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    UN LARGO VIAJE A TRAVÉS DEL REVUELTO SIGLO XX, del Brigadista Internacional Austríaco Gerhard Hoffmann. – 33. NICARAGUA, NICARAGUA, UN DIARIO DE LLUVIAS TROPICALES Y CONSTRUCCIÓN DE CASAS

    El autor relata sus experiencias en Managua (Nicaragua, 1987), donde comienza una nueva vida y encuentra una nueva patria. Destaca la pobreza y la devastación tras el terremoto de 1972 que compara con las del 1945 de Berlín y Viena. Al igual que la solidaridad con la Guerra Civil.

    Managua, 25 de octubre de 1987

    Cuando empieza el día en la capital nicaragüense, a las seis de la madrugada, se moviliza un mundo tal de vendedores que uno se pregunta ¿quién queda para comprar sus mercancías? Viejos y niños buscan comida entre los desperdicios, las mujeres piden limosna con los bebés en brazos. En el centro de la ciudad hay docenas de casas derruidas por el terremoto de Navidad de 1972, se han esfumado los fondos aportados por el mundo para subsanar los daños. Me recuerda Berlín o Viena en 1945 ¡la bien conocida miseria que acompaña a la guerra! Qué bien recordamos nuestras ciudades en los años de posguerra. Caminando por las calles se me acerca un viejo, no pide nada, sólo me mira y casi sin abrir la boca susurra: “we are hungry” (tenemos hambre).

    Imagen Generada por IA a través de este capítulo

    Entre estas tristes escenas se mueven docenas de jóvenes de piel muy blanca, con el pelo rubio moviéndose con la leve brisa tropical. Los brigadistas procedentes de todos los continentes se mueven algo perdidos en ese ambiente, dispuestos a aportar su ayuda de la forma que sea.

    Confían en el porvenir de la Nicaragua sandinista [1]. Estos muchachos y muchachas, con sus mochilas a la espalda, han trabajado un año, han ahorrado los dólares, marcos, libras esterlinas y pesetas para sacar este añorado billete para coger el vuelo de Managua y pasar sus vacaciones trabajando en una empresa que no les reporta ningún beneficio material.

    Permítaseme recordar que en este desdichado siglo son dos los acontecimientos que han movilizado al mundo en un movimiento de solidaridad colectiva: la Guerra de España y la Revolución Sandinista de Nicaragua.


    [1] La historia de Nicaragua desde la Revolución Sandinista ha sido marcada por la lucha por el poder, las reformas sociales, la guerra civil, la transición a la democracia y, en los últimos años, por una creciente polarización política y una crisis económica.

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    UN LARGO VIAJE A TRAVÉS DEL REVUELTO SIGLO XX, del Brigadista Internacional Austríaco Gerhard Hoffmann – 32. ALEMANIA 1945. Una pesadilla imborrable

    El autor relata su experiencia en Alemania tras la Segunda Guerra Mundial en sus tareas con el ejército americano. Ve en Alemania, “país vencido y ocupado”, una población aturdida en las estaciones del tren, los horrores de la guerra, así como los últimos crímenes de las SS.

    Con fecha de 8 de junio de 1944 anoté en mi diario:

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    “El tercer día de la gran batalla en Normandía, el enorme matadero humano. La guerra está en la fase final y me instan a coger las armas ¿Contra quién? ¿Contra esos muchachos alemanes que desean que acabe la guerra? ¿Para quién? ¿Para esos jóvenes venidos del Nuevo Mundo y de Inglaterra que también aspiran a que vuelva a reinar la paz? Dentro de poco Alemania será vencida y ocupada; sabemos de sobra lo que significa una guerra perdida: miseria, hambre, desesperación. Habrá tratados de paz bajo el dictado de los implacables vencedores, nuevas fronteras, contribuciones, ocupación militar, los supervivientes se refugiaran en barracas al lado de sus casas en ruinas. La soberbia de los años de victoria será duramente castigada ¿Quién se acordará del afable corazón que palpita bajo el uniforme gris? A su madre no le preocupa ni gloria, ni honor, ni la grandeza de la nación. Oigo los discursos de los políticos guiando a los abatidos por esa triste vida de posguerra”.

    Sesenta y cinco años después de que Alemania se hundiese en un mar de sangre, escombros y miseria, redescubrí unas fotos que había tomado entonces de las horrorosas escenas que presenciaba durante mi servicio en el ejército de los Estados Unidos.

    Mi paso por aquella Alemania en ruinas, vencida, hambrienta y acobardada, en febrero y marzo de 1945, no se asemeja en nada a la de mis visitas posteriores a la Alemania recuperada.

    Por una serie de coincidencias y sucesos me vi llevando el uniforme del ejército americano, alistado como súbdito español y con una documentación falsa que me habían proporcionado en la Francia ocupada. Habían transcurrido siete años desde mi salida de Austria y poco más de cinco de la derrota de Francia y su humillante ocupación por la Wehrmacht. Como es lógico los sentimientos de los vencedores hacia los perdedores no eran benévolos.

    Al entrar en Aquisgrán, el jeep de nuestra unidad del ejército norteamericano tuvo que serpentear entre cráteres dejados por las bombas recién caídas sobre la ciudad, apenas nivelados con gravilla; veíamos edificio derrumbados a lo largo de las carreteras, los tranvías convertidos en chatarra y los raíles retorcidos y levantados. Ni un edificio había escapado de las bombas. Estaba anocheciendo, las calles desiertas, no se veía señal de vida alguna ¿dónde vivían los moradores de esta ciudad? nos preguntábamos.

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    Los cinco ocupantes del jeep estábamos callados, pensando “Aquí está enterrada Aquisgrán”. En el tercer piso de una casa se vislumbraba una débil luz tras una ventana sin cristales, con un paño colgando en su lugar. La casa permanecía en pie pero con varios huecos causados por el bombardeo y con los cristales de las ventanas rotos; reinaba una tenebrosa calma.

    Se nos asignó un hotel de lujo como cuartel, pero era un edificio sin techo y para entrar tuvimos que mover una ametralladora y el cuerpo del soldado que había muerto usándola.

    Había vivido varias derrotas militares: la de la Austria ocupada por la Wehrmacht en marzo de 1938, la de la República española en marzo de 1939, la de la Francia vencida en 1940; cada una de ellas dejando tras de sí un sinfín de miseria humana. Pero esta no se parecía a ninguna de ellas, parecía la respuesta a la Guerra Total de Josef Goebbels: “el derrumbe total”. En aquel momento me parecía que el descalabro se había consumado.

    En una plaza se reunieron varias personas ante un comunicado del alto mando del ejército norteamericano firmado por el comandante en jefe, general Dwight Eisenhower, en el cual no se dejaban dudas sobre las intenciones de los vencedores: Alemania era declarada “país vencido y ocupado”. La prensa americana exhortaba a las autoridades de ocupación aliadas a utilizar un lenguaje sin miramientos.

    Se ordenaba entregar las armas, los aparatos fotográficos, las radios… prohibiéndose salir a la calle después de anochecer. Los ciudadanos lo leían atentos y silenciosos. El documento estaba escrito en un alemán corriente pero con un estilo diferente al acostumbrado, el tono y los términos eran nuevos, no eran los que utilizaban las autoridades del Reich. Al poco rato la gente se dispersó sin comentarios, en calma y disciplinadamente, como suelen hacer con las cosas oficiales.

    A nosotros, que formábamos parte del ejército americano, se nos prohibía cualquier contacto con la población civil, la famosa “non fraternization”. Corrían rumores de soldados aliados estrangulados de noche por fanáticos seguidores de Adolf Hitler, sobre francotiradores y sobre pozos envenenados y otros sucesos alarmantes.

    Sin embargo me tentaba aprovechar la oportunidad de hablar mi lengua materna, así que decidí ir a ver a un relojero que ofrecía sus servicios mediante un papelito pegado sobre un tablón. Antes de ir a verle, como precaución, encargué a un compañero que avisara a la Military Police en caso de que no volviese en el plazo de una hora.

    La familia del relojero vivía en una casa medio derruida; estaban reunidos alrededor de una mesa en la cocina. Eran gente modesta, me saludaron gentilmente declarándose felices de que hubiese terminado el aquelarre de la guerra. Según decía, el relojero era un viejo socialdemócrata. La mujer me ofreció una taza de café, ersatz[1] lógicamente, y el relojero arregló mi reloj sin pedir dinero a cambio (los Reichsmark  ya no valían y aún no circulaba la nueva moneda de los vencedores). Sobra decir que regresé sano y salvo al cuartel.

    En la cantina militar de los americanos se comía abundantemente (ese había sido el motivo principal para alistarnos) y los niños alemanes hacían cola para ver si les tocaba algún desperdicio dejado por los soldados. Los GI –Government Issu (propiedad del gobierno, según expresión utilizada por el personal militar) desconocían el hambre y no prestaban mucha atención a esos niños necesitados. Uno de los soldados tiró su ración a la basura casi sin tocarla, a la vista de los niños que observaban con ojos hambrientos como comían los soldados americanos. Por cierto, este fue un caso excepcional, generalmente los soldados eran más bien generosos.

    Relaciones Y Comunicados A Los Alemanes. Generada por IA

    Otra vivencia de aquellos días digna de ser narrada:

    Un día llegó a la estación uno de esos largos trenes militares con su guardia, compuesta por soldados puertorriqueños. Al enterarme de que hablaban español les invité a tomar algo en nuestra cantina, algo normal con el personal de paso, pero el cantinero se puso bravo y les prohibió entrar por tener la piel oscura. Protesté, llamé a nuestro oficial, pero todo fue en vano, de nada me sirvió hacer valer nuestra lucha contra el racismo nazi. “Tiene usted razón pero así es  nuestra sociedad” me dijo.

    Compré una moto BMW. Al vendérmela el dueño manifestó: “Nosotros nunca más volveremos a tener gasolina para ir en moto…” y yo corría por las maravillosas autopistas casi vacías, orgullo de la Gross-deutschland[2], donde sólo encontré esporádicamente algún jeep americano.

    Berlin Arrasada. La Mayor devastación de toda la guerra.

    Esto pasaba a principios de abril de 1945, pocos días antes de la derrota oficial; Hitler aún no se había suicidado, la Wehrmacht resistía en Berlín, millones de personas desplazadas de todas las nacionalidades, mayoritariamente alemanes, pululaban por las ciudades reducidas a escombros en busca de un lugar donde seguir viviendo, aunque fuese sólo con un pedazo de pan para comer y una manta para cubrirse contra las inclemencias del tiempo primaveral.

    En la parte oriental del país, aún no alcanzada por las tropas aliadas y bajo rígido control nazi, aquel mes de abril de 1945 tenían lugar los crímenes más horrorosos del régimen nacionalsocialista. Las SS arrastraban largas escoltas de miles de esqueletos humanos de un campo de concentración a otro, matando salvajemente a quien caía a lo largo del calvario sin fuerza para seguir adelante. Eran judíos, rusos, gitanos, pero también gente de otras nacionalidades, entre ellos no pocos republicanos españoles. Los que no murieron en ese infernal desfile fueron liberados pocos días después. Pero no pocos de los supervivientes murieron al no poder digerir lo que les dieron de comer sus libertadores.

    El Último Aquelarre De Las SS En El Berlin Oriental. Imagen Generada por IA

    El aquelarre alemán apenas dejaba esperanzas para un futuro en paz en Europa.

