacete.
El autor narra los cambios radicales en Austria tras la anexión nazi en 1938, la desaparición de las familias de clase medía judías y cómo los jóvenes, como Erich S., fueron reclutados por la Wehrmacht. Fue expulsado del ejército por las Leyes de Núremberg al tener un padre judío, y obligado a participar en la defensa alemana al final de la guerra.
El aspecto del país cambió bruscamente con la entrada del ejército alemán en Austria (el Anschluss) el día 13 de marzo de 1938; la policía empezó a vestir el uniforme alemán, los periódicos aparecieron con nuevas cabeceras, las calles y edificios recibieron nuevos nombres, se sustituyó el chelín austríaco por el marco alemán, estableciéndose el cambio a razón de 1:1’50; incluso cambiaron la moda, el acento y el estilo del arte. El país cambió de cara.
Sobra decir que, de golpe, desaparecieron los médicos, abogados, profesores, orfebres, comerciantes y demás preeminentes judíos cuyas familias vivían en Viena desde hacía siglos y eran parte integrante de la ciudadanía.
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Durante los primeros días de la ocupación alemana las autoridades impuestas por Berlín ordenaron la detención de unos quinientos funcionarios del derrocado régimen anterior así como del resto de conocidos enemigos de los nuevos amos del país. Fueron deportados al campo de concentración de Dachau de donde la mayoría no saldría hasta el fin de la guerra, siete años después. Entre los encarcelados se encontraba el señor Kurt von Schuschnigg, último canciller de Austria, que se había opuesto fervientemente al dictado de Hitler. Tras varios meses en diversas cárceles, Kurt von Schuschnigg consiguió ser liberado emigrando a los Estados Unidos.
El país pasó de ser un pequeño estado independiente y soberano a ser la provincia de un país más grande con pretensiones de potencia mundial. El orgullo de pertenecer a la gran Alemania tenía una consecuencia menos halagüeña, el servicio militar obligatorio. Mi generación, los nacidos entre 1915 y 1920, fuimos llamados a filas cuando ya se olía a guerra sólo veinte años después de la Primera Guerra Mundial en la que habían participado nuestros padres y que había dejado profundas huellas en el país.
Todos mis condiscípulos se vieron afectados. Faltaban ocho o diez meses para el comienzo de la guerra contra Polonia y la consiguiente declaración de guerra de las potencias occidentales. Como soldados de la Wehrmacht les tocó participar en las campañas de 1939 que culminarían, al cabo de casi cinco años de desastrosa guerra, en el infierno de Berlín, dejando medio continente en ruinas. Veamos qué suerte corrió uno de esos jóvenes.
Erich S., mi amigo de la infancia con quien durante varios cursos escolares padecí las perfidias del profesor Z., tuvo que cumplir su servicio militar recién acabado el bachillerato. En 1939 vistió el uniforme de la Wehrmacht como los demás, sin sentir remordimiento alguno por servir al ejército ocupante.
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En septiembre de 1939, cuando la Wehrmacht invadió Polonia, Erich fue tras el enemigo derrotado hasta que su unidad tropezó con el ejército soviético que ocupaba la parte oriental de Polonia a consecuencia del pacto de no agresión Molotov-Ribbentrop.
Detuvieron su avance hasta que en junio de 1941 Hitler ordenó la invasión de la Unión Soviética; al principio, la unidad de Erich cumplió dicha orden sin encontrar resistencia. En un verdadero blitz, durante los primeros meses invadieron un vasto territorio, haciendo centenares de miles de prisioneros soviéticos y controlando a un pueblo conquistado e indefenso. Sin embargo, poco a poco se formó un frente soviético capaz de ofrecer una tenaz resistencia, causando grandes pérdidas a sus enemigos.
Llegó el invierno de 1941 con sus fríos haciendo más ardua y fatigosa la vida de los soldados; cada pueblo, cada casa, debían ser tomados por asalto. Día a día Erich veía morir a sus compañeros. Los uniformes no eran adecuados para el invierno ruso y muchos soldados sufrieron congelaciones. Había acabado la fase de las victorias fáciles; aún se avanzaba pero pagando un alto precio.
