El autor relata sus experiencias en Managua (Nicaragua, 1987), donde comienza una nueva vida y encuentra una nueva patria. Destaca la pobreza y la devastación tras el terremoto de 1972 que compara con las del 1945 de Berlín y Viena. Al igual que la solidaridad con la Guerra Civil.
Managua, 25 de octubre de 1987
Cuando empieza el día en la capital nicaragüense, a las seis de la madrugada, se moviliza un mundo tal de vendedores que uno se pregunta ¿quién queda para comprar sus mercancías? Viejos y niños buscan comida entre los desperdicios, las mujeres piden limosna con los bebés en brazos. En el centro de la ciudad hay docenas de casas derruidas por el terremoto de Navidad de 1972, se han esfumado los fondos aportados por el mundo para subsanar los daños. Me recuerda Berlín o Viena en 1945 ¡la bien conocida miseria que acompaña a la guerra! Qué bien recordamos nuestras ciudades en los años de posguerra. Caminando por las calles se me acerca un viejo, no pide nada, sólo me mira y casi sin abrir la boca susurra: “we are hungry” (tenemos hambre).
Entre estas tristes escenas se mueven docenas de jóvenes de piel muy blanca, con el pelo rubio moviéndose con la leve brisa tropical. Los brigadistas procedentes de todos los continentes se mueven algo perdidos en ese ambiente, dispuestos a aportar su ayuda de la forma que sea.
Confían en el porvenir de la Nicaragua sandinista [1]. Estos muchachos y muchachas, con sus mochilas a la espalda, han trabajado un año, han ahorrado los dólares, marcos, libras esterlinas y pesetas para sacar este añorado billete para coger el vuelo de Managua y pasar sus vacaciones trabajando en una empresa que no les reporta ningún beneficio material.
Permítaseme recordar que en este desdichado siglo son dos los acontecimientos que han movilizado al mundo en un movimiento de solidaridad colectiva: la Guerra de España y la Revolución Sandinista de Nicaragua.
[1] La historia de Nicaragua desde la Revolución Sandinista ha sido marcada por la lucha por el poder, las reformas sociales, la guerra civil, la transición a la democracia y, en los últimos años, por una creciente polarización política y una crisis económica.
El autor relata su experiencia en Alemania tras la Segunda Guerra Mundial en sus tareas con el ejército americano. Ve en Alemania, “país vencido y ocupado”, una población aturdida en las estaciones del tren, los horrores de la guerra, así como los últimos crímenes de las SS.
Con fecha de 8 de junio de 1944 anoté en mi diario:
“El tercer día de la gran batalla en Normandía, el enorme matadero humano. La guerra está en la fase final y me instan a coger las armas ¿Contra quién? ¿Contra esos muchachos alemanes que desean que acabe la guerra? ¿Para quién? ¿Para esos jóvenes venidos del Nuevo Mundo y de Inglaterra que también aspiran a que vuelva a reinar la paz? Dentro de poco Alemania será vencida y ocupada; sabemos de sobra lo que significa una guerra perdida: miseria, hambre, desesperación. Habrá tratados de paz bajo el dictado de los implacables vencedores, nuevas fronteras, contribuciones, ocupación militar, los supervivientes se refugiaran en barracas al lado de sus casas en ruinas. La soberbia de los años de victoria será duramente castigada ¿Quién se acordará del afable corazón que palpita bajo el uniforme gris? A su madre no le preocupa ni gloria, ni honor, ni la grandeza de la nación. Oigo los discursos de los políticos guiando a los abatidos por esa triste vida de posguerra”.
Sesenta y cinco años después de que Alemania se hundiese en un mar de sangre, escombros y miseria, redescubrí unas fotos que había tomado entonces de las horrorosas escenas que presenciaba durante mi servicio en el ejército de los Estados Unidos.
Mi paso por aquella Alemania en ruinas, vencida, hambrienta y acobardada, en febrero y marzo de 1945, no se asemeja en nada a la de mis visitas posteriores a la Alemania recuperada.
Por una serie de coincidencias y sucesos me vi llevando el uniforme del ejército americano, alistado como súbdito español y con una documentación falsa que me habían proporcionado en la Francia ocupada. Habían transcurrido siete años desde mi salida de Austria y poco más de cinco de la derrota de Francia y su humillante ocupación por la Wehrmacht. Como es lógico los sentimientos de los vencedores hacia los perdedores no eran benévolos.
Al entrar en Aquisgrán, el jeep de nuestra unidad del ejército norteamericano tuvo que serpentear entre cráteres dejados por las bombas recién caídas sobre la ciudad, apenas nivelados con gravilla; veíamos edificio derrumbados a lo largo de las carreteras, los tranvías convertidos en chatarra y los raíles retorcidos y levantados. Ni un edificio había escapado de las bombas. Estaba anocheciendo, las calles desiertas, no se veía señal de vida alguna ¿dónde vivían los moradores de esta ciudad? nos preguntábamos.
Los cinco ocupantes del jeep estábamos callados, pensando “Aquí está enterrada Aquisgrán”. En el tercer piso de una casa se vislumbraba una débil luz tras una ventana sin cristales, con un paño colgando en su lugar. La casa permanecía en pie pero con varios huecos causados por el bombardeo y con los cristales de las ventanas rotos; reinaba una tenebrosa calma.
Se nos asignó un hotel de lujo como cuartel, pero era un edificio sin techo y para entrar tuvimos que mover una ametralladora y el cuerpo del soldado que había muerto usándola.
Había vivido varias derrotas militares: la de la Austria ocupada por la Wehrmacht en marzo de 1938, la de la República española en marzo de 1939, la de la Francia vencida en 1940; cada una de ellas dejando tras de sí un sinfín de miseria humana. Pero esta no se parecía a ninguna de ellas, parecía la respuesta a la Guerra Total de Josef Goebbels: “el derrumbe total”. En aquel momento me parecía que el descalabro se había consumado.
En una plaza se reunieron varias personas ante un comunicado del alto mando del ejército norteamericano firmado por el comandante en jefe, general Dwight Eisenhower, en el cual no se dejaban dudas sobre las intenciones de los vencedores: Alemania era declarada “país vencido y ocupado”. La prensa americana exhortaba a las autoridades de ocupación aliadas a utilizar un lenguaje sin miramientos.
Se ordenaba entregar las armas, los aparatos fotográficos, las radios… prohibiéndose salir a la calle después de anochecer. Los ciudadanos lo leían atentos y silenciosos. El documento estaba escrito en un alemán corriente pero con un estilo diferente al acostumbrado, el tono y los términos eran nuevos, no eran los que utilizaban las autoridades del Reich. Al poco rato la gente se dispersó sin comentarios, en calma y disciplinadamente, como suelen hacer con las cosas oficiales.
A nosotros, que formábamos parte del ejército americano, se nos prohibía cualquier contacto con la población civil, la famosa “non fraternization”. Corrían rumores de soldados aliados estrangulados de noche por fanáticos seguidores de Adolf Hitler, sobre francotiradores y sobre pozos envenenados y otros sucesos alarmantes.
Sin embargo me tentaba aprovechar la oportunidad de hablar mi lengua materna, así que decidí ir a ver a un relojero que ofrecía sus servicios mediante un papelito pegado sobre un tablón. Antes de ir a verle, como precaución, encargué a un compañero que avisara a la Military Police en caso de que no volviese en el plazo de una hora.