    Ese mes de abril de 1945 resonó el trueno de los cañones desde la otra orilla del Rin ¿A quién se le ocurrió dispararlos en una situación tan desesperada? Pero el puente siguió en pie, el famoso Puente Adolf Hitler, último obstáculo para el avance aliado. Se preveía que lo volarían en cuanto las últimas tropas alemanas hubiesen cruzado al otro lado pero no sucedía nada y el puente quedó intacto. Al pasarlo, los soldados abandonaban las bicicletas que se habían apropiado para facilitar la fuga y que se amontonaban en la orilla del rio.

    Imagen Generada por IA

    El 12 de abril se nos convocó a un acto patriótico desconocido hasta el momento: formar frente a la bandera americana en honor del presidente Rooselvet que acababa de morir. Parecía que había aguantado hasta cumplir su tarea. Rompimos filas quedando pensativos: ¿Qué tipo de presidente nos tocará ahora al comenzar la era de la paz?

    En plena calle una rubia nos invitó discretamente a seguirla. Olvidamos las advertencias de los oficiales, los GI estrangulados, los pozos envenenados… y la chica nos guió hasta un edificio medio hundido, subimos una escalera apenas transitable y entramos en una sala más bien acogedora donde había tres muchachas reunidas; nos sirvieron vino y galletas sin pedirnos nada a cambio. Eran chicas curiosas por saber cómo éramos los americanos, nada más.

    En la estación de ferrocarril se había desescombrado una sola vía a través de un montón de hierros torcidos y de los despojos causados por los bombardeos. Por allí pasaban los largos trenes con armamento y las mercancías para los ejércitos aliados que nuestra unidad se encargaba de distribuir a sus respectivos destinos.

    Entre tanques y cañones, apretados entre enormes cajas de contenido desconocido y mercancías militares de toda clase, se apiñaban miles de personas que huían, esta vez la mayoría eran alemanes. Con cada tren llegaban centenares de refugiados y los GI escogían chicas jóvenes y les ofrecían chocolate con la esperanza de poder pasar un rato con ellas. No eran pocas las que aceptaban ya que no tenían nada que perder, tenían hambre y no sabían dónde pasar la noche (¿dónde la pasarían los soldados?) ni dónde ir para huir del avance soviético.

    Una chica rubia de unos diecisiete años me contó que, tras perder a los suyos en la huida, fue hospedada por un hombre vestido con un extraño pijama –era un prisionero recién liberado de un campo de concentración- que le pidió algo que ella no comprendía; parece ser que él tampoco comprendió la reacción de la chica. Finalmente buscó otro lugar hasta que la coloqué en uno de los trenes que salían hacia occidente.

    Una anciana bien vestida con una niña de unos seis o siete años estaba sentada sobre sus maletas en medio de la estación, obviamente desorientada y sin saber qué hacer.

    Imágenes Generadas por IA

    Había soldados mutilados vistiendo el uniforme de la Wehrmacht, así como personal que se había alejado de su formación militar por cualquier motivo. Había quien iba a reunirse con su familia y otros muchos que no sabían dónde habían ido los suyos al acercarse los rusos. Uno vestido con el uniforme gris de la Wehrmacht aseguraba ser medio judío, sentirse muy alemán y haber ido a la guerra con entusiasmo.

    Otros vestían su especie de pijama, recién liberados de un campo de concentración; ninguno de ellos estaba dispuesto a revelar sus vivencias.

    Había trenes con prisioneros de guerra rusos liberados, camino de su patria, con grandes carteles de Stalin adornando los vagones, cantando canciones de guerra, riendo y bailando, felices de regresar a su patria, esperando una calurosa acogida de su pueblo por haber escapado de las vejaciones del enemigo.

    Y otros trenes, con vagones de ganado llenos de soldados alemanes que acababan de ser hechos prisioneros, camino de uno de los campos instalados por los aliados. En la espalda de sus uniformes se había marcado con tinta imborrable “PW, Prisoner of War”. En medio de ese caos estaban los afortunados que sobrevivieron en sus propias casas, aunque tenían cortadas las fuentes de aprovisionamiento, sin luz, ni agua, ni calefacción y con los hijos caídos o prisioneros en tierras lejanas.

    En .los apuntes que guardo de aquellos meses encuentro esta frase:

    “Alemania vencida ¿Cuántas generaciones pasarán hasta que este pueblo vuelva a recuperar la normalidad? En vista de la miseria y del caos estamos convencidos de que serán muchas”


    [1] Sucedáneo

    [2] Gran Alemania

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    UN LARGO VIAJE A TRAVÉS DEL REVUELTO SIGLO XX, del Brigadista Internacional Austríaco Gerhard Hoffmann – 31. BRUSELAS HORA CERO

    El autor describe la liberación y celebración de Bruselas, tras su viaje desde Vierzon a París, sus experiencias laborales con las tropas inglesas y americanas hacia Alemania, y conocer el drama que las SS fue quien deportó a su madre al campo de Auschwitz poco antes de su liberación.

    El viaje desde el recién liberado Vierzon hasta París no resultaba nada fácil, a través de un territorio donde reinaba una mezcla de anarquía y delirio de redescubierta libertad, típica de las revoluciones triunfantes: se requería un laissez-passer, un permiso especial para el tren y, desde luego, un tren que funcionase. Llegué a un París recién liberado con las huellas de los combates todavía presentes como, por ejemplo, la huella de un cuerpo humano marcada en el suelo con piedrecitas y un papel en el que una hija señalaba donde había muerto su padre, caído durante las refriegas de la retirada de la Wehrmacht.

    Me hospedaron en el cuartel de una unidad de resistencia española dándome un papelito que me autorizaba a circular fuera de París y que falsifiqué para dirigirme a Bruselas. Llegué a Tourcoing en la frontera de Bélgica, los guardias franceses me pidieron el pasaporte dejándome pasar a condición de no volver jamás a Francia; sus colegas belgas ni siquiera me miraron, así que entré en Bélgica el mismo día que cambiaba la moneda de la ocupación por una  nueva nacional, por lo que cada ciudadano podía cambiar doscientos francos belgas por la nueva moneda. Subí a un camión en dirección a Bruselas donde llegué sin tener ni un céntimo para el tranvía. Conmovido por mi deseo de ver a mi madre tras años de separación forzosa, alguien me pagó el billete y, por fin, me encontré ante la puerta de aquella exigua casa del barrio bruselense de Uccle, la única dirección que conocía.

    Sesenta años después del día que llamé a aquella puerta aún se me encoge el corazón al recordarlo. Se entreabrió la puerta y apareció una rubia y corpulenta señora a la que anuncié mi nombre preguntándole por Madame Hoffmann. La rubia me miró con los ojos abiertos de par en par, repitió mecánicamente “Madame Hoffmann” y cerró la puerta. Tardó un rato hasta que, acompañada por su marido, volvió a abrir y me soltó la noticia de que Madame Hoffmann había sido detenida por las SS y llevada al campo de Malinas[1].

    Madre de Gerhard Hoffman enviada al Campo de Tránsito de Malinas y después a Auschwitz. Generada por IA.

    En septiembre de 1944 ya se sabía que durante la ocupación alemana desde el campo de Malinas solían deportar a los grupos de infelices rumbo a destinos desconocidos en el este. El grupo de mi madre salió el 14 de mayo, era el transporte número veinticuatro, el último antes de la liberación. Sus huellas se pierden en dirección a Auschwitz.

    Ya había muchos indicios de lo que sucedía en los campos del este de Europa pero hasta la caída del Reich no se conoció enteramente la cruel realidad de lo que ahora llamamos Holocausto. Los parientes de los deportados aún podían esperar que los suyos regresasen vivos.

    Hoffmann carpintero. Imagen genedara por IA

    El primer invierno después de le liberación se pasó mal: hambre, frío, tiendas sin mercancías, la miseria que había conocido en la Viena de mi infancia y de la España de los últimos meses de la guerra. Encontré trabajo de carpintero en un taller del ejército inglés donde se montaban los vehículos para el avance de los Aliados en la conquista de Alemania.

    Hoffmann Cabo Primero del ejército de EEUU. Generada por IA

    Buscando un trabajo mejor remunerado me dieron un papelito rojo para presentarme en la oficina de empleo del ejército de Estados Unidos. Me presenté y me aceptaron, embarcándome de inmediato en un jeep hasta su base en Verdún para incorporarme como “private first class” (cabo de primera) en el glorioso US Army, me equiparon con un elegante uniforme que incluía un “helmet liner” (casco forrado). La mañana siguiente salimos hacia Alemania a una guerra que aún duraría cuatro meses más.


    [1] Campo de tránsito de Malinas. Entre 1942 y 1944 los barracones del cuartel Dossin de Malinas (Mechelen), en Flandes, fueron utilizados por los nazis como campo de tránsito por el que pasaron más de 25.000 judíos y gitanos belgas y del norte de Francia antes de ser deportados a Auschwitz-Birkenau. El 95 % de los deportados no sobrevivieron. Después de la liberación del campo, el 5 de septiembre de 1944, sus instalaciones funcionaron como campo de internamiento para nazis y colaboracionistas.

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    UN LARGO VIAJE A TRAVÉS DEL REVUELTO SIGLO XX, del Brigadista Internacional Austríaco Gerhard Hoffmann – 30, LIBERTÉ, LIBERTÉ, CHÉRIE

    El autor celebra la liberación de la ocupación alemana de Francia por los aliados y de Austria por el Ejército Rojo, momento de alegría y esperanza: la retirada y derrota alemana, el anticipo de los maquisards…
    Y explica las desesperanzas de los republicanos españoles: intentos fallidos como la Operación “Reconquista”, y el envejecimiento de los exiliados hasta que regresaron tras Franco.
    El protagonista pasa por Bruselas y descubre que su madre se deportó a Auschwitz. Regresó a Viena.

    Se fueron las SS pero quedaron los de la Wehrmacht. Hacía días que se sabía que los Aliados se estaban acercando pero los alemanes no eran capaces de organizar la evacuación del complejo aparato de ocupación con la rapidez debida.

    Me despedí de dos de los jóvenes reclutas austríacos del grupo de la letrina que se fueron con la tropa. Ni se plantearon desertar ya que se arriesgaban a que los cogieran los guerrilleros franceses. Vestían el uniforme enemigo y estábamos en guerra.

    Una calurosa noche de agosto empezó un tiroteo entre los maquisards que empezaban a entrar en la ciudad y alguna patrulla alemana en retirada. Mientras los alemanes se marchaban iban llegando más y más guerrilleros reunidos en los bosques vecinos los días anteriores.

    También salían a las calles muchos vecinos que días atrás apenas oteaban tras las cortinas. Ahora, cuando la Liberación estaba a punto de consumarse, todos deseaban haber pertenecido a la Resistencia. Se trataba de ocupar las posiciones clave antes de que los miembros de la vieja burocracia se apoderasen de ellas.

    Unas desgraciadas muchachas que habían mantenido relaciones con militares alemanes fueron arrastradas al balcón de la prefectura. Entre el júbilo de la plebe se les cortó el pelo al rape. ¡Mueran los traidores! ¡Viva la libertad!

    Cuando Romorantin despertó aquella mañana, la ciudad era libre ¡Libre! ¡Libre! Tras cuatro años de ocupación alemana por fin desaparecía la Kommandantura, se iban la Gestapo y las SS, no quedaban altivos oficiales con el odioso uniforme gris, se acabaron las levas forzosas, el enemigo ya no se llevaría las cosechas. Empezaba una nueva vida.