Un día cayó en manos del joven soldado una orden en la que se detallaban las leyes de Núremberg de Pureza de Raza y sus consecuencias para la Wehrmacht. En ellas se explicaba con toda claridad que “los judíos no eran dignos de servir en la Wehrmacht” (wehrunwürdig); en un apéndice se añadía que dicha norma debía aplicarse también a personas de madre o padre judíos, los llamados Mischlinge (mestizos).
Erich se presentó a su teniente con ese papel en las manos, realizó el saludo reglamentario y le notificó que por ser su padre judío debía ser expulsado de la Wehrmacht.
Me contó este incidente varias veces y solía añadir que el oficial, sorprendido y sin saber cómo reaccionar, al principio no le creyó ya que le consideraba “un buen soldado”; pero una orden es una orden y no tuvo más remedio que transmitir el mensaje a sus superiores.
Quien encuentre un toque de humor en este relato olvida que por aquel entonces ser medio judío no era cosa de broma. Significaba, como mínimo, ser ciudadano de segunda categoría, recibir menores raciones, tener bloqueado el acceso a estudios y carreras estatales… los matrimonios interraciales estaban prohibidos.
La orden era clara y rigurosa: por ser de “sangre impura” tuvo que apartársele de la Wehrmacht y Erich recibió la orden de presentarse al mando correspondiente para recibir los documentos de su baja en el servicio militar.
Mientras él estaba a punto de volver a la vida civil quienes tenían “sangre pura” permanecieron en el ejército, siendo “dignos de morir por el Führer”. Para ellos la guerra continuó sin piedad.
No recuerdo que enchufe consiguió Erich en la retaguardia durante el resto de la guerra pero sé que al menos pasó esos dos años tranquilo.
Las autoridades nazis no sabían cómo manejar un asunto tan delicado. Para los hijos de madre aria no estaba prevista la deportación a los campos de concentración donde acabaron tarde o temprano todos los judíos. La única medida contemplada para tal categoría de ciudadanos de segunda categoría era la reducción del rancho, algo molesto pero no muy distinto a lo que hubiese recibido en el frente ruso.
Los últimos días de la guerra unos fanáticos nazis escogieron a unos viejos y otra gente que hasta entonces había escapado de las movilizaciones para que levantasen parapetos en el camino de los tanques soviéticos. Erich se encontraba entre ellos. Sin embargo, los tanques rusos siguieron adelante y aparecieron en las calles de Viena antes de que los héroes de última hora hubiesen empezado tan inútil empresa.
El autor narra los días previos al 13 de marzo, marcados por el plebiscito. Había simpatizantes nazis, y una leve mejora económica, pero una pobreza que seguían afectando a la población. Días antes el Ring reunió a miles de personas en defensa de la independencia lo cual preveía que el plebiscito saldría favorable.
No es difícil imaginar cual fue la reacción de Hitler, Goering y de su estado mayor en vista a su probable derrota en los comicios. Por más probable que fuese la derrota electoral era más que evidente que el SI suponía un gran menoscabo para los planes agresivos de Hitler y de su estado mayor. Los adversarios a la política agresiva de Hitler se fortalecerían en toda Europa, incluso en la propia Alemania. El mito de la invencibilidad del partido nazi se esfumaría.
Existen muchas teorías sobre qué curso habría tomado la historia si hubiese ganado el SI a la independencia. Se han hecho muchas conjeturas sobre qué hubiese pasado si el gobierno de Schuschnigg hubiese ordenado la resistencia a la invasión. Como testigo de tales acontecimientos me atrevo a decir que Austria se habría ahorrado los sacrificios de siete años de ocupación, de la guerra y de los bombardeos que sufrió al adherirse voluntariamente a la política expansionista de Hitler. Otro aspecto de la posible resistencia austríaca a la invasión de la Wehrmacht es que podía haber supuesto un cambio en la política de Inglaterra y Francia, incluso de la Unión Soviética, reforzando a las voces críticas con la agresividad alemana. Fui testigo de lo que realmente sucedió.
El día 11 comenzó con la salida a la calle de las organizaciones nazis con grandes batallones mandados por sus jefes; a la vez salieron gentes con sus banderas rojiblancas que también se dirigieron al centro. Aún no había nada decidido.