La familia del relojero vivía en una casa medio derruida; estaban reunidos alrededor de una mesa en la cocina. Eran gente modesta, me saludaron gentilmente declarándose felices de que hubiese terminado el aquelarre de la guerra. Según decía, el relojero era un viejo socialdemócrata. La mujer me ofreció una taza de café, ersatz[1] lógicamente, y el relojero arregló mi reloj sin pedir dinero a cambio (los Reichsmark ya no valían y aún no circulaba la nueva moneda de los vencedores). Sobra decir que regresé sano y salvo al cuartel.
En la cantina militar de los americanos se comía abundantemente (ese había sido el motivo principal para alistarnos) y los niños alemanes hacían cola para ver si les tocaba algún desperdicio dejado por los soldados. Los GI –Government Issu (propiedad del gobierno, según expresión utilizada por el personal militar) desconocían el hambre y no prestaban mucha atención a esos niños necesitados. Uno de los soldados tiró su ración a la basura casi sin tocarla, a la vista de los niños que observaban con ojos hambrientos como comían los soldados americanos. Por cierto, este fue un caso excepcional, generalmente los soldados eran más bien generosos.
Otra vivencia de aquellos días digna de ser narrada:
Un día llegó a la estación uno de esos largos trenes militares con su guardia, compuesta por soldados puertorriqueños. Al enterarme de que hablaban español les invité a tomar algo en nuestra cantina, algo normal con el personal de paso, pero el cantinero se puso bravo y les prohibió entrar por tener la piel oscura. Protesté, llamé a nuestro oficial, pero todo fue en vano, de nada me sirvió hacer valer nuestra lucha contra el racismo nazi. “Tiene usted razón pero así es nuestra sociedad” me dijo.
Compré una moto BMW. Al vendérmela el dueño manifestó: “Nosotros nunca más volveremos a tener gasolina para ir en moto…” y yo corría por las maravillosas autopistas casi vacías, orgullo de la Gross-deutschland[2], donde sólo encontré esporádicamente algún jeep americano.
Esto pasaba a principios de abril de 1945, pocos días antes de la derrota oficial; Hitler aún no se había suicidado, la Wehrmacht resistía en Berlín, millones de personas desplazadas de todas las nacionalidades, mayoritariamente alemanes, pululaban por las ciudades reducidas a escombros en busca de un lugar donde seguir viviendo, aunque fuese sólo con un pedazo de pan para comer y una manta para cubrirse contra las inclemencias del tiempo primaveral.
En la parte oriental del país, aún no alcanzada por las tropas aliadas y bajo rígido control nazi, aquel mes de abril de 1945 tenían lugar los crímenes más horrorosos del régimen nacionalsocialista. Las SS arrastraban largas escoltas de miles de esqueletos humanos de un campo de concentración a otro, matando salvajemente a quien caía a lo largo del calvario sin fuerza para seguir adelante. Eran judíos, rusos, gitanos, pero también gente de otras nacionalidades, entre ellos no pocos republicanos españoles. Los que no murieron en ese infernal desfile fueron liberados pocos días después. Pero no pocos de los supervivientes murieron al no poder digerir lo que les dieron de comer sus libertadores.
El aquelarre alemán apenas dejaba esperanzas para un futuro en paz en Europa.
Ese mes de abril de 1945 resonó el trueno de los cañones desde la otra orilla del Rin ¿A quién se le ocurrió dispararlos en una situación tan desesperada? Pero el puente siguió en pie, el famoso Puente Adolf Hitler, último obstáculo para el avance aliado. Se preveía que lo volarían en cuanto las últimas tropas alemanas hubiesen cruzado al otro lado pero no sucedía nada y el puente quedó intacto. Al pasarlo, los soldados abandonaban las bicicletas que se habían apropiado para facilitar la fuga y que se amontonaban en la orilla del rio.
El 12 de abril se nos convocó a un acto patriótico desconocido hasta el momento: formar frente a la bandera americana en honor del presidente Rooselvet que acababa de morir. Parecía que había aguantado hasta cumplir su tarea. Rompimos filas quedando pensativos: ¿Qué tipo de presidente nos tocará ahora al comenzar la era de la paz?
En plena calle una rubia nos invitó discretamente a seguirla. Olvidamos las advertencias de los oficiales, los GI estrangulados, los pozos envenenados… y la chica nos guió hasta un edificio medio hundido, subimos una escalera apenas transitable y entramos en una sala más bien acogedora donde había tres muchachas reunidas; nos sirvieron vino y galletas sin pedirnos nada a cambio. Eran chicas curiosas por saber cómo éramos los americanos, nada más.
En la estación de ferrocarril se había desescombrado una sola vía a través de un montón de hierros torcidos y de los despojos causados por los bombardeos. Por allí pasaban los largos trenes con armamento y las mercancías para los ejércitos aliados que nuestra unidad se encargaba de distribuir a sus respectivos destinos.
Entre tanques y cañones, apretados entre enormes cajas de contenido desconocido y mercancías militares de toda clase, se apiñaban miles de personas que huían, esta vez la mayoría eran alemanes. Con cada tren llegaban centenares de refugiados y los GI escogían chicas jóvenes y les ofrecían chocolate con la esperanza de poder pasar un rato con ellas. No eran pocas las que aceptaban ya que no tenían nada que perder, tenían hambre y no sabían dónde pasar la noche (¿dónde la pasarían los soldados?) ni dónde ir para huir del avance soviético.
Una chica rubia de unos diecisiete años me contó que, tras perder a los suyos en la huida, fue hospedada por un hombre vestido con un extraño pijama –era un prisionero recién liberado de un campo de concentración- que le pidió algo que ella no comprendía; parece ser que él tampoco comprendió la reacción de la chica. Finalmente buscó otro lugar hasta que la coloqué en uno de los trenes que salían hacia occidente.
Una anciana bien vestida con una niña de unos seis o siete años estaba sentada sobre sus maletas en medio de la estación, obviamente desorientada y sin saber qué hacer.
Había soldados mutilados vistiendo el uniforme de la Wehrmacht, así como personal que se había alejado de su formación militar por cualquier motivo. Había quien iba a reunirse con su familia y otros muchos que no sabían dónde habían ido los suyos al acercarse los rusos. Uno vestido con el uniforme gris de la Wehrmacht aseguraba ser medio judío, sentirse muy alemán y haber ido a la guerra con entusiasmo.
Otros vestían su especie de pijama, recién liberados de un campo de concentración; ninguno de ellos estaba dispuesto a revelar sus vivencias.
Había trenes con prisioneros de guerra rusos liberados, camino de su patria, con grandes carteles de Stalin adornando los vagones, cantando canciones de guerra, riendo y bailando, felices de regresar a su patria, esperando una calurosa acogida de su pueblo por haber escapado de las vejaciones del enemigo.
Y otros trenes, con vagones de ganado llenos de soldados alemanes que acababan de ser hechos prisioneros, camino de uno de los campos instalados por los aliados. En la espalda de sus uniformes se había marcado con tinta imborrable “PW, Prisoner of War”. En medio de ese caos estaban los afortunados que sobrevivieron en sus propias casas, aunque tenían cortadas las fuentes de aprovisionamiento, sin luz, ni agua, ni calefacción y con los hijos caídos o prisioneros en tierras lejanas.