    París fue liberado pocos días después, los tanques aliados tripulados por republicanos españoles y bautizados con los nombres Jarama, Guadalajara y Belchite entraron en la ciudad ante el júbilo del pueblo.

    Pero en España, Franco siguió en el poder a pesar de que todo el mundo esperaba que, una vez vencidos sus protectores, el régimen franquista estaba destinado a desaparecer.

    Mis amigos republicanos se reunieron impacientes por volver  a su tierra. Todos los que vivían en la región se marcharon a Vierzon a la espera de órdenes.

    Pero en mayo de 1944, en un discurso en el Parlamento, el británico Winston Churchill ya se había declarado a favor de Franco al demostrar su agradecimiento por haberse mantenido neutral. También había emisarios del presidente Rooselvelt en tratos con Franco para asegurarse posiciones estratégicas en España ante la Guerra Fría que se avecinaba. Durante el otoño de 1944 nos convenceríamos de que los vencedores de la guerra no iban a mover un dedo contra Franco. Para derrocar la dictadura habría que hacerlo con las armas.

    Empezamos a hablar de “Reconquista” y los republicanos refugiados en Francia se prepararon para esta lucha. Algunos pasaron la frontera con las armas que habían arrebatado a los alemanes pero la mayoría de ellos acabó cayendo en manos de la Guardia Civil. Unos pocos consiguieron permanecer escondidos en las sierras pero en 1950 hubo que reconocer que la “Reconquista”  había fracasado.

    Por lo que a mí respecta, volvía a encontrarme en la disyuntiva entre los dos países que consideraba mi patria. En el periodo de octubre a diciembre de 1944 los angloamericanos estaban en la orilla del Rin y los rusos ante Berlín. En diciembre fracasó la última ofensiva desesperada de von Rundstedt[1] en las Ardenas belgas y pensé que la liberación de Austria ya no podía tardar. En consecuencia, me encontré en el deber de estar preparado para regresar a mi país.

    Tuvimos que despedirnos; mientras mis amigos partían rumbo al sur, yo fui en dirección a Bruselas donde esperaba encontrar a mi pobre madre que había sufrido cinco años de miserable vida de refugiada bajo la permanente amenaza de ser deportada a algún campo del este.

    En Bruselas recibí la cruel noticia de que mi madre había sido detenida y deportada a Auschwitz poco antes de la entrada de los Aliados. Sus huellas se perdían en un tren que se movía en dirección al este.

    Tuve que esperar seis meses más para regresar a mi tierra, cuando el Ejército Rojo entró en mi Viena liberada y reducida a escombros.

    Desfile de tropas soviéticas por Viena en 1945

    Los españoles se reunieron resueltos a emprender el camino de regreso a su ansiada patria. Mis compañeros se movían lentamente hacia los Pirineos. En aquel verano de 1944 todos anticipábamos el inminente final de la guerra. Nadie dudaba que para los españoles significaba el fin de la dictadura franquista y el regreso de los exiliados.

    Para mí se abría el camino hacia mi propio país liberado, por lo menos así lo creía. Y emprendí camino hacia el norte. Mis amigos españoles y yo quedamos decepcionados: Austria tuvo que esperar ocho meses, ocho largos meses de guerra total que dejó ciudades en ruinas y costó miles de vidas humanas.

    Eisenhower Da Alas A Franco Con Su Visita Años más Tarde

    ¡Y España? Franco siguió en el poder otros largos treinta años. Los jóvenes exiliados que se habían acercado a la frontera en agosto y septiembre de 1944 serían ancianos cuando por fin pudieron entrar en la deseada patria.

    Decidí viajar a París y a Bruselas para reunirme con mi madre y continuar hasta mi país en espera de su liberación.


    [1] Karl Rudolf Gerd von Runsdtedt (Aschersleben, 1875 – Hannover, 1953) Militar alemán que aplastó la resistencia del gobierno socialdemócrata de Prusia cuando éste no aceptó la disolución ordenada por Von Papen. Descontento con el nazismo, se retiró en 1938, pero Hitler le confió el mando de cuerpos de tropas que invadieron Polonia y Francia. Participó en la invasión de Rusia, al mando de los ejércitos del sur, que ocuparon Kiev, pero se opuso a la ofensiva de invierno y volvió a presentar la dimisión. Meses más tarde, Hitler le confió el mando del frente del oeste en Francia, que asumió hasta 1944. No pudo impedir el desembarco aliado de Normandía, por lo que fue sustituido por Kluge. Hitler le encargó dirigir la última ofensiva en las Ardenas, en la que fracasó. Hecho prisionero por los británicos fue internado en Nuremberg, Londres y Hamburgo y liberado en 1949 debido a su estado de salud.

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    UN LARGO VIAJE A TRAVÉS DEL REVUELTO SIGLO XX, del Brigadista Internacional Austríaco Gerhard Hoffmann – 29. VIVIR EN TIEMPO DE LOS CAÑONES

    El texto describe la vida en Francia durante la ocupación alemana: Normandía, la Resistencia, relaciones con soldados alemanes, su novia catalana, y los días previos a la Liberación en 1944.

    El 6 de junio de 1944 los ejércitos aliados llegaron a las costas francesas con once mil aviones y cinco mil barcos. A una distancia que hoy se recorre en menos de dos horas se desplegó la mayor batalla de la historia militar. La Muralla del Atlántico[1], construida con el sudor de centenares de miles de trabajadores forzosos, la mayoría republicanos españoles, comenzó a tambalearse hasta que se quebró a los pocos días.

    En el curso de un mes se tomó Cherbourg, después Caen y, a finales de junio, Rouen. El camino a París quedaba libre. En julio las divisiones alemanas iniciaron la retirada que se convirtió en huida a principios de agosto. Los ejércitos aliados avanzaban hacia París.

    En la idílica ciudad donde vivía entonces aún no se oía el estruendo de los cañones. Se sabía que habían llegado los aliados pero desconocíamos los detalles de los movimientos de las tropas.

    El duro régimen de los ocupantes alemanes continuaba con el riguroso  control de la Gestapo y la Feldgendarmerie y con el gris de los uniformes de la Wehrmacht mezclándose con los transeúntes. La población civil seguía sufriendo las acostumbradas penurias mientras se celebraban suntuosos festines en el Soldatenheim.

    Sin embargo se intuía el olor de la Liberación. Las autoridades francesas ya no cumplían con todo su empeño las órdenes recibidas de la Kommandantura y los gendarmes se abstenían de proceder con rigor contra los maquisards.

    Los miembros de la Resistencia vivíamos nuestro propio romanticismo que consistía en soñar asaltos y voladuras de posiciones enemigas, acciones para obstaculizar la retirada de las tropas alemanas. Mi trabajo antinazi consistía en aprovechar mi dominio del alemán para contactar con soldados alemanes intentando convencerles de que la guerra estaba perdida. A tal fin me había infiltrado como carpintero en el cuartel alemán.

    Pretendía balbucear algo de alemán fingiendo buscar palabras mientras las deformaba. Tuve que pasar por la Oficina de Trabajo alemana donde el oficial quiso mandarme a trabajar a Alemania pero la muchacha que allí servía escribió en el papelito “de carpintero al cuartel” y el borrachín del suboficial lo firmó.

    En aquella Francia en vísperas de la Liberación todos simpatizaban con la Resistencia aunque sólo fuese con chistes anti alemanes cuchicheados entre amigos. Incluso el vice prefecto demostraba su patriotismo extendiendo papeles falsos a los resistentes amenazados por la Gestapo; así es como obtuve mi documentación de “ciudadano español nacido en Zaragoza” que me facilitaba la entrada en el cuartel alemán para realizar el trabajo antinazi.

    En mi nuevo puesto de trabajo presencié las malicias a las que los oficiales sádicos sometían a los pobres muchachos recién quintados. A algunos de ellos les oí hablar en el dialecto de mi tierra, esa lengua que suena mucho más suave que el alemán del norte. Solían juntarse en las letrinas, frente a mi taller, para disfrutar de un momento de descanso y les escuchaba quejarse del maltrato que sufrían.

    Un día ya no pude contener más mi emoción y les dirigí unas palabras consoladoras en puro vienés ¡Menuda sorpresa, el carpintero español les consolaba en su propio dialecto! En realidad era un descuido imperdonable; si uno de los reclutas me hubiese denunciado habría acabado en los calabozos de la Gestapo. Pero lo que sucedió es que la letrina acabó convirtiéndose en el centro clandestino de nostalgia de la lejana patria.

    Años después, cuando regresé a mi país, me encontré con algunos de los amigos de la infancia que habían servido en el ejército alemán y nos preguntábamos cómo se hubiesen comportado de haberse cruzado nuestros caminos en la Francia ocupada. Aseguraban que nos hubiésemos abrazado felices de reencontrarnos. Lo dudo ¿Quién arriesgaría su vida para saludar a un amigo que, según las leyes vigentes, debía ser considerado un traidor?

    Por mi parte, el dilema es que esos soldados con uniforme alemán hubiesen sido mis enemigos y mi deber era matarles en caso de enfrentamiento; pero les tenia simpatía ya que eran compañeros míos, obligados a servir a los nazis  (algunos a regañadientes).

    Aun estábamos bajo el régimen de la Kommandantura de la Wehrmacht y podía aparecer un destacamento de las SS en cualquier momento, aunque el final ya se percibía cercano. Los magistrados franceses ya no cumplían las órdenes como antes. ¿Quién quiere aparecer como “collaborateur” en vísperas de un cambio de escenario?

    En agosto de 1944 nuestra vida cotidiana era cada vez más difícil. Mi miserable salario no alcanzaba para las compras cotidianas y menos aún para las del mercado negro. Con mi novia catalana, hija de refugiados republicanos, los domingos recorríamos durante largas horas las bellas campiñas de la Solange en busca de algo con que calmar el hambre y, a veces, cambiábamos una manta o un trozo de jabón por un pedacito de queso de cabra que luego repartíamos con el resto de la familia.

     A principios de agosto se empezó a oír, aunque todavía a lo lejos, el trueno de los cañones, mientras nosotros gozábamos de nuestro idilio ¿Qué importancia tenían las adversidades cotidianas si íbamos a vencerlas con nuestra joven confianza? No cabía duda alguna.

    Me movía entre la colonia de republicanos españoles que conocían mi verdadera identidad de austríaco pero me consideraban uno de ellos.

    Mi novia era hija de un funcionario sindicalista que fue asesinado por falangistas a la entrada de los vencedores en el pueblo, en febrero de 1939. La madre cogió a los tres hijos y se sumó a la avalancha de casi medio millón de fugitivos que cruzaron la frontera en busca de refugio en Francia. Mi novia era la mayor, había otra hija de diecisiete años y un hermano de doce. Como tantas madres españoles, Mercedes se encontró en un país cuyo idioma desconocía, sin recursos y dependiendo de los escasos subsidios que daban las autoridades francesas.

    Yo tenía mi cuartito en una casa vecina. Los Servats me acogieron como miembro de la familia y pasaba mi tiempo libre con ellos. En la familia se hablaba en catalán, que empecé a comprender paulatinamente, mientras que conmigo conversaban en castellano

    El 22 de julio de 1944 llegaron las primeras noticias del atentado contra Adolf Hitler. Opinamos que era la señal para que el pueblo alemán se deshiciera del régimen que obviamente les estaba arrastrando hacia el peor desastre de su historia.