Al anochecer, que fue temprano, se inició el plan previsto por los nazis. Unos cuantos policías que, desde hacía varios meses estaban bajo el control del abogado Seyss-Inquat, hombre de confianza de Hitler, empezaron a ponerse brazaletes con la cruz gamada siendo seguidos por el resto de la policía al no existir medidas de neutralización. El efecto causado en los manifestantes fue desastroso, muchos no se atrevieron a seguir manifestándose.
Aquella noche estaba con mis compañeros de las Juventudes Comunistas y no estábamos dispuestos a ceder. Visitamos los centros del Frente Patriótico, la organización del partido del gobierno, implorando a los pocos funcionarios que permanecían en ellos que se opusiesen a los nazis, hablando con el pueblo por los altavoces y distribuyendo armas entre los que estaban dispuestos a oponerse a los invasores.
Pero la Viena de 1938 no era el Madrid de 1936. Los que el día anterior eran grandes patriotas nos aconsejaron volver a nuestras casas. Los pocos comunistas que aún estábamos resueltos a seguir, aunque cansados por las horas de marcha, acordamos reunirnos a la mañana siguiente. En el tren se apelotonaban muchos pasajeros y uno de ellos, bajito, sacó un diario y se puso a leer en voz alta y provocadora: “El presidente de la República acaba de aceptar la dimisión del canciller Schuschnigg, nombrando a Seyss-Inquat como sucesor. El nuevo canciller no ha tardado en llamar al ejército alemán para restablecer el orden” y agregó, tras un silencio: “No puede haber resistencia alguna contra las tropas que entran en el país”. Los pasajeros permanecieron en silencio al escuchar estas alarmantes noticias. Sólo un borracho balbuceaba: “Ahora van a saber lo que es bueno esos sinvergüenzas judíos”.
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Esa noche Austria se hundió. Los contrarios a la ocupación se quedaron en casa, intimidados; los nazis marcharon por las calles con paso militar cerrando el paso a quien no llevase una cruz gamada y no saludase ¡Heil Hitler!
Esta derrota nos pesó mucho más que las sufridas durante los años de lucha clandestina. Esta era total, implacable, definitiva.
Fue la última noche que pasé en casa de mis padres, despidiéndome de mi madre a la que no volvería a ver. Mi padre me instó a abandonar el país de inmediato, previendo la persecución que me esperaba. La mañana siguiente, el día 12 de marzo, crucé la frontera de Checoeslovaquia, entonces todavía un país libre y democrático, por un camino de contrabandistas, resuelto a seguir rumbo a España para continuar allí la lucha contra el enemigo común.
El autor narra los días previos al 13 de marzo, marcados por el plebiscito. Había simpatizantes nazis, y una leve mejora económica, pero una pobreza que seguían afectando a la población. Días antes el Ring reunió a miles de personas en defensa de la independencia lo cual preveía que el plebiscito saldría favorable.
Faltaban pocos días para el 13 de marzo. No puedo decir con certeza cuál hubiese sido el resultado del plebiscito pero es indudable que incluso la mayoría de simpatizantes de los nazis no eran partidarios de entregar el país incondicionalmente, liquidando su independencia y sacrificando su historia milenaria.
Los meses anteriores se había experimentado una ligera mejoría en la economía del país aunque no bastaba para aliviar los apuros de la gente. Aún había un cuarto de millón de personas sin trabajo, decenas de miles de jóvenes vagaban por los parques frecuentando centros y hogares de asistencia donde se les socorría.
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Los tres últimos días fueron de gran apuro. El 10 de marzo hubo una manifestación en el Ring bajo el lema de la independencia del país. Tras años de represión, miles de obreros salieron a la calle con sus banderas rojas junto a asociaciones patrióticas y a ciudadanos que, simplemente, se negaban a aceptar la deroga. Las crónicas hablan de cien mil manifestantes; hallándome entre ellos me parecían suficientes para expresar la voluntad del pueblo de defender a su patria. Parecía obvio que el resultado del plebiscito del domingo sería favorable a la independencia.