En .los apuntes que guardo de aquellos meses encuentro esta frase:
“Alemania vencida ¿Cuántas generaciones pasarán hasta que este pueblo vuelva a recuperar la normalidad? En vista de la miseria y del caos estamos convencidos de que serán muchas”
El autor describe la liberación y celebración de Bruselas, tras su viaje desde Vierzon a París, sus experiencias laborales con las tropas inglesas y americanas hacia Alemania, y conocer el drama que las SS fue quien deportó a su madre al campo de Auschwitz poco antes de su liberación.
El viaje desde el recién liberado Vierzon hasta París no resultaba nada fácil, a través de un territorio donde reinaba una mezcla de anarquía y delirio de redescubierta libertad, típica de las revoluciones triunfantes: se requería un laissez-passer, un permiso especial para el tren y, desde luego, un tren que funcionase. Llegué a un París recién liberado con las huellas de los combates todavía presentes como, por ejemplo, la huella de un cuerpo humano marcada en el suelo con piedrecitas y un papel en el que una hija señalaba donde había muerto su padre, caído durante las refriegas de la retirada de la Wehrmacht.
Me hospedaron en el cuartel de una unidad de resistencia española dándome un papelito que me autorizaba a circular fuera de París y que falsifiqué para dirigirme a Bruselas. Llegué a Tourcoing en la frontera de Bélgica, los guardias franceses me pidieron el pasaporte dejándome pasar a condición de no volver jamás a Francia; sus colegas belgas ni siquiera me miraron, así que entré en Bélgica el mismo día que cambiaba la moneda de la ocupación por una nueva nacional, por lo que cada ciudadano podía cambiar doscientos francos belgas por la nueva moneda. Subí a un camión en dirección a Bruselas donde llegué sin tener ni un céntimo para el tranvía. Conmovido por mi deseo de ver a mi madre tras años de separación forzosa, alguien me pagó el billete y, por fin, me encontré ante la puerta de aquella exigua casa del barrio bruselense de Uccle, la única dirección que conocía.
Sesenta años después del día que llamé a aquella puerta aún se me encoge el corazón al recordarlo. Se entreabrió la puerta y apareció una rubia y corpulenta señora a la que anuncié mi nombre preguntándole por Madame Hoffmann. La rubia me miró con los ojos abiertos de par en par, repitió mecánicamente “Madame Hoffmann” y cerró la puerta. Tardó un rato hasta que, acompañada por su marido, volvió a abrir y me soltó la noticia de que Madame Hoffmann había sido detenida por las SS y llevada al campo de Malinas[1].
Madre de Gerhard Hoffman enviada al Campo de Tránsito de Malinas y después a Auschwitz. Generada por IA.
En septiembre de 1944 ya se sabía que durante la ocupación alemana desde el campo de Malinas solían deportar a los grupos de infelices rumbo a destinos desconocidos en el este. El grupo de mi madre salió el 14 de mayo, era el transporte número veinticuatro, el último antes de la liberación. Sus huellas se pierden en dirección a Auschwitz.
Placas conmemorativas de mujeres en Campos de Concetración75º Aniversario de la Liberación de Bruselas
Ya había muchos indicios de lo que sucedía en los campos del este de Europa pero hasta la caída del Reich no se conoció enteramente la cruel realidad de lo que ahora llamamos Holocausto. Los parientes de los deportados aún podían esperar que los suyos regresasen vivos.
Hoffmann carpintero.Imagen genedara por IA
El primer invierno después de le liberación se pasó mal: hambre, frío, tiendas sin mercancías, la miseria que había conocido en la Viena de mi infancia y de la España de los últimos meses de la guerra. Encontré trabajo de carpintero en un taller del ejército inglés donde se montaban los vehículos para el avance de los Aliados en la conquista de Alemania.
Hoffmann Cabo Primero del ejército de EEUU. Generada por IA
Buscando un trabajo mejor remunerado me dieron un papelito rojo para presentarme en la oficina de empleo del ejército de Estados Unidos. Me presenté y me aceptaron, embarcándome de inmediato en un jeep hasta su base en Verdún para incorporarme como “private first class” (cabo de primera) en el glorioso US Army, me equiparon con un elegante uniforme que incluía un “helmet liner” (casco forrado). La mañana siguiente salimos hacia Alemania a una guerra que aún duraría cuatro meses más.
[1]Campo de tránsito de Malinas. Entre 1942 y 1944 los barracones del cuartel Dossin de Malinas (Mechelen), en Flandes, fueron utilizados por los nazis como campo de tránsito por el que pasaron más de 25.000 judíos y gitanos belgas y del norte de Francia antes de ser deportados a Auschwitz-Birkenau. El 95 % de los deportados no sobrevivieron. Después de la liberación del campo, el 5 de septiembre de 1944, sus instalaciones funcionaron como campo de internamiento para nazis y colaboracionistas.
El texto describe la vida en Francia durante la ocupación alemana: Normandía, la Resistencia, relaciones con soldados alemanes, su novia catalana, y los días previos a la Liberación en 1944.
El 6 de junio de 1944 los ejércitos aliados llegaron a las costas francesas con once mil aviones y cinco mil barcos. A una distancia que hoy se recorre en menos de dos horas se desplegó la mayor batalla de la historia militar. La Muralla del Atlántico[1], construida con el sudor de centenares de miles de trabajadores forzosos, la mayoría republicanos españoles, comenzó a tambalearse hasta que se quebró a los pocos días.
En el curso de un mes se tomó Cherbourg, después Caen y, a finales de junio, Rouen. El camino a París quedaba libre. En julio las divisiones alemanas iniciaron la retirada que se convirtió en huida a principios de agosto. Los ejércitos aliados avanzaban hacia París.
Día D: Desembarco de NomarndiaAvance Aliado: Caen 1944 Y Ahora
En la idílica ciudad donde vivía entonces aún no se oía el estruendo de los cañones. Se sabía que habían llegado los aliados pero desconocíamos los detalles de los movimientos de las tropas.
El duro régimen de los ocupantes alemanes continuaba con el riguroso control de la Gestapo y la Feldgendarmerie y con el gris de los uniformes de la Wehrmacht mezclándose con los transeúntes. La población civil seguía sufriendo las acostumbradas penurias mientras se celebraban suntuosos festines en el Soldatenheim.
Refugiados estranjeros en la Francia Ocupada. Por IARefufiados españoles en Toulouse. 1945
Sin embargo se intuía el olor de la Liberación. Las autoridades francesas ya no cumplían con todo su empeño las órdenes recibidas de la Kommandantura y los gendarmes se abstenían de proceder con rigor contra los maquisards.
Los miembros de la Resistencia vivíamos nuestro propio romanticismo que consistía en soñar asaltos y voladuras de posiciones enemigas, acciones para obstaculizar la retirada de las tropas alemanas. Mi trabajo antinazi consistía en aprovechar mi dominio del alemán para contactar con soldados alemanes intentando convencerles de que la guerra estaba perdida. A tal fin me había infiltrado como carpintero en el cuartel alemán.
Españoles Cántabros en La ResistenciaMujeres españolas en labores de Inteligencia en La Resistencia depués de duras condicionesLa División Ebro en La Resistencia
Pretendía balbucear algo de alemán fingiendo buscar palabras mientras las deformaba. Tuve que pasar por la Oficina de Trabajo alemana donde el oficial quiso mandarme a trabajar a Alemania pero la muchacha que allí servía escribió en el papelito “de carpintero al cuartel” y el borrachín del suboficial lo firmó.