    Aquel verano de 1944 ¿quién podía pensar que la locura duraría nueve meses más? Ese lindo agosto nadie sospechaba que docenas de magnificas ciudades alemanas se convertirían en escombros hasta que rusos y americanos se abrazaran entre las ruinas de Berlín.

    A la espera de esa paz tan soñada escribí en mi diario la nota siguiente:

    “Más allá de los Alpes ha llegado el gran momento, la gran transformación ¡Otra guerra perdida! ¿Cuántos mutilados mendigaran por las calles esperando que se compadezcan de ellos quienes esta vez han resultado ilesos?

    Estos eran los recuerdos de mi infancia en un país vencido y desesperado después de la guerra de 1914.

    En mi taller ya no se trataba de construir ridículos tanques simulados de madera. Los dos carpinteros fabricábamos maletas de madera para los oficiales. Para que sus botines se quedasen en Francia fijamos los fondos de esas maletas con sólo tres clavos.

    Un día volvía del trabajo como de costumbre a casa de mi novia llevando provisiones para los tres muchachos que estaban allí escondidos esperando incorporarse al maquis. Me aguardaba una sorpresa: justo al doblar la esquina para entrar en la alameda donde vivíamos habían instalado un destacamento de las SS. Uno de los guardias, rubio, con su odioso uniforme negro, estaba fijando el cartel con la advertencia “EINTRITT BERBOTEN!”

    No había nada que hacer, tenía que pasar por allí. Debía entrar en casa como fuese. Intentando contener mis nervios me dirigí al rubio SS y le dije, en el peor alemán que logré balbucear: “DAS NIX GUT-FRANZOSEN NIX DEITCH; IK DIR MAKEN”. El germano, feliz por la inesperada ayuda, me tendió la tiza y escribí con cuidada caligrafía: “ENTRÉE INTERDITE”. Le ayudé a fijar el cartel en el tilo. El muchacho me lo agradeció y pasé en dirección prohibida.

    En casa, la familia de tres mujeres y el niño estaban amedrentados. Los tres muchachos escondidos estaban en el cuartito de detrás de la puerta mientras que en la cocinita los SS se habían sentado alrededor de la estufa. Su jefe, el Sturmbannführer o quizá Obersturmbannführer, conversaban pacíficamente frente a la madre en su correcto francés de colegio. Nos contó que era de Viena, de padres húngaros, obviamente de buena familia.

    Hacia mediodía desaparecieron casi todos de repente, dejando sólo a dos o tres de guardia; regresaron al oscurecer reuniéndose nuevamente en nuestra cocinita y retomando la conversación. El jefe le pasó la cazadora a la madre, pidiéndole que le cosiese un botón suelto. Al ponerse las gafas la pobre mujer descubrió el agujero de una bala y el SS le explicó tranquilamente, siempre en su súper correcto francés de colegio: “Ce matin, c’était d’un de vos gens…” (Esta mañana, fue uno de los vuestros…).

    ¿Por qué no nos apresaron si ya sospechaban nuestra filiación? Tal vez para poder seguir disfrutando de aquel pacífico episodio en vísperas del final.

    En la puerta vi a un SS llorando. Era el muchacho rubio de la mañana y le oí sollozar amargamente: “Ich möcht’ heim, zu Mutter…” (Quiero ir a casa con mi madre…). Le quedaban nueve meses para acabar y mucho riesgo de perder la vida.

    La mañana siguiente el aquelarre había terminado. La SS se fue.


    [1] La Muralla del Atlántico fue una gran cadena de puntos de refuerzo construida durante la Segunda Guerra Mundial por la Alemania nazi que tenía la misión de impedir una invasión del continente europeo desde Gran Bretaña por parte de los Aliados. La edificación de este proyecto se confió en 1942 a la Organización Todt. La zona costera del Canal de La Mancha bajo control alemán se dotó de todo tipo de bunkers, blocaos, casamatas, trincheras, túneles y demás estructuras defensivas.

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    UN LARGO VIAJE A TRAVÉS DEL REVUELTO SIGLO XX, del Brigadista Internacional Austríaco Gerhard Hoffmann. – 28. VIVIR ENTRE REFUGIADOS ESPAÑOLES BAJO LA OCUPACIÓN ALEMANA

    El protagonista describe cómo era la vida de pobreza y antimilitarista de los refugiados españoles bajo la ocupación alemana: una vida de sufrimiento y participación en la resistencia francesa.
    El autor trabajaba como bracero y vivía en condiciones precarias. En 1942, enseñaba alemán a los hijos de un campesino y vivía en un ambiente de rechazo al chauvinismo y militarismo. En 1943, el autor se infiltró en un cuartel alemán para distribuir propaganda antinazi.
    Los refugiados españoles, a pesar de la pobreza y resentidos con Francia, mantenían su espíritu antifascista y muchos luchaban junto a los franceses contra los alemanes. Un personaje llamado “Otto” intentaba reclutar españoles para trabajar en Alemania, pero tuvo poco éxito.
    Con la llegada de los aliados en 1944, los alemanes se retiraron.

    En 1942, durante la ocupación, di clases de alemán a los hijos del campesino vecino, en un rincón de la Dordogne francesa. En las notas que conservo de aquel cursillo leo ejercicios con frases como esta: “Cuando termine la guerra, franceses y alemanes vivirán juntos pacíficamente en una Europa sin guerras”

    Este era el ambiente en el que me había criado, de profundo repudio al chauvinismo, de rechazo al militarismo que nos había hundido en la Primera Guerra Mundial cuyas consecuencias habían oscurecido mi juventud.

    Sin embargo, no era fácil defender tesis internacionalistas ante lo que día a día sucedía a nuestro alrededor: secuestros, matanzas, detenciones, deportaciones, con toda la arrogancia del vencedor que tenía en sus manos un poder arbitrario e incontrolado.

    La mayoría de los españoles republicanos, que eran mis compañeros de trabajo, no compartían el odio anti alemán de los franceses: como refugiados habían vivido sus propias experiencias no siempre gratas en esta “FRANCIA HOSPITALARIA” mientras ignoraban Mauthausen, Dachau y los demás “logros de la Gran Alemania”

    Esos hombres y mujeres escapados tras la derrota de la Republica se vieron en un dilema: por un lado no podían olvidar el nefasto papel desempeñado por la Alemania nazi en la Guerra Civil Española como vanguardia del fascismo internacional; por el otro, consideraban que la desgracia era un justo castigo caído sobre esa Francia que los había abandonado en sus apuros.

    A pesar de esos recelos prevalecía la conciencia política; poquísimos españoles estaban de parte del invasor alemán mientras muchos lo combatían junto a sus compañeros franceses. Los seis mil españoles muertos en Mauthausen son un trágico testimonio de los sacrificios sufridos y de su combativo espíritu antifascista.

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    Por los años 1941/1942 corría por el sur de Francia un misterioso personaje, mandado por algún servicio alemán, conocido sólo por “Otto”, que rondaba por la zona no ocupada (la Vichy de Pétain) reuniendo grupos de refugiados españoles para llevarles a Alemania como trabajadores voluntarios. Parece que el tal Otto había pasado algún tiempo en la España republicana y conocía bien la mentalidad de los refugiados. Les hablaba de la triste situación en la que se encontraban, les recordaba los agravios sufridos en los campos, incluso les evocaba los ideales de la República, pretendiendo que en la Alemania de Adolf Hitler encontrarían mejor acogida que en esa Francia tan hostil a los extranjeros.

    El señor Otto obtuvo poquísimos resultados. Los que fueron a trabajar al Westwall[1] de la Organización Todt[2] lo hicieron presionados y trataron de escaparse a la menor oportunidad. A Alemania sólo iban a la fuerza.

    Eran tiempos difíciles para todos pero lo eran más para los españoles que carecían de recursos y estaban en un país extraño del que la mayoría desconocía el idioma y la mentalidad.

    Al salir de los campos, allí por 1940/1941, empezaron a gozar de una relativa libertad pero cuanto más se independizaban más difícil se hacía su manutención. Los que trabajaban la tierra eran pagados miserablemente pero por lo menos comían; los que fueron a trabajar al bosque tenían que mantenerse por su cuenta con lo poco que ganaban talando árboles, la escasez de los vales y los caro que resultaba aprovisionarse en el mercado negro.

    Las mujeres trabajaban en el campo o como sirvientas de las familias francesas, no se les permitían otros oficios. La vida de los republicanos españoles en esa Francia ocupada era de estrechez y sin perspectivas.

    Mis compañeros españoles y yo trabajábamos como braceros en las propiedades vecinas, dependiendo de las Compañías de Trabajadores Extranjeros[3] (Compagnies de Travailleurs Étrangers) siendo controlados por la gendarmería francesa. Nos pagaban a razón de cuatro francos diarios (equivalentes al precio de un paquetito de tabaco), estábamos mal vestidos y alojados en miserables chozas o graneros.

    Las tardes de domingo (se solía trabajar hasta mediodía) nos reuníamos en el cuartito de un compañero o en el café de la ciudad. Esa ciudad nos parecía un pequeño París y el café el colmo del lujo burgués. Cuando volví a visitar Monpazier treinta años después (ese era el nombre del pequeño París) quedé sumamente decepcionado: encontré un pueblo mediocre, el café anticuado con los sillones de terciopelo ajados, las calles sucias y los escaparates cubiertos de polvo. Sin embargo, entonces no eran frecuentes nuestras visitas al café ya que con los cuatro francos diarios apenas nos alcanzaba para “una choupine de vin blanc”, menos aún para uno de los pasteles que la panadera solía vender a escondidas.

    Casi había olvidado mi procedencia. Mi país, Austria, había desaparecido del mapa; mis condiscípulos alistados en la Wehrmacht eran de hecho nuestros enemigos; todos los contactos estaban cortados.

    Mis compañeros españoles me consideraban uno de ellos, me contaban cosas de su tierra y sus familias. Hablaba el idioma de mis compañeros sin disponer de profesor ni gramática alguna, el de los labradores andaluces, de los obreros de Valencia o de los campesinos aragoneses, un lenguaje ciertamente tosco, con argots y jerigonzas, tal como les oía hablar entre ellos.

    Sentados sobre el colchón en el modesto alojamiento de un compañero, comentábamos los vaivenes de esa guerra que transcurría al margen de nuestras vidas.

    Entre nosotros no había ni uno que no se solidarizase con la causa de los Aliados y todos anhelábamos contribuir a su triunfo de alguna forma.  A partir de la guerra en el este estábamos pendientes de las derrotas y de las victorias soviéticas. Era la continuación de nuestra guerra, no cabía duda. Éramos perfectamente conscientes de que allí, en los campos de batalla de la lejana Rusia, se jugaba nuestra suerte, el futuro de España y del mundo.

    En esos momentos poco contaba la afiliación política de cada cual. Habían desaparecido las divergencias que tanto daño habían causado a la causa republicana. Sabíamos que con la victoria del ejército soviético ganaría la República mientras que con la derrota de los sóviets se esfumarían las esperanzas de resucitarla.

    Gracias a las reuniones dominicales logré conocer una España que suele escapársele al turista común. Recuerdo a un muchacho, jornalero andaluz analfabeto, con quien simpatizaba mucho; durante nuestras tertulias solía narrar las largas jornadas de trabajo en aquel fértil suelo de su tierra natal donde, para estar preparado ante eventuales problemas con el arado, había que llevar una piedra en el bolsillo ¡Vaya tierra donde los hombres están hambrientos y escasean las piedras! No me resultaba fácil formarme una idea de la pobreza y el atraso de aquella España donde se habían criado mis amigos.