En aquella Francia en vísperas de la Liberación todos simpatizaban con la Resistencia aunque sólo fuese con chistes anti alemanes cuchicheados entre amigos. Incluso el vice prefecto demostraba su patriotismo extendiendo papeles falsos a los resistentes amenazados por la Gestapo; así es como obtuve mi documentación de “ciudadano español nacido en Zaragoza” que me facilitaba la entrada en el cuartel alemán para realizar el trabajo antinazi.
En mi nuevo puesto de trabajo presencié las malicias a las que los oficiales sádicos sometían a los pobres muchachos recién quintados. A algunos de ellos les oí hablar en el dialecto de mi tierra, esa lengua que suena mucho más suave que el alemán del norte. Solían juntarse en las letrinas, frente a mi taller, para disfrutar de un momento de descanso y les escuchaba quejarse del maltrato que sufrían.
Un día ya no pude contener más mi emoción y les dirigí unas palabras consoladoras en puro vienés ¡Menuda sorpresa, el carpintero español les consolaba en su propio dialecto! En realidad era un descuido imperdonable; si uno de los reclutas me hubiese denunciado habría acabado en los calabozos de la Gestapo. Pero lo que sucedió es que la letrina acabó convirtiéndose en el centro clandestino de nostalgia de la lejana patria.
Años después, cuando regresé a mi país, me encontré con algunos de los amigos de la infancia que habían servido en el ejército alemán y nos preguntábamos cómo se hubiesen comportado de haberse cruzado nuestros caminos en la Francia ocupada. Aseguraban que nos hubiésemos abrazado felices de reencontrarnos. Lo dudo ¿Quién arriesgaría su vida para saludar a un amigo que, según las leyes vigentes, debía ser considerado un traidor?
Por mi parte, el dilema es que esos soldados con uniforme alemán hubiesen sido mis enemigos y mi deber era matarles en caso de enfrentamiento; pero les tenia simpatía ya que eran compañeros míos, obligados a servir a los nazis (algunos a regañadientes).
Aun estábamos bajo el régimen de la Kommandantura de la Wehrmacht y podía aparecer un destacamento de las SS en cualquier momento, aunque el final ya se percibía cercano. Los magistrados franceses ya no cumplían las órdenes como antes. ¿Quién quiere aparecer como “collaborateur” en vísperas de un cambio de escenario?
Relaciones entre derrotados y aliados. 1945Relaciones con tropas alemanas. Por IA
En agosto de 1944 nuestra vida cotidiana era cada vez más difícil. Mi miserable salario no alcanzaba para las compras cotidianas y menos aún para las del mercado negro. Con mi novia catalana, hija de refugiados republicanos, los domingos recorríamos durante largas horas las bellas campiñas de la Solange en busca de algo con que calmar el hambre y, a veces, cambiábamos una manta o un trozo de jabón por un pedacito de queso de cabra que luego repartíamos con el resto de la familia.
A principios de agosto se empezó a oír, aunque todavía a lo lejos, el trueno de los cañones, mientras nosotros gozábamos de nuestro idilio ¿Qué importancia tenían las adversidades cotidianas si íbamos a vencerlas con nuestra joven confianza? No cabía duda alguna.
Me movía entre la colonia de republicanos españoles que conocían mi verdadera identidad de austríaco pero me consideraban uno de ellos.
Mi novia era hija de un funcionario sindicalista que fue asesinado por falangistas a la entrada de los vencedores en el pueblo, en febrero de 1939. La madre cogió a los tres hijos y se sumó a la avalancha de casi medio millón de fugitivos que cruzaron la frontera en busca de refugio en Francia. Mi novia era la mayor, había otra hija de diecisiete años y un hermano de doce. Como tantas madres españoles, Mercedes se encontró en un país cuyo idioma desconocía, sin recursos y dependiendo de los escasos subsidios que daban las autoridades francesas.
Yo tenía mi cuartito en una casa vecina. Los Servats me acogieron como miembro de la familia y pasaba mi tiempo libre con ellos. En la familia se hablaba en catalán, que empecé a comprender paulatinamente, mientras que conmigo conversaban en castellano
El 22 de julio de 1944 llegaron las primeras noticias del atentado contra Adolf Hitler. Opinamos que era la señal para que el pueblo alemán se deshiciera del régimen que obviamente les estaba arrastrando hacia el peor desastre de su historia.
Aquel verano de 1944 ¿quién podía pensar que la locura duraría nueve meses más? Ese lindo agosto nadie sospechaba que docenas de magnificas ciudades alemanas se convertirían en escombros hasta que rusos y americanos se abrazaran entre las ruinas de Berlín.
A la espera de esa paz tan soñada escribí en mi diario la nota siguiente:
“Más allá de los Alpes ha llegado el gran momento, la gran transformación ¡Otra guerra perdida! ¿Cuántos mutilados mendigaran por las calles esperando que se compadezcan de ellos quienes esta vez han resultado ilesos?
Estos eran los recuerdos de mi infancia en un país vencido y desesperado después de la guerra de 1914.
En mi taller ya no se trataba de construir ridículos tanques simulados de madera. Los dos carpinteros fabricábamos maletas de madera para los oficiales. Para que sus botines se quedasen en Francia fijamos los fondos de esas maletas con sólo tres clavos.
Un día volvía del trabajo como de costumbre a casa de mi novia llevando provisiones para los tres muchachos que estaban allí escondidos esperando incorporarse al maquis. Me aguardaba una sorpresa: justo al doblar la esquina para entrar en la alameda donde vivíamos habían instalado un destacamento de las SS. Uno de los guardias, rubio, con su odioso uniforme negro, estaba fijando el cartel con la advertencia “EINTRITT BERBOTEN!”
No había nada que hacer, tenía que pasar por allí. Debía entrar en casa como fuese. Intentando contener mis nervios me dirigí al rubio SS y le dije, en el peor alemán que logré balbucear: “DAS NIX GUT-FRANZOSEN NIX DEITCH; IK DIR MAKEN”. El germano, feliz por la inesperada ayuda, me tendió la tiza y escribí con cuidada caligrafía: “ENTRÉE INTERDITE”. Le ayudé a fijar el cartel en el tilo. El muchacho me lo agradeció y pasé en dirección prohibida.
En casa, la familia de tres mujeres y el niño estaban amedrentados. Los tres muchachos escondidos estaban en el cuartito de detrás de la puerta mientras que en la cocinita los SS se habían sentado alrededor de la estufa. Su jefe, el Sturmbannführer o quizá Obersturmbannführer, conversaban pacíficamente frente a la madre en su correcto francés de colegio. Nos contó que era de Viena, de padres húngaros, obviamente de buena familia.
Hacia mediodía desaparecieron casi todos de repente, dejando sólo a dos o tres de guardia; regresaron al oscurecer reuniéndose nuevamente en nuestra cocinita y retomando la conversación. El jefe le pasó la cazadora a la madre, pidiéndole que le cosiese un botón suelto. Al ponerse las gafas la pobre mujer descubrió el agujero de una bala y el SS le explicó tranquilamente, siempre en su súper correcto francés de colegio: “Ce matin, c’était d’un de vos gens…” (Esta mañana, fue uno de los vuestros…).
¿Por qué no nos apresaron si ya sospechaban nuestra filiación? Tal vez para poder seguir disfrutando de aquel pacífico episodio en vísperas del final.
En la puerta vi a un SS llorando. Era el muchacho rubio de la mañana y le oí sollozar amargamente: “Ich möcht’ heim, zu Mutter…” (Quiero ir a casa con mi madre…). Le quedaban nueve meses para acabar y mucho riesgo de perder la vida.
La mañana siguiente el aquelarre había terminado. La SS se fue.
[1] La Muralla del Atlántico fue una gran cadena de puntos de refuerzo construida durante la Segunda Guerra Mundial por la Alemania nazi que tenía la misión de impedir una invasión del continente europeo desde Gran Bretaña por parte de los Aliados. La edificación de este proyecto se confió en 1942 a la Organización Todt. La zona costera del Canal de La Mancha bajo control alemán se dotó de todo tipo de bunkers, blocaos, casamatas, trincheras, túneles y demás estructuras defensivas.
El narrador explica las relaciones de amistad y amor, la noticia de la muerte de su hermano en el campo de concentración (1942), y Alemania que invade la URSS de Stalin. Pasa 62 días en un centro de detención, y al ser liberado trabajará en los Pirineos y marchará a un castillo feudal.
Al mismo tiempo que sucedía el romance entre Ilse y Álvaro yo mantenía una inocente amistad con una muchacha alemana del campo. Era medio judía y hubiese podido evitar la deportación pero no quiso dejar sola a su madre judía. Por aquel entonces salía de vez en cuando del campo pasando descaradamente ante los guardias como si estuviese autorizado a hacerlo.
Relaciones Amor Y Amistad Entre Hombres Y Mujeres. Generado por IA.
Gracias al contrabando de habichuelas había reunido una modesta cantidad de dinero que me permitió invitar a esa chica a una breve salida fuera del campo. Fuimos donde el campesino que me vendía las habichuelas que nos ofreció un vaso de leche y un pedazo de pan, manjar de dioses en aquellos tiempos, y paseamos por el bosque como dos niños de un cuento de Grimm, olvidando guerra y miseria, y regresamos al campo.
Al acabar la guerra Selma se casó con un brigadista austríaco, vivían en Viena y tuvieron dos hijos, siendo una madre ejemplar. En los años cincuenta la vi un par o tres de veces en Viena y me contó cómo había sido aquella singular salida en otoño de 1941, recordando aquel día como el más feliz de aquella época. Teníamos pensado reunirnos para rememorar la común aventura pero murió antes de poder hacerlo, siendo llorada por su familia.
Al volver al campo fui descubierto con mi contrabando y recluido en el campo penal, un recinto sin cama donde se comía media lata de sardinas al día. Saliendo del penal escapé del campo con la vaga intención de cruzar España y refugiarme en Portugal. Un amigo vasco me escribió una carta indicándome que su hermana podía ayudarme a pasar la frontera por San Sebastián. Crucé los campos, evitando las carreteras por miedo a los gendarmes. Así se cerraba el capítulo de los campos pero el siguiente no sería nada mejor.
Descubierto con contrabando y recluido. Generada por IA.
Había pasado el fatídico año 1940, empezaba 1941 pero las perspectivas tampoco eran mejores.
La desgracia se había abatido sobre la infeliz Francia y no eran pocos los que decían “Heureusement on a eu le Maréchal”. El viejo zorro de Verdún no había ahorrado a su pueblo las humillaciones tramadas por los generales del Reich y junto a Pierre Laval tuvo que pagarlas con su vida al llegar la Liberación.
La Alemania NaziI nvade URSS de Stalin. Generada por IA
Mientras los ejércitos alemanes marchaban sobre Moscú y se acercaba el invierno, yo caminaba con mis chanclos por los pueblos del Bearn hacia la cercana ciudad de Oleron, con intención de cruzar la frontera por los senderos de los Pirineos, cruzar el País Vasco español y buscar refugio en Portugal.
Este intento fracasó a causa de la vigilancia que había en la frontera. Encontré trabajo en una empresa carbonera que operaba en los Pirineos talando árboles para producir carbón vegetal. Guiado por una joven campesina subí con mucho esfuerzo el empinado camino hacia el chantier. Me emparejaron con un muchacho andaluz que conocía el oficio de leñador tanto como yo. Al finalizar la primera semana declaramos cinco estéreos[1] al controlador, sabiendo que pronto descubrirían la trampa pero conscientes de que no podíamos vivir con los dos estéreos que habíamos conseguido.
El correo se distribuía durante la pausa de descanso y en una de ellas me entregaron una carta de mi padre en la que me comunicaba que mi hermano Wolfgang había muerto en el campo de concentración de Gross Rosen el día 11 de marzo de 1942. Por un instante se me paró el corazón. Mi apuesto hermano, el guía de mi infancia, había desaparecido. No había cumplido treinta años, era fuerte y estaba sano, había superado mil calamidades… ¿cómo era posible que hubiese muerto? Se desvanecían los sueños de forjarnos un porvenir común acabada la guerra.
Revisando los documentos que había dejado en Bruselas nuestra madre al ser deportada, encontré la carta que había recibido del campo de Gross Rosen comunicándole que Wolfgang Israel Hoffmann había muerto el 11 de marzo de 1942 “a pesar de los esfuerzos médicos, por insuficiencia del corazón”.
¡Pobre mujer! Empezó su vida feliz, se casó con su guapo esposo al que amaba y que le escribió las cartas de amor más cariñosas desde su cautiverio italiano, nació su hermoso hijo, su marido se convirtió en un estimado abogado, incluso podía permitirse el lujo de tener criada; todo iba bien hasta que mi hermano se fue de casa con diecisiete años a vagar por el mundo. Pocos años después me llegó a mí el turno de abandonar el hogar y tras la ocupación nazi le tocó el exilio y el terrible golpe de la muerte de su hijo mayor. Existe el borrador de una carta de mi madre a la dirección del campo de Gross Rosen. Nunca he tenido el valor de leerla.
Deja Carbonera Y Va Con Maestros A Creuze. Generada por IA
Decidí abandonar el trabajo en los Pirineos; recogí los pocos trastos que poseía y resolví ir a ver a la pareja de enseñantes que había conocido por las cartas de solidaridad que recibíamos en Gurs. Los Tixier dirigían la escuela rural de un caserío en la Creuze. No tenía ni idea de dónde se encontraba ese “Jalletat” ni disponía de mapa alguno; la única referencia era la dirección indicada en la carta que decía “poste Guéret” así que saqué billete para Guéret, la capital del departamento pero en la estación Le Grand Bourg el letrero ya indicaba que estábamos en el departamento de la Creuze, así que bajé del tren.
A los gendarmes les pareció sospechoso un joven con una indumentaria poco habitual y con un bulto envuelto en una manta y me solicitaron la documentación. Al no disponer de ella me llevaron a su puesto pero no sabían qué hacer con ese tipo extraño que no tenía intenciones peligrosas. Tras consultar con sus superiores, acordaron aplazar la decisión hasta el día siguiente. Pasé la noche en casa de una anciana que estuvo dispuesta a hospedarme cuando le prometí que no me escaparía. La señora, desconociendo qué delito podía haber cometido, me preparó algo de cena y me alojó en la cama de su difunto padre. Por la mañana los gendarmes me recogieron y me llevaron al centro de detención de extranjeros indocumentados más próximo, que era el de Brive la Gaillarde.