    Yo era oriundo de una zona donde había desaparecido el analfabetismo desde hacía muchas generaciones (la emperatriz María Teresa decretó la enseñanza obligatoria en el siglo XVIII) y me parecía absurdo que un hombre adulto no supiera leer ni escribir pero, al mismo tiempo, me sorprendía la viva inteligencia de esos analfabetos.

    El lugar donde trabajaba era una vasta propiedad feudal dominada por un castillo cuyos dueños eran los condes de Bony, de vieja nobleza perigordina, señores feudales al viejo estilo, como si 1789 no hubiese acaecido. Conmigo había llegado Luís R, un nervudo campesino aragonés, vivaz y trabajador, del que aprendí las faenas del campo y a cantar las coplas de su tierra. Recuerdo la que dice así:

    Por la mañana, muy tempranito

    salí del pueblo, con el hatito…

    ¡Qué trabajo nos manda el señor,

    agacharse y volverse a agachar…

    Luís era una fuente inagotable de sabiduría. Yo me había criado en una familia burguesa bien acomodada y desconocía la vida rural; apenas sabia diferenciar una vaca de un toro, sólo sabía del arado por el romance clásico alemán, me parecía absurdo levantarme con el sol y pasar el día agachado para arrancar la mala hierba. Luís me enseñó sin alardear nunca de su saber. En vano intenté convencerle de que cuanto más trabajáramos mayor seria la explotación. Mientras yo me escabullía del trabajo en cuanto podía, Luís no era capaz de estar parado ante una faena.

    Cuando íbamos al campo, él trabajaba todo el día bajo un sol sofocante o con la lluvia empapadora, de manera que yo no podía quedar atrás.

     Luís me enseñó a ordeñar, a arar, a sacar los tupinambos del suelo fangoso y casi helado, a curar a la yegua moribunda y a uncir el yugo a una pareja de bueyes; me mostró cómo coger conejos silvestres y me explicó los nombres de las herramientas en español. No me ha servido de mucho conocer qué es el bieldo, la azada, la guadaña, la hoz y la horquilla pero tampoco me ha hecho daño saberlo.

    Al pasar los años Luís se integró plenamente en la familia condal, los salvó de la ira de los maquis durante la liberación y, al terminar la guerra se convirtió en capataz de la propiedad. Cuando años más tarde y acabada la pesadilla visité el lugar, Luís ya vivía una vida tranquila retirado en la ciudad vecina.

    Pasé trece meses en Marsalés y, indudablemente, no eran malos tiempos. Treinta años más tarde pasé por allí en mi coche y encontré el castillo abandonado en busca de comprador, las vacas en las granjas vecinas y las tres hijas viviendo en una modesta casa en la ciudad vecina, Monpazier.

    Mi estancia en el castillo de Marsalés transcurría en 1941 y 1942, una época sin sobresaltos en aquel rincón apartado, donde simplemente se trataba de sobrevivir de cualquier manera. De allí me trasladé al centro de Francia con una familia española y al poco tiempo me hice novio de la hija mayor. Para ganarnos la vida, ella y su hermana se vieron obligadas a trabajar en el Soldatenheim[4] de la Wehrmacht y yo de carpintero en el cuartel alemán.

    Al empezar 1943, cuando se estaba esfumando la gloria de la invencible Wehrmacht y Mussolini era destituido, volvimos a tener coraje y empezaron a formarse los primeros núcleos de resistencia. Entre los primeros grupos de guerrilleros volvemos a encontrar a los menospreciados españoles que organizaban sus propios grupos de resistencia aportando sus experiencias militares y sirviendo de instructores a los maquis. Mucho se ha escrito sobre la actuación de la guerrilla española en la liberación de Francia. Yo la viví en las cercanías de la pequeña ciudad de Romorantin, a orillas del río Cher. Allí vivíamos modestamente trabajando cada cual cómo podía para ganarnos la vida.

    A principio de 1943 ya se había formado una bien organizada red de resistencia española. Por mi conocimiento del idioma de los ocupantes se me encargó introducirme en el cuartel alemán como carpintero e infiltrar material de propaganda antinazi. Logré reunir un grupo de reclutas de procedencia austríaca que solían aprovechar los pocos momentos de escaso descanso en las letrinas situadas frente a mi taller para escuchar mis susurrados informes sobre la inminente derrota de los oficiales. Era una empresa suicida, la Gestapo tenía espías por todas partes, pero oliéndose el fin del aquelarre ¿qué importaba una muerte más o menos, aunque fuese la propia?

    Al acercarse los americanos, a mediados de agosto de 1944, se fueron los alemanes y con ellos esos pobres reclutas de la Wehrmacht que no tuvieron coraje para desertar.

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    [1] El Westwall o Muro del Oeste, también llamado Línea Sigfrido por los Aliados era una serie de fortificaciones a lo largo de la frontera occidental cuyo propósito era defender el territorio de la Alemania nazi.

    [2] La Organización Todt estaba dedicada a la ingeniería y construcción de infraestructuras civiles y militares, entre ellas el Westwall y la red de autopistas alemanas. Esta organización fue responsable de la esclavitud de más de un millón y medio de personas, principalmente prisioneros de guerra, judíos deportados de Alemania y de los países ocupados y desertores. Su fundador fue Fritz Todt, ingeniero nazi y uno de los personajes más poderosos del régimen.

    [3] Un decreto de 12 de abril de 1939 del gobierno Daladier, estableció que los extranjeros refugiados o apátridas quedaban obligados a prestar sus servicios a las autoridades francesas. A los españoles se les ofrecieron cuatro opciones: ser contratados a título individual por patronos agrícolas o industriales, integrarse en Compañías de Trabajadores Extranjeros, alistarse en la Legión Extranjera o en los Batallones de Marcha de Voluntarios Extranjeros, unidades militares con mandos franceses, contratados por el tiempo que durase la guerra. Unos 50.000 españoles fueron adscritos a las Compañías de Trabajadores, de los cuales alrededor de 12.000 fueron enviados a la línea Maginot y al “Primer Frente” y unos 30.000 a la zona comprendida entre la línea Maginot y el Loira.

    [4] Residencia de soldados

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    UN LARGO VIAJE A TRAVÉS DEL REVUELTO SIGLO XX, del Brigadista Internacional Austríaco Gerhard Hoffmann. – 27. LE CHÂTEAU-POURRI

    El narrador llega a un castillo en Marsalés del Conde de Bony y trabaja en los establos, donde conoce a Régine, una criada polaca. Describe la vida en el castillo, incluyendo la crueldad en la cría de animales y las historias de los habitantes. También relata dos episodios significativos: su participación en un servicio religioso suizo y una visita a amigos franceses enseñantes en Jalletat durante la ocupación alemana.

    Ya era de noche cuando llegué a Marsalés. El castillo se erigía gris y solitario en un paisaje plano. La familia de Bony y la servidumbre estaban en la cocina, listos para retirarse. Me prepararon algo para comer, me presentaron al patrón, a la condesa, a las tres hijas, a las criadas y al capataz, Luís Requena, un refugiado republicano español con quien simpatice enseguida.

    Por la mañana empecé el trabajo limpiando de estiércol los establos, cargándolo en su depósito. Régine, la criada polaca, me llevó al establo. Había unas veinte vacas, unos terneros, un buey y Yolanthe, la vieja yegua, tan quebrantada que decidí bautizarla La Moribonde y darle todo mi afecto.

    Régine me explicó la cruel ley de ese mundo de cría de animales donde lo único que cuenta es el beneficio. Me presentó a cada una de las bestias con sus características, incluso a La Ruzzo, una torre de animal con cuernos anchos y afilados que me miró con desconfianza. Tuve que salir a arar con ese salvaje montón de carne acoplado bajo el yugo con la suave Raimonde. Fue una salida desastrosa al faltar la mano segura a la que estaban acostumbrados. Las vacas tiraban para donde les parecía, yo me enfadé y les pegué con el bastón y ellas empezaron a correr arrastrando el arado hasta que Régine se compadeció y calmó a los excitados animales con unas tranquilas voces.

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    Régine se casó con un peón polaco, a las pocas semanas vino a visitarnos y nos dijo que “tout va très bien, il  m’ha donné la première bastonnade” (todo va muy bien, me ha dado la primera paliza). Su compañera, la pretenciosa Lucienne, quedó embarazada de un argelino que no dejó otra huella en Marsalés; Lucienne desapareció de la escena.

    El patrón, M’sieur, un anciano minúsculo y seco, se jactaba de sus ochenta y cuatro años, solía decir: “J’ai l’âge du Marechal” (tengo la misma edad que el Mariscal) refiriéndose a Pétain, jefe del estado por la gracia de Adolf Hitler. Para no correr riegos, su hijo, abogado en París, era partidario de De Gaulle. Los domingos solía ir a misa en el viejo carruaje, sentado al pescante y tocando de vez en cuando al animal con el látigo. Uno de esos domingos, La Moribonde, cansada de tanto trote se tumbó en plena plaza mayor mientras M’sieur estaba en misa y tuvieron que llamarnos para levantar al pobre animal ante las risas de todo el pueblo. Me confiaron a La Moribonde en sus últimos días y M’sieur me autorizó a mezclar una botella de ron con su avena, así se fue tranquila al cielo ecuestre.

    Hay dos episodios de mi estancia en el castillo que merecen ser contados.

    Los domingos la familia solía ir a misa a la catedral vecina y me dispensaron de acompañarles al ser protestante, proponiéndome participar en el servicio de una familia suiza que vivía en una granja a cinco o seis kilómetros de distancia. Me prestaron una bicicleta y los suizos me acogieron gustosamente, sentándome a la mesa familiar donde se charlaba de todo un poco. A mi lado se sentaba un simpático señor que contó la historia de un sacerdote alemán que estaba en un campo de concentración por haberse opuesto al régimen nacionalsocialista; un día la Gestapo le propuso liberarle a condición de jurar lealtad al régimen a lo que el cura se negó, volviendo a su cautiverio. La escena volvió a repetirse y el hombre volvió a declarar que sólo debía lealtad a Dios. Pagó su convicción con la vida. El hombre acabó la narración rezando un padrenuestro. Así se desarrolló el servicio religioso en la Francia ocupada en 1942.

    El otro episodio trata de una visita que me facilitaron que hiciese a los amigos franceses enseñantes en Jalletat, en verano de 1942.

    Durante la guerra de España unas chicas francesas habían apadrinado a unos miembros de las Brigadas Internacionales; mi madrina de guerra era de Luneville, en Alsacia, iniciando una correspondencia rudimentaria por desconocimiento del idioma. Al comienzo de la ocupación alemana Madeleine se fue al maquis, viviendo escondida, y encargó que mantuviesen el contacto a una pareja de enseñantes en una escuela primaria rural de la Creuse, en la Francia central,.

    En casa Tixier me acogieron con todo cariño. Pasamos unos días en un ambiente confiado, visitamos a los parientes, unos campesinos amables y muy conscientes. Los Tixier habían invitado a una amiga también enseñante con la que manteníamos discusiones sobre la desesperada situación política y el papel que nosotros jugábamos en ella.