Indocumentado Y A Gendarmeria 2 Meses. Generada por IA
Allí pasé los sesenta y dos días más miserables de toda mi estancia en esa Francia tan poco hospitalaria. No es que se maltratase a los cautivos pero nos tenían en tal estado de hambre y descuido que minaba nuestro ánimo. Los guardianes, ex oficiales de la legión extranjera, robaban nuestras raciones y nos alimentaban con poco más que algunos trozos de rábanos hervidos.
Una noche, los guardianes borrachos abrieron las celdas mostrando las tristes figuras de los hambrientos y míseros cautivos a las chicas que les acompañaban, divirtiéndolas con tan triste espectáculo.
Liberado A Castillo Feudal. Generada por IA
Salí de Brive para trabajar en un castillo feudal. El conde de Bony me cambió por una gallina y un trozo de queso.
[1] Estéreo. Unidad que estima el peso de la madera, aproximadamente 0’66 m³, usada en la actividad forestal.
El autor narra la derrota de Francia ante la Alemania nazi, y como queda la situación en los campos de concentración (Gurs, Argelés y Saint Cyprien) y la de su família tras un encuentro amargo con su hermano y su padre.
En junio, los alemanes estaban a punto de ocupar la franja de la costa francesa próxima a la frontera española y el mando francés del campo de Gurs resolvió trasladarnos ante la inminente amenaza de caer en manos de la Wehrmacht. Se nos embarcó en un tren, esta vez en vagones de ganado, y llegamos a Toulouse durante la desbandada del ejército francés. De repente desaparecieron los guardias y centenares de “rojos peligrosos” quedamos en libertad. Paseamos por la ciudad gastando los cinco francos de la caja común que nos habían repartido al salir del campo, comprando pan que, ante nuestra sorpresa, se vendía libremente en las panaderías (en Gurs nos habían reducido la ración de pan aduciendo que en Francia escaseaba).
Entrada de los Nazis en París
Una avalancha de fugitivos llenaba las plazas de la ciudad, una imagen que nos resultaba familiar. Durante “nuestra guerra” ¿cuantas veces nos habíamos cruzado con las tristes caravanas de familias en busca de un rincón de paz, huyendo de la guerra que les había alcanzado?
Para nosotros no era conveniente aprovechar la oportunidad para escapar; desconociendo el idioma, sin recursos y con una indumentaria deficiente, era preferible permanecer juntos. Una delegación fue a investigar si aún existía alguna autoridad y, al fin, llegó la Garde Mobile y el tren prosiguió hasta el viejo campo de Argelés, en la costa mediterránea, donde tuvimos que vivir en los barracones abandonados por los refugiados españoles en 1939.
Decadencia de los Campos de concentración franceses tras las invasión alemana
Volvió a instaurarse la monótona vida de reclusos, la escasa alimentación, los piojos y las pulgas, aunque ahora estábamos frente a la playa y podíamos tomar un baño cuando quisiéramos.
Un día de aquel verano un compañero me avisó de que mi hermano me estaba buscando. No se burlaba de mí, allí estaba mi hermano, alto, fuerte y confiado como siempre. Le habían detenido junto a mi padre durante la invasión alemana y se encontraban en el campo de Saint Cyprien, a pocos kilómetros de Argeles. Wolfgang fue en mi busca al tener noticias de la presencia de refugiados internacionales en el campo vecino.
Era un singular encuentro y creímos que el mando francés nos permitiría salir juntos del campo. Nos indicaron que la comandancia estaba en un edificio fuera de la entrada. El comandante no accedió a nuestra demanda y proseguimos hasta Argelés. Al ver a dos jóvenes fuertes una señora nos ofreció que nos ocupáramos de su granja. Aceptamos y convenimos en empezar dos días después ya que mi hermano debía despedirse de nuestro padre que iba a permanecer solo en el campo y yo quería despedirme de mis compañeros.
Dos días después salí del campo de Argelés y me dirigí al lugar convenido para el encuentro, donde esperé a mi hermano en vano ¿Qué hacer? Resolví ir al campo de Saint Cyprien donde esperaba encontrarle con mi padre.
Al llegar, los guardias me apresaron y me metieron en el recinto penal. En la marcha campo a través, evitando carreteras y caminos controlados por los gendarmes, había perdido las pocas cosas que me había llevado de Argelés, incluidos el plato y la cuchara, elementos esenciales en un mundo en el que se dependía de la alimentación accidental. Desde los tiempos de las largas caravanas de refugiados huidos de España, Saint Cyprien había pasado de ser una masa de partidarios de la República vencidos por un enemigo común a un conjunto de desterrados dispuestos a salvarse a cualquier costa. En aquel triste recinto las noches eran un aquelarre, tuve que defenderme de un maricón argelino que me atacaba por la derecha y de las agresivas ratas que lo hacían por la izquierda.
Ficha de la Gestapo de Viena de Woolfgang Hoffmann (1912-1942). Foto del archivo DÖW.
A los pocos días pude salir al campo normal donde encontré a mi padre tirado sobre el colchón en un barracón, miserable y desesperado. Wolfgang se había despedido de él al llegar una comisión alemana que ofrecía ayuda a quienes estuviesen dispuestos a volver a su domicilio. Esperando reunirse con su mujer, su hijo y su madre en Bruselas, se apuntó y fue llevado, junto a otros trescientos repatriados, a Burdeos donde la Gestapo les investigó, apresando a tres de ellos que estaban en su lista de sospechosos. Acabó siendo víctima de su compromiso antifascista pereciendo a los pocos meses en el campo nazi de Gross Rosen[1].
Teniente Heinrich Hoffmann en la IGM (Generda por IA)
Intenté levantar la moral de nuestro padre que, a los cincuenta y siete años, era un viejo desamparado que no podía conformarse con su desolación. Aficionado a la música, amante de la literatura, de finos modales, se vio arrojado a la más triste miseria. Francamente yo no estaba dispuesto a sostener su ánimo y confieso haber fallado en mi deber filial.
[1]Gross Rosen fue un campo de concentración nazi situado en Rogoznica, una localidad de la parte occidental de Polonia. Fue construido en agosto de 1941 como subcampo de Sachsenhausen pero el 1 de mayo de 1941 se convirtió en campo independiente albergando un gran número de trabajadores esclavos en las factorías bélicas del sector. Gross Rosen poseía una empresa que explotaba una cantera. La muerte de los reclusos se producía principalmente por agotamiento en el trabajo y por ejecuciones. Era también un centro de entrenamiento para las 541 mujeres SS que allí aprendían cómo tratar a los reos para ser destinadas más tarde a otros campos. Fue evacuado el 13 de febrero de 1945.
El autor describe la inminencia de la Segunda Guerra Mundial y su impacto en la población, especialmente en los internos del campo de Gurs. Relata las difíciles condiciones de vida en el campo, la invasión de Polonia y Finlandia, y la “drôle de guerre”. También menciona su labor de alfabetización y la construcción de un monumento a Buenaventura Durruti.
Nadie dudaba de que la guerra fuera inminente, pero cuando las divisiones alemanas invadieron Polonia en 1 de septiembre de 1939 y Francia e Inglaterra declararon la guerra al Reich fue como un porrazo que caía sobre la gente. Sólo hacía veintiún años del fin de la Primera Guerra Mundial y por su edad muchos de los supervivientes podían volver a ser llamados a filas. Las novelas de Erick Maria Remark en Alemania y de Henri Barbusse en Francia sembraron el miedo a la guerra en todo el mundo. Hasta el último momento se anhelaba el milagro de que pudiese evitarse. No hubo las manifestaciones de júbilo tan frecuentes en 1914 pero tampoco hubo protestas. La consciencia parecía paralizada.
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En Gurs aún desconocíamos las consecuencias que esto iba a tener. No sentíamos simpatía alguna por el régimen semi fascista del mariscal Pilsudski[1] y tampoco podíamos imaginar que cuando las tropas soviéticas invadieran Polonia fuesen a deportar a miles de funcionarios comunistas. Según nos dijeron, los países bálticos eran territorios arrancados a la fuerza que habían pertenecido a Rusia históricamente.
En noviembre el ejército soviético atacó Finlandia comenzando una tenaz resistencia de ese pequeño país de poco más de dos millones de habitantes que duró todo el invierno y sólo acabó en marzo de 1940 con un armisticio cediendo una franja de territorio a la Unión Soviética.
Por primera vez osé expresar mis dudas sobre el curso de la guerra entre países tan dispares en una reunión del partido. Mi intervención fue tímida ya que no tenía coraje para arriesgarme a ser aislado de la mayoría. Sin embargo la mancha por haber dudado no desapareció, sin que los compañeros fuesen conscientes de donde procedía.
Se declaró la guerra pero tras la ocupación de Polonia y los países bálticos coordinada entre Alemania y la Unión Soviética, con el fin de la guerra en Finlandia Europa languidecía en un extraño aquelarre, la “drôle de guerre”[2], con los ejércitos acechándose desde sus líneas fortificadas: la línea Maginot y el Westwall, durante meses de angustiosa espera.
La invasión de Polonia y Finlandia al inicio de la II Guerra Mundial
En Gurs empezó un lluvioso invierno desmoralizador, el suelo convertido en un barrizal donde se nos atascaban los gastados zapatos; los días se acortaban anocheciendo a las cinco y nos acosaban las largas horas de ocio forzoso y de hambre a causa de la deficiente alimentación.
Se distribuyeron velas entre unos pocos miembros del partido para que pudiesen leer los pocos informes que nos llegaban. Mi vecino de barracón era uno de esos afortunados beneficiarios pero escondía su vela colocando un trapo entre su cama y la mía de forma que yo quedaba en la oscuridad. Este B. era un fiel miembro del partido pero sus cualidades humanas dejaban mucho que desear.
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Yo daba clases de alfabetización a jóvenes españoles ya que muchos procedían de regiones atrasadas sin acceso a la escuela. Uno de ellos me preguntó de dónde venía y se sorprendió al responderle que era de “Viena” porque él también era de “Villena”. Como siempre me ocurrió en el exilio, las relaciones con los españoles eran de mutua camaradería.
Un compañero austríaco, Pixner[3], era un escultor dotado y erigió un monumento a Buenaventura Durruti hecho con el barro del campo; alguien nos fotografió ante dicho monumento, dos brigadistas y un discípulo analfabeto mío. Pixner fue a Inglaterra y se casó con una inglesa; setenta años después encontré a su viuda y a su hija en Barcelona ante un monumento a los brigadistas en el Fossar de la Pedrera.
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Este primer invierno en el exilio francés pasó sin afectarme la moral aunque no pude acostumbrarme a la insuficiente alimentación. Una vez recibí un paquete de un tío de Inglaterra pero ¡qué decepción! al abrirlo sólo contenía jabón, pasta de dientes y otros artículos de higiene.
El 10 de mayo de 1940 acabó la extraña drôle de guerre. El ejército alemán invadió Holanda y Bélgica, aplastó la débil resistencia francesa y la de sus aliados ingleses y siguió avanzando hasta tomar París.
En junio, los generales franceses firmaron el armisticio en Compiegne, en el mismo vagón donde, veintidós años antes, sus colegas alemanes habían firmado la derrota del ejército del Káiser.
[1]Jósef Pilsucki (Zúlov, 1867- Varsovia, 1935). Primer Jefe de Estado (1918-1922) y dictador (1926-1935) de la Segunda República Polaca. Considerado el principal responsable de que Polonia consiguiera la independencia en 1918. En 1930 se genera una oposición política que le exige dejar el poder. En respuesta, Pilsudski comienza una represión que se agrava en los años siguientes; los últimos años de su régimen al terror policial se añade la brutal represión militar del nacionalismo ucraniano de 1930. A pesar de ello, la figura de Pilsudski es vista actualmente como una de las más destacadas de la historia de Polonia en donde se le considera uno de los grandes héroes de la nación.
[2] La drôle de guerre o guerra de broma es una expresión francesa referida al periodo de la Segunda Guerra Mundial que comenzó con la declaración de guerra que Francia e Inglaterra dirigieron a Alemania el 3 de septiembre de 1939 y acabó con la invasión alemana de Francia, Bélgica, los Países Bajos y Luxemburgo el 10 de mayo de 1940. En este intervalo de tiempo las tropas francesas y británicas apenas se movilizaron y no participaron en ningún acto bélico contra los alemanes a pesar de que ambos países estaban obligados a asistir militarmente a Polonia. Desde septiembre de 1939 hasta mayo de 1940, los principales actos bélicos del tercer Reich ocurrieron en batallas navales en el Atlántico. Incluso la Guerra de Invierno entre Finlandia y la URSS (diciembre 1939-marzo 1940) transcurrió sin que Francia o Inglaterra lanzaran ataque alguno contra Alemania. Sólo el ataque alemán del 10 de mayo de 1940 acabó con la guerra de broma. La expresión drôle de guerre fue utilizada por primera vez por el periodista francés Roland Dorgelès.
[3]Franz Pixner. (Ried im Innkreis, 1912- Viena, 1998). Marxista austríaco, combatiente en las Brigadas Internacionales, escultor y pintor. Miembro de las Juventudes Socialistas y del Partido Comunista Austríaco, encarcelado por su participación en el Socorro Rojo, en 1937 fue a España para luchar contra Franco siendo herido de gravedad. En 1939 fue internado en el campo de reclusión de Gurs en Francia. Al ser liberado se instaló en Londres donde permaneció hasta el fin de la Segunda Guerra Mundial. Casado con la hermana del premio Nobel de química Walter Kohn, vivió en Viena hasta su muerte trabajando como artista independiente.
El autor relata su estancia en el campo de Gurs [1], donde convivió con brigadistas cubanos y otros internos bajo duras condiciones. Destaca la celebración del 14 de julio francés (también de la II República española) y el impacto del Pacto de no agresión entre la Unión Soviética y Alemania. También menciona las dificultades de sus padres.
Treinta años después tuve la oportunidad de pasar por la que fue nuestra morada hasta junio de 1940 y vi un agradable paisaje con la impresionante muralla de los Pirineos al fondo, un bosque joven en el que trinaban los pajaritos, entreviéndose los restos de la carretera asfaltada que comunicaba los diversos sectores del campo. Un campesino estaba arando la tierra. Era demasiado joven para haber visto las miserias del campo pero tenía una vaga idea del mismo, incluso me indicó una zona en la que aparecían partículas blancas entre los terrones, allí había estado el hospital del campo. Los campesinos se mostraron comunicativos como suele ser la gente en el sur. Treinta años antes no era así. La población nos era hostil, convencidos de que éramos asesinos de curas y violadores de monjas.