    Lily y yo nos sentábamos ante la chimenea encendida, ambos deseosos de cariño en un presente cruel y repugnante. Lily tenía un  carácter introvertido y estaba dispuesta a sacrificarse pero no era luchadora; de nuestro vínculo no surgió actividad combativa de ningún tipo.

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    UN LARGO VIAJE A TRAVÉS DEL REVUELTO SIGLO XX, del Brigadista Internacional Austríaco Gerhard Hoffmann. – 26. ¿QUIÉN CONTIENE A LOS EJÉRCITOS DE HITLER?

    El narrador explica las relaciones de amistad y amor, la noticia de la muerte de su hermano en el campo de concentración (1942), y Alemania que invade la URSS de Stalin. Pasa 62 días en un centro de detención, y al ser liberado trabajará en los Pirineos y marchará a un castillo feudal.

    Al mismo tiempo que sucedía el romance entre Ilse y Álvaro yo mantenía una inocente amistad con una muchacha alemana del campo. Era medio judía y hubiese podido evitar la deportación pero no quiso dejar sola a su madre judía. Por aquel entonces salía de vez en cuando del campo pasando descaradamente ante los guardias como si estuviese autorizado a hacerlo.

    Relaciones Amor Y Amistad Entre Hombres Y Mujeres. Generado por IA.

    Gracias al contrabando de habichuelas había reunido una modesta cantidad de dinero que me permitió invitar a esa chica a una breve salida fuera del campo. Fuimos donde el campesino que me vendía las habichuelas que nos ofreció un vaso de leche y un pedazo de pan, manjar de dioses en aquellos tiempos, y paseamos por el bosque como dos niños de un cuento de Grimm, olvidando guerra y miseria, y regresamos al campo.

    Al acabar la guerra Selma se casó con un brigadista austríaco, vivían en Viena y tuvieron dos hijos, siendo una madre ejemplar. En los años cincuenta la vi un par o tres de veces en Viena y me contó cómo había sido aquella singular salida en otoño de 1941, recordando aquel día como el más feliz de aquella época. Teníamos pensado reunirnos para rememorar la común aventura pero murió antes de poder hacerlo, siendo llorada por su familia.

    Al volver al campo fui descubierto con mi contrabando y recluido en el campo penal, un recinto sin cama donde se comía media lata de sardinas al día. Saliendo del penal escapé del campo con la vaga intención de cruzar España y refugiarme en Portugal. Un amigo vasco me escribió una carta indicándome que su hermana podía ayudarme a pasar la frontera por San Sebastián. Crucé los campos, evitando las carreteras por miedo a los gendarmes. Así se cerraba el capítulo de los campos pero el siguiente no sería nada mejor.

    Descubierto con contrabando y recluido. Generada por IA.

    Había pasado el fatídico año 1940, empezaba 1941 pero las perspectivas tampoco eran mejores.

    La desgracia se había abatido sobre la infeliz Francia y no eran pocos los que decían “Heureusement on a eu le Maréchal”. El viejo zorro de Verdún no había ahorrado a su pueblo las humillaciones tramadas por los generales del Reich y junto a Pierre Laval tuvo que pagarlas con su vida al llegar la Liberación.

    La Alemania NaziI nvade URSS de Stalin. Generada por IA

    Mientras los ejércitos alemanes marchaban sobre Moscú y se acercaba el invierno, yo caminaba con mis chanclos por los pueblos del Bearn hacia la cercana ciudad de Oleron, con intención de cruzar la frontera por los senderos de los Pirineos, cruzar el País Vasco español y buscar refugio en Portugal.

    Este intento fracasó a causa de la vigilancia que había en la frontera. Encontré trabajo en una empresa carbonera que operaba en los Pirineos talando árboles para producir carbón vegetal. Guiado por una joven campesina subí con mucho esfuerzo el empinado camino hacia el chantier. Me emparejaron con un muchacho andaluz que conocía el oficio de leñador tanto como yo. Al finalizar la primera semana declaramos cinco estéreos[1] al controlador, sabiendo que pronto descubrirían la trampa pero conscientes de que no podíamos vivir con los dos estéreos que habíamos conseguido.

    El correo se distribuía durante la pausa de descanso y en una de ellas me entregaron una carta de mi padre en la que me comunicaba que mi hermano Wolfgang había muerto en el campo de concentración de Gross Rosen el día 11 de marzo de 1942. Por un instante se me paró el corazón. Mi apuesto hermano, el guía de mi infancia, había desaparecido. No había cumplido treinta años, era fuerte y estaba sano, había superado mil calamidades… ¿cómo era posible que hubiese muerto? Se desvanecían los sueños de forjarnos un porvenir común acabada la guerra.

    Revisando los documentos que había dejado en Bruselas nuestra madre al ser deportada, encontré la carta  que había recibido del campo de Gross Rosen comunicándole que Wolfgang Israel Hoffmann había muerto el 11 de marzo de 1942 “a pesar de los esfuerzos médicos, por insuficiencia del corazón”.

    ¡Pobre mujer! Empezó su vida feliz, se casó con su guapo esposo al que amaba y que le escribió las cartas de amor más cariñosas desde su cautiverio italiano, nació su hermoso hijo, su marido se convirtió en un estimado abogado, incluso podía permitirse el lujo de tener criada; todo iba bien hasta que mi hermano se fue de casa con diecisiete años a vagar por el mundo. Pocos años después me llegó a mí el turno de abandonar el hogar y tras la ocupación nazi le tocó el exilio y el terrible golpe de la muerte de su hijo mayor. Existe el borrador de una carta de mi madre a la dirección del campo de Gross Rosen. Nunca he tenido el valor de leerla.

    Deja Carbonera Y Va Con Maestros A Creuze. Generada por IA

    Decidí abandonar el trabajo en los Pirineos; recogí los pocos trastos que poseía y resolví ir a ver a la pareja de enseñantes que había conocido por las cartas de solidaridad que recibíamos en Gurs. Los Tixier dirigían la escuela rural de un caserío en la Creuze. No tenía ni idea de dónde se encontraba ese “Jalletat”  ni disponía de mapa alguno; la única referencia era la dirección indicada en la carta que decía “poste Guéret” así que saqué billete para Guéret, la capital del departamento pero en la estación Le Grand Bourg el letrero ya indicaba que estábamos en el departamento de la Creuze, así que bajé del tren.

    A los gendarmes les pareció sospechoso un joven con una indumentaria poco habitual y con un bulto envuelto en una manta y me solicitaron la documentación. Al no disponer de ella me llevaron a su puesto pero no sabían qué hacer con ese tipo extraño que no tenía intenciones peligrosas. Tras consultar con sus superiores, acordaron aplazar la decisión hasta el día siguiente. Pasé la noche en casa de una anciana que estuvo dispuesta a hospedarme cuando le prometí que no me escaparía. La señora, desconociendo qué delito podía haber cometido, me preparó algo de cena y me alojó en la cama de su difunto padre. Por la mañana los gendarmes me recogieron y me llevaron al centro de detención de extranjeros indocumentados más próximo, que era el de Brive la Gaillarde.

    Indocumentado Y A Gendarmeria 2 Meses. Generada por IA

    Allí pasé los sesenta y dos días más miserables de toda mi estancia en esa Francia tan poco hospitalaria. No es que se maltratase a los cautivos pero nos tenían en tal estado de hambre y descuido que minaba nuestro ánimo. Los guardianes, ex oficiales de la legión extranjera, robaban nuestras raciones y nos alimentaban con poco más que algunos trozos de rábanos hervidos.

    Una noche, los guardianes borrachos abrieron las celdas mostrando las tristes figuras de los hambrientos y míseros cautivos a las chicas que les acompañaban, divirtiéndolas con tan triste espectáculo.

    Liberado A Castillo Feudal. Generada por IA

    Salí de Brive para trabajar en un castillo feudal. El conde de Bony me cambió por una gallina y un trozo de queso.


    [1] Estéreo. Unidad que estima el peso de la madera, aproximadamente 0’66 m³, usada en la actividad forestal.

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    UN LARGO VIAJE A TRAVÉS DEL REVUELTO SIGLO XX, del Brigadista Internacional Austríaco Gerhard Hoffmann. – 25. RETORNO A GURS

    El texto describe la vida en el campo de Gurs, las relaciones entre los internos y las difíciles condiciones higiénicas y alimentarias. También relata la deportación de judíos a campos de exterminio y la solidaridad entre los internos:

    • La experiencia de un aviador republicano español en el campo de concentración de Gurs durante la Segunda Guerra Mundial. Al llegar, se reúne con compañeros aviadores que trabajan en la lavandería y le ayudan a recuperarse.
    • Las difíciles condiciones de vida, las visitas a su padre desanimado y la atmósfera de desesperanza entre los internos, en su mayoría judíos. En octubre de 1940, su padre es trasladado a otro campo de internamiento – Récébédou – y muere poco antes de la liberación.
    • El narrador cambia de trabajo a vaciar letrinas, lo que le permite obtener alimentos y cierta libertad de movimientos.
    • También menciona la llegada de mujeres judías de Baden y el Sarre, y cómo los rudos internos españoles reaccionan ante ellas.
    • El texto describe la vida en el campo de internamiento de francia, las relaciones entre los internos y las difíciles condiciones higiénicas y alimentarias, defunciones y enterramientos.
    • También relata la deportación de judíos a campos de exterminio y la solidaridad entre los internos.
    • Finalmente, menciona la liberación del campo por las tropas aliadas y su uso posterior para confinar a prisioneros de guerra alemanes y colaboracionistas franceses.

    Al entrar en el campo encontré a unos compañeros aviadores de la República con quienes había compartido calamidades y que siempre habían demostrado gran camaradería. Estaban trabajando en la lavandería del campo y gozaban de ciertas ventajas, raciones algo mayores y esporádicas salidas. Al verme entre los recién llegados me incorporaron a su grupo y pude recuperarme, llegando incluso a poder llevarle algo de comida a mi padre. Entre los del equipo nos repartíamos los pocos alimentos que conseguíamos para mejorar el rancho. Comentábamos los vaivenes de la guerra que acabábamos de perder y el triste presente de un país bajo la férula del fascismo vencedor.

    Las visitas a mi padre en su triste barracón, rodeado de otros internos tan desanimados como él, no eran nada alentadoras. No veía esperanza alguna de salvarse en aquel mundo dominado por los nazis. Estaba convencido de que los nazis perderían la guerra pero no veía perspectiva alguna para sí mismo.

    En otoño de 1940 la bandera de la cruz gamada era enarbolada en las tres cuartas partes de Europa; la Wehrmacht controlaba Dinamarca, noruega, Francia, Bélgica, Holanda, Polonia y Yugoeslavia. La aviación alemana lanzó sus bombas sobre Coventry y en el gueto de Varsovia se apretujaban trescientos cincuenta mil judíos aislados del resto del mundo. Es comprensible que entre los internados en Gurs, casi todos judíos huidos de los nazis, imperase una atmosfera de fin del mundo. Semanas después mi padre fue trasladado a una especie de casa de recuperación cuyo nombre Récébédou[1] prometía una relativa mejora. Nos despedimos sin saber que sería para siempre. Fue enviado al campo de Le Vernet, lugar de triste y rígido régimen, donde pereció en circunstancias nunca aclaradas, de hambre o por enfermedad, pocos días antes de la liberación del mismo.

    Gerhard Hoffmann En Letrinas. IA

    Mi aportación al trabajo de la lavandería no era excesiva, el jabón de guerra me perforaba la piel de las manos y tuve que dejarlo al poco tiempo, separándome de tan magníficos compañeros. Entré en el equipo de vaciadores de letrinas, trabajo sucio y pesado pero bien compensado con alimentos y un poco de libertad de movimientos que utilizaba para dedicarme al contrabando, comprando habichuelas y patatas a un campesino vecino para venderlas a los internados. El trabajo de las letrinas era pesado y asqueroso pero después de descargar las tinas en las fosas nos bañábamos y volvíamos a disfrutar de la vida.

    LAS DISTINGUIDAS SEÑORAS DE BADEN Y LOS RUDOS EXILIADOS ESPAÑOLES. La epopeya de un extraño encuentro

    Llegada De Mujeres De Baden Ante Republicanos Españoles. IA

    El 24 de octubre de 1940 hubo quien enloqueció tras las alambradas al ver entrar mujeres en el campo. Hasta entonces las únicas féminas en Gurs eran la hija del comandante, soberbia e inasequible y la fea y seca señora de correos.

    Desde lejos, mientras los camiones que las trasladaban se iban acercando por la carretera provincial, los españoles podían distinguir a algunas mujeres jóvenes y atractivas. Al pasar por la calle principal del campo, a pocos metros de distancia de los presos aparecían entre la multitud algunas caras frescas, rosadas, con el pelo rubio, aunque la mayoría de las recién llegadas eran ancianas, algunas incluso decrépitas; al bajar de los camiones aparecieron algunos niños de la mano de sus madres o abuelas.

    ¡Qué extraña caravana! Los españoles internados en Gurs desde hacía más de año y medio tenían la vista clavada en el triste espectáculo, sin comprender nada. No podían saber que Josef Buerkel, Gauleiter y Reichsstatthalter (jefe de distrito y gobernador), uno de los más fieles seguidores de Adolf Hitler, había decidido “limpiar Baden de judíos”.

    Por aquel entonces Europa ya no recordaba los pogromos[2] de siglos pasados, aún no se hablaba de “depuraciones étnicas” y todavía no se conocía el holocausto.

    La noche del 22 de octubre de 1940 la Gestapo secuestró a 6300 judíos en Baden y a 1850 en el Sarre. Se les sacaba de sus casas, de asilos y hospitales; el que no podía caminar era llevado en camilla. Las víctimas eran hombres que habían servido en el ejército alemán en la Primera Guerra Mundial, inválidos, enfermos, ancianos, médicos, comerciantes, arquitectos, abogados, empleados, humildes y ciudadanos destacados, todos de familias asentadas desde tiempos antiquísimos.

    La mayoría de hombres capaces fueron llevados a los campos de Polonia para aprovechar su fuerza de trabajo; las mujeres, los niños y los ancianos fueron embarcados en vagones de ganado y entregados a las sorprendidas autoridades francesas que les trasladaron a los campos del sur de Francia. Acabábamos de verles llegar.

    La medida estaba prevista como el inicio de una campaña más amplia que abarcaría toda Alemania. En un documento fechado el 30 de octubre de 1940 se cita el proyecto de expulsar a 260000 personas de todo el territorio del Reich y del protectorado de Bohemia-Moravia, la antigua Checoeslovaquia.

    Al darse cuenta de la intentona alemana, las autoridades de Vichy presentaron su enérgica protesta en Berlín y consiguieron que las deportaciones fuesen suspendidas. Pero para entonces ya había llegado a Gurs el primer contingente de Baden y del Sarre.

    Ese mismo mes de octubre se promulgaron las leyes antijudías en Francia y, a lo largo y ancho de la zona ocupada, miles de judíos fueron detenidos o internados. Unos dos mil hombres y mujeres fueron enviados a Gurs donde se encontraron con los judíos de Baden.

    El campo de Gurs[3] se erigió en 1939 para acoger a la primera oleada de refugiados españoles republicanos. Era un vasto complejo de 382 barracones idénticos de 24m. x 2’5m, construidos para hospedar a cincuenta personas cada uno, aunque tenían capacidad para sesenta si fuera preciso. Cada veintidós o treinta barracones formaban un “îlot” (islote) separado del resto por una zanja y una cuádruple alambrada de púas. Estaba prohibido circular entre ellos.

    Vista Panorámica Del Campamento. Foto Josu Chueca, Archivo Departamental Pirineos Atlánticos.

    Para impedir el contacto entre hombres y  mujeres, el mando francés las instaló en los islotes más apartados ordenando que se reforzasen las alambradas ¡Como si aquellos hombres que habían pasado la guerra y tantas calamidades fuesen a arredrarse ante tales ridiculeces!

    La primera noche no hubo zanjas ni alambradas que obstaculizasen el paso a los españoles de Gurs. Por todo el campo se olía “el perfume de las mujeres”. Aquellos hombres en nada se parecían a los novios y maridos que habían dejado en la lejana Alemania, no eran corteses, ni cariñosos, ni galantes; aquella primera noche carnal ni siquiera hacía falta conocer el idioma de la pareja.

    Pasada la sorpresa de la inesperada acogida, en los días posteriores fue penetrando fatalmente el triste ambiente del campo en los barracones de aquellas mujeres acostumbradas a vivir en sus limpias casitas en un tranquilo rincón de Baden. De repente se encontraban viviendo apiñadas en un espacio de un metro de ancho, con una vecina a la derecha y otra a la izquierda, codo con codo, con un lavadero y una letrina común al aire libre y sin perspectiva alguna de salvación. Las más ancianas no tardaron en ir cayendo; la tasa de mortalidad era altísima. Faltaba higiene, había hambre y se propagaban las enfermedades.

    Los españoles que la primera noche habían saltado las alambradas habían perdido el interés por las mujeres; la conquista había sido demasiado fácil.

    Sin embargo hubo excepciones. Conocí a una pareja compuesta por un español y una chica de Baden que eran de lo más desigual que se pueda imaginar. Pero entre ellos había nacido el más puro amor. Él era un jornalero andaluz, inteligente, robusto, vivaz, criado en el campo y analfabeto. Ella era rubicunda, bien proporcionada, de buenos modales, educada para casarse con un buen señorito de su tierra llegado el momento.

    Ni ella sabía español ni él alemán. Ignoro cómo se entendían pero el idioma no era un gran obstáculo. Les conocí el día que él me pidió ayuda en una disputa que tenían por cuestión de celos. Obviamente ahí no les bastaba el idioma común que habían inventado. Se resolvió la riña y siguieron como antes.

    Ella se llamaba Ilse, no recuerdo el nombre de él. La muchacha vivía con su madre en el barracón. Ilse hubiera podido evitar la deportación y quedarse en su casa gracias a aquellas absurdas Leyes de Núremberg que convirtieron al pueblo alemán en ganado de cría, pero prefirió sumarse a las filas de las destinadas a la deportación para no abandonar a su madre.

    Para aliviar su vida el andaluz acomodó el barracón donde vivían con unos cuantos objetos robados en cualquier rincón del campo. Al fallecer la vecina se apoderaron del espacio de la difunta y colgaron unas mantas, creando así un minúsculo refugio de intimidad. Con unas tablas conseguidas no se sabe dónde, el muchacho construyó dos camas, un arcón y unos estantes donde colocar los pocos trastos que poseían; incluso fue capaz de instalar una ducha con unas latas que había conseguido en la cocina. Ilse y su madre cosían, limpiaban y llevaban la casa.

    Aquella pequeña isla de felicidad despertó las envidias de las demás mujeres. Hubo delaciones, malicias y riñas pero el español supo calmarlas a todas con unos regalitos.

    Los traslados a los campos de trabajo forzados. IA

    Los españoles marcharon uno tras otro a trabajar en las Compagnies de Travailleurs Étrangers en la fortificaciónde la costa atlántica; debido a la creciente escasez de mano de obra se llevaron a varios grupos de españoles a trabajar a Alemania. Muchos de aquellos hombres de orientación antifascista fueron detenidos por la Gestapo y acabaron en campos de concentración alemanes. Seis mil republicanos españoles perecieron en el tristemente famoso Lager Mauthausen, hoy en territorio austríaco.

    El idilio entre Ilse y su compañero terminó cuando a él se lo llevaron a trabajar a Alemania. Al quedarse solas se vieron privadas de todos sus privilegios. Las vi echadas en sus camas, apáticas como el resto, en sus estrechos habitáculos.

    Miserias Y Solidaridad en Gurs. IA

    Con las lluvias otoñales el suelo se convirtió en un barrizal. Se veía a las viejas arrastrando penosamente los pies por el pegajoso barro, cada paso era una fatiga. Pero lo peor era la omnipresente hambre. Cuando llegaba la ración de pan el reparto se convertía en un drama, todas vigilando el procedimiento como si de un acto religioso se tratara.

    Durante el invierno de 1940-1941 centenares de mujeres murieron de puro agotamiento; sus cadáveres fueron arrojados en fosas excavadas precipitadamente. Según los archivos, los muertos en Gurs entre 1940 y 1945 fueron 1187. La mayoría no moría a causa de una enfermedad diagnosticable sino de paulatina extinción, como dice una de las internadas, Hanna Schramm, en su libro Menschen in Gurs[4]. El deficiente servicio sanitario no era capaz de medicar las enfermedades más simples; contra el agotamiento y la desesperación no había remedio.

    Los enterradores españoles trabajaban en dos turnos, cavando en el terreno fangoso con el agua hasta las rodillas. A veces se tuvieron que parar los entierros por falta de cajas ya que los carpinteros no podían suministrarlas al mismo ritmo de la muerte.

    Entre los españoles y el resto de internos se había forjado una especie de solidaridad humana. Todos tenían una cuenta pendiente, unos por la ayuda que los nazis habían prestado a Franco, los otros por ser víctimas inocentes de ellos. Los españoles, muy concienciados políticamente y con su pasado de luchadores antifascistas, no estaban de acuerdo con personas más bien apolíticas cuyo único infortunio era su raza.

    Durante 1942 la Gestapo visitó varias veces el campo. Al principio sólo les interesaban ciertos sospechosos pero con el paso del tiempo se volvieron más ambiciosos. Tras la Conferencia de Wannsee[5], a comienzos de 1942, empezaron las deportaciones masivas hacia Auschwitz y el resto de campos del este de Europa. El mando de Gurs entregó cada vez más personas a los servicios de transporte alemanes de Adolf Eichmann. El primer transporte constaba de quinientas veinticinco mujeres y cuatrocientos setenta y cinco hombres y salió en agosto de 1942; el último partió en marzo de 1944 con unas ochenta personas cuyas huellas se pierden, igual que las de los transportes anteriores, en algún lugar del este de Europa. El total de deportados entre 1942 y 1944 es de tres mil novecientos siete; muy pocos sobrevivieron.

    Hasta que les tocó la triste suerte de los campos de exterminio de Alemania y Polonia, los prisioneros soportaron dos interminables inviernos en el lodo de Gurs.

    En el cementerio erigido acabada la guerra fueron colocadas 1187 lápidas. En ellas están grabados los nombres de españoles, alemanes y polacos, mencionándose su edad y nacionalidad. Hay bebés de pocos días y ancianos de noventa años. Uno de los bebés tiene nombre español y apellido alemán, en otra de las lápidas se lee la nacionalidad: “cubano”. ¡Cuántas tragedias, cuantas odiseas esconden tales inscripciones!