El campo contaba con unos trescientos barracones para albergar a unos sesenta mil internos, estaba circundado por alambradas de espino cuádruples y subdividido en sectores o islotes para separar los grupos étnicos. Estaba administrado por la Garde Mobile que ejercía un régimen bastante severo, llegando, en ocasiones, a dar palizas. La guardia exterior la hacían soldados del ejército con sus uniformes azul claro de la Primera Guerra Mundial, algunos calzados con chanclos, armados con fusiles del siglo pasado que no sabían manejar ¿Esta era la tropa de élite más famosa de Europa?
Al acercarse el 14 de julio, aniversario de la Gran Revolución y Fiesta Nacional de Francia, quisimos celebrarlo aprovechando que entre los internados en el campo había muchos artistas: músicos, cantantes, poetas, escritores, pintores, hombres de teatro y de letras de renombre internacional e invitamos al mando a participar.
Celebración de la II República española
Teníamos presentes los ideales de los que, en 1789, se alzaron contra la monarquía borbónica con el lema de “Liberté, Egalité, Fraternité” que también fue el de la República española.
Ante todo el personal francés del campo y de los miles de internos, se celebró una magna fiesta con un programa de categoría internacional. Esperábamos que surgiese cierta solidaridad entre los pueblos que estaban combatiendo contra la amenaza fascista.
Caricatura del Pacto Hitler-Stalin
Sólo cuarenta días después, el 23 de agosto de 1939, se anunció la firma del Pacto de no agresión entre la Unión Soviética y Alemania por los respectivos ministros de exteriores, Molotov y Ribbentrop. Los gobiernos occidentales se escandalizaron; en vano se quiso explicar este giro con fines pacíficos, ambas potencias habían mostrado demasiadas veces su hostilidad como para dar crédito a sus deseos de paz. Es fácil imaginar lo que significaba para nosotros el Pacto; la Unión Soviética había sido nuestro más seguro sostén durante la guerra de España y la Alemania de Hitler nuestro implacable enemigo. Resultaba imposible creer que de repente se convirtieran en aliados. Pero los comunistas debían fidelidad a la Unión Soviética y pusieron todo su empeño en explicar el Pacto como consecuencia del fracaso de las negociaciones destinadas a crear un frente común contra la amenaza de la agresión alemana. En la prensa comunista se acusaba a los gobiernos inglés y francés de limitarse a esperar que Alemania y Rusia entrasen en guerra cuando, en realidad, ambos países deseaban mantener la paz. Lo cierto era que el Pacto era un absurdo intento de ganar tiempo aunque no es imposible que en ambos países hubiese partidarios del entendimiento entre las dos potencias. No hay que olvidar que en 1926 ya existía un acuerdo germano-soviético, siete años antes de Hitler y que desde los años veinte había contactos entre los militares (puede explicarse así la traición del mariscal Tujachevski[2]), estrategas y políticos, tanto en Alemania como en la Unión Soviética. Tales rumores permanecen encerrados en los archivos secretos rusos.
Este giro de la política internacional tuvo efectos desastrosos entre nosotros. Se redujeron nuestras raciones, cortaron las comunicaciones con el exterior y sacaron del campo a ciertos compañeros considerados funcionarios comunistas por el mando francés, siendo trasladados a Le Vernet[3], un campo con un régimen más severo en los Pirineos Orientales.
El gobierno francés nos parecía poco dispuesto a defender el país contra la amenaza de la Alemania de Adolfo Hitler, mientras se estaban movilizando todas las fuerzas para abatir a los comunistas.
Prestemos atención a nuestros pobres padres que, mientras tanto, estaban sufriendo las medidas antijudías, humillaciones, prohibiciones, órdenes, impuestos arbitrarios por parte del estado nacionalsocialista. Para empezar se les obligó a abandonar su piso para “limpiar de judíos la entrada de la ciudad a la que estaba a punto de llegar el Führer”. Era una situación absurda para quienes nunca habían tenido la menor vinculación con la religión hebrea pero no tenían más remedio que abandonar el país en el que habían nacido.
En el verano de 1938 ningún país estaba dispuesto a aceptar fugitivos de la Alemania nazi. Después de muchas solicitudes denegadas, les fue concedida la entrada en Bélgica donde estaba viviendo su hijo mayor, mi hermano Wolfgang, con su mujer y su hijo. Salieron en abril de 1939 tras haber pagado el Reicksfluchtseuer o impuesto de fuga y sin poder llevarse ningún objeto de valor. Alquilaron un alojamiento minúsculo en el desván de una de esas típicas casas estrechas de la vieja Bruselas y empezaron a vivir un idilio al lado de su nieto, que no duró más de un año, hasta la invasión alemana en mayo de 1940[4].
Selección de los judíos destinados a los campos de concentración
En Gurs teníamos por vecinos a los brigadistas cubanos que estaban a la espera de ser repatriados gracias a la ayuda de sus compañeros en Cuba. En la cocina se alternaba cada semana un equipo austríaco y otro cubano. Resultaba imposible coordinar las costumbres gastronómicas de ambos grupos. Si les tocaba a los cubanos teníamos bacalao, que incluso después de cuarenta y ocho horas de remojo estaba salado como el mar Muerto; cuando les tocaba a los austríacos había knoedel (albóndigas), que los cubanos usaban para taponar los resquicios de las barracas.
Estas divergencias no influían en las buenas relaciones de los dos grupos ¡Que maravillosa compañía era esa gente con todas las mezclas de raza! En otoño de 1939 ya hacía un frío desagradable que no impedía que los hercúleos negros cubanos cada mañana se echasen encima cubos de agua fría mientras les observábamos desde los ventanucos de nuestros barracones.
Brigadistas Wilhelm Kristufek (izquierda) y Gerhard Hoffmann (derecha) en Gurs (Foto DÖW_ Archivo de España)
Cada noche había fiesta en las barracas cubanas, donde cualquier objeto podía convertirse en instrumento musical. Allí fue donde Pablito, el gracioso mulato con singular voz de boxeador, nos entonó la famosa “En la última retirada del ejército del Este…” con el amargo estribillo “Alé, alé, reculé que tienen que echar un pie desde Cerbére a Argelés” de Julio Cueva. Nos plantamos en la puerta de su barracón disfrutando de ese improvisado varieté.
Los cubanos consiguieron ser repatriados poco antes de empezar la guerra. El coste del viaje se pagó gracias a una colecta y al desembarcar fueron recibidos en el puerto de La Habana por una muchedumbre de amigos. Nuestra convivencia en el campo de Gurs era una singular experiencia de espíritu internacionalista y antirracista. Nosotros seguíamos tras las alambradas sin perspectivas de liberación.
[1]El campo de Gurs fue un campo de refugiados construido por el gobierno francés en 1939 en el pueblo de Gurs, en los Pirineos Atlánticos, en Aquitania, para acoger a todos los que se exiliaban voluntariamente de España. Al empezar la Segunda Guerra Mundial el gobierno francés internó allí a ciudadanos alemanes y de otros países aliados de Alemania así