    Liberación De Gurs Y Confinamiento Colaboracionistas Y Prisoneros Nazis. IA

    Con el desembarco de las tropas aliadas en verano de 1944, los responsables franceses parecieron darse cuenta del riesgo que corrían si seguían colaborando con los alemanes y, poco a poco, fueron trasladando a los internados que quedaban a otros lugares de Francia. Los últimos españoles que quedaron en Gurs se pusieron en contacto con el maquis local y entregaron el control del campo a las autoridades civiles. Desde agosto de 1944 hasta fines de 1945 el campo de Gurs sirvió para confinar a unos 200 prisioneros de guerra alemanes y a 2000 colaboracionistas franceses. Fue desmantelado el 31 de diciembre de 1945.

    En nuestros días son muchos los fugitivos que vagan por campos, prisiones y destierros. Sólo en Europa, las víctimas de depuraciones étnicas se cuentan por millones. Sin duda alguna, los campos del sur de Francia no son algo de lo que la Grande Nation pueda enorgullecerse.

    Ahora me doy cuenta de la poca atención que presté a un acontecimiento sucedido en junio de 1944: la invasión de la Unión Soviética por los ejércitos de Hitler; no hay mención alguna de ello en mi diario. Lo que sí recuerdo es la reacción de algún funcionario del Partido que casualmente se encontraba en el campo; su cometario es remarcable: “Ahora veréis como el proletariado alemán se levantará. Eso no van a tolerarlo”

    El proletariado alemán lo toleró todo, siguiendo a Hitler hasta las ruinas de Berlín; los trabajadores del Reich –cuyos padres combatían en las barricadas de Spartacus en el Wedding Rojo[6] sólo veinte años antes- vestían orgullosos el gris uniforme de la Wehrmacht y cumplieron su deber como soldados del Führer cuando triunfaba Alemania. Así vestidos participaron en la invasión, en la represión de los partisanos y en las redadas de judíos. Mujeres alemanas sirvieron en distintos países como secretarias y controladoras. No se lo reprocho ¿qué otra cosa podían hacer? La mayoría de esos soldados de las tropas de ocupación de la Wehrmacht eran personas como tú y como yo, sus actos fueron los habituales en los desastres.


    [1] El campamento de Récébédou era un campo de internamiento para judíos y republicanos españoles ubicado en el municipio de Portet-sur-Garonne, al sur de Toulouse. En 1940 albergó a refugiados españoles republicanos y a judíos que huían de la zona ocupada. En febrero de 1941 se convirtió en un campamento hospital, una instalación semi abierta, pero las condiciones se deterioraron rápidamente a causa de la falta de equipos médicos, medicamentos y alimentación adecuada. La mayoría de los 739 internados son mayores de 60 años y sufren enfermedades graves. En invierno de 1941-1942 mueren 314 personas a causa del frío, el hambre y las enfermedades. Los supervivientes son trasladados a hospitales de la zona pero la mayoría acaban en los campos de exterminio de Drancy y Auschwitz. Fue cerrado oficialmente en octubre de 1942.

    [2] Pogromo (del ruso pogrom, devastación) es el linchamiento multitudinario, espontáneo o premeditado, de un grupo particular, étnico, religioso u otro, acompañado de la destrucción o el expolio de sus bienes (casas, tiendas, centros religiosos…). El término ha sido usado para denominar actos de violencia sobre todo contra los judíos, aunque también se ha aplicado a otros grupos, como es el caso del linchamiento polaco contra las minorías étnicas (alemanes y ucranianos) en Galitzia.

    [3] El campo de Gurs medía unos 1.400 metros de largo por 200 de ancho y tenía una superficie de 28 hectáreas. Lo atravesaba una única calle. A ambos lados de esta calle se hicieron parcelas de 200 metros de largo por 100 de ancho llamadas ilots que estaban separadas de la calle y entre sí por alambradas dobles formando un pasadizo por donde circulaban los guardias de exterior. En cada parcela se montaron 30 barracones, con un total de 382. Estaban construidos con tablones de madera muy delgados cubiertos por tela embreada, sin ventanas ni ventilación alguna. No protegían del frío y la tela embreada pronto dejó entrar el agua de lluvia. La comida era escasa y pésima, no había servicios sanitarios ni agua corriente. La zona era muy lluviosa y el campo no estaba drenado, al ser de terreno arcilloso se convertía en un lodazal permanente. En cada ilot había letrinas rudimentarias con grandes cubas donde se recogían los excrementos, que eran transportados en carros fuera del campo.

    [4] Hanna Schramm, La gent de gurs. Memòries d’un camp d’internament francès (1940-1941). Con una aportación documental para la política de los emigrantes franceses (1933-1944). Georg Heintz 1977

    [5] La Conferencia de Wansee fue la reunión de un grupo de representantes civiles, policiales y militares del gobierno de la Alemania nazi sobre la “solución final de la cuestión judía”. Los acuerdos tomados condujeron al Holocausto. La conferencia se llevó a cabo el 20 de enero de 1942 en la villa Gross Wansee situada junto al lago del mismo nombre, al suroeste de Berlín.

    [6] Wedding Rojo (Der Rote Wedding) se refiere al barrio proletario berlinés de Wedding, baluarte de los comunistas alemanes. También es una canción de combate del Partido Comunista alemán (KPD), escrita en 1928, con letra de Erich Weinert y música de Hanns Eisler. Fue originalmente publicada en alemán en el libro “Canciones de las Brigadas Internacionales”, Barcelona, junio 1938, pág. 96 y reproducida posteriormente junto a la correspondiente traducción al español en “Cancionero de las Brigadas Internacionales”, Editorial Nuestra Cultura, Madrid 1978.

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    UN LARGO VIAJE A TRAVÉS DEL REVUELTO SIGLO XX, del Brigadista Internacional Austríaco Gerhard Hoffmann – 24. LA DERROTA FRANCESA

    El autor narra la derrota de Francia ante la Alemania nazi, y como queda la situación en los campos de concentración (Gurs, Argelés y Saint Cyprien) y la de su família tras un encuentro amargo con su hermano y su padre.

    En junio, los alemanes estaban a punto de ocupar la franja de la costa francesa próxima a la frontera española y el mando francés del campo de Gurs resolvió trasladarnos ante la inminente amenaza de caer en manos de la Wehrmacht. Se nos embarcó en un tren, esta vez en vagones de ganado, y llegamos a Toulouse durante la desbandada del ejército francés. De repente desaparecieron los guardias y centenares de “rojos peligrosos” quedamos en libertad. Paseamos por la ciudad gastando los cinco francos de la caja común que nos habían repartido al salir del campo, comprando pan que, ante nuestra sorpresa, se vendía libremente en las panaderías (en Gurs nos habían reducido la ración de pan aduciendo que en Francia escaseaba).

    Entrada de los Nazis en París

    Una avalancha de fugitivos llenaba las plazas de la ciudad, una imagen que nos resultaba familiar. Durante “nuestra guerra” ¿cuantas veces nos habíamos cruzado con las tristes caravanas de familias en busca de un rincón de paz, huyendo de la guerra que les había alcanzado?

    Para nosotros no era conveniente aprovechar la oportunidad para escapar; desconociendo el idioma, sin recursos y con una indumentaria deficiente, era preferible permanecer juntos. Una delegación fue a investigar si aún existía alguna autoridad y, al fin, llegó la Garde Mobile y el tren prosiguió hasta el viejo campo de Argelés, en la costa mediterránea, donde tuvimos que vivir en los barracones abandonados por los refugiados españoles en 1939.

    Decadencia de los Campos de concentración franceses tras las invasión alemana

    Volvió a instaurarse la monótona vida de reclusos, la escasa alimentación, los piojos y las pulgas, aunque ahora estábamos frente a la playa y podíamos tomar un baño cuando quisiéramos.

    Un día de aquel verano un compañero me avisó de que mi hermano me estaba buscando. No se burlaba de mí, allí estaba mi hermano, alto, fuerte y confiado como siempre. Le habían detenido junto a mi padre durante la invasión alemana y se encontraban en el campo de Saint Cyprien, a pocos kilómetros de Argeles. Wolfgang fue en mi busca al tener noticias de la presencia de refugiados internacionales en el campo vecino.

    Era un singular encuentro y creímos que el mando francés nos permitiría salir juntos del campo. Nos indicaron que la comandancia estaba en un edificio fuera de la entrada. El comandante no accedió a nuestra demanda y proseguimos hasta Argelés. Al ver a dos jóvenes fuertes una señora nos ofreció que nos ocupáramos de su granja. Aceptamos y convenimos en empezar dos días después ya que mi hermano debía despedirse de nuestro padre que iba a permanecer solo en el campo y yo quería despedirme de mis compañeros.

    Dos días después salí del campo de Argelés y me dirigí al lugar convenido para el encuentro, donde esperé a mi hermano en vano ¿Qué hacer? Resolví ir al campo de Saint Cyprien donde esperaba encontrarle con mi padre.

    Al llegar, los guardias me apresaron y me metieron en el recinto penal. En la marcha campo a través, evitando carreteras y caminos controlados por los gendarmes, había perdido las pocas cosas que me había llevado de Argelés, incluidos el plato y la cuchara, elementos esenciales en un mundo en el que se dependía de la alimentación accidental. Desde los tiempos de las largas caravanas de refugiados huidos de España, Saint Cyprien había pasado de ser una masa de partidarios de la República vencidos por un enemigo común a un conjunto de desterrados dispuestos a salvarse a cualquier costa. En aquel triste recinto las noches eran un aquelarre, tuve que defenderme de un maricón argelino que me atacaba por la derecha y de las agresivas ratas que lo hacían por la izquierda.

    Ficha de la Gestapo de Viena de Woolfgang Hoffmann (1912-1942). Foto del archivo DÖW.

    A los pocos días pude salir al campo normal donde encontré a mi padre tirado sobre el colchón en un barracón, miserable y desesperado. Wolfgang se había despedido de él al llegar una comisión alemana que ofrecía ayuda a quienes estuviesen dispuestos a volver a su domicilio. Esperando reunirse con su mujer, su hijo y su madre en Bruselas, se apuntó y fue llevado, junto a otros trescientos repatriados, a Burdeos donde la Gestapo les investigó, apresando a tres de ellos que estaban en su lista de sospechosos. Acabó siendo víctima de su compromiso antifascista pereciendo a los pocos meses en el campo nazi de Gross Rosen[1].

    Teniente Heinrich Hoffmann en la IGM (Generda por IA)

    Intenté levantar la moral de nuestro padre que, a los cincuenta y siete años, era un viejo desamparado que no podía conformarse con su desolación. Aficionado a la música, amante de la literatura, de finos modales, se vio arrojado a la más triste miseria. Francamente yo no estaba dispuesto a sostener su ánimo y confieso haber fallado en mi deber filial.


    [1] Gross Rosen fue un campo de concentración nazi situado en Rogoznica, una localidad de la parte occidental de Polonia. Fue construido en agosto de 1941 como subcampo de Sachsenhausen pero el 1 de mayo de 1941 se convirtió en campo independiente albergando un gran número de trabajadores esclavos en las factorías bélicas del sector. Gross Rosen poseía una empresa que explotaba una cantera. La muerte de los reclusos se producía principalmente por agotamiento en el trabajo y por ejecuciones. Era también un centro de entrenamiento para las 541 mujeres SS que allí aprendían cómo tratar a los reos para ser destinadas más tarde a otros campos. Fue evacuado el 13 de febrero de 1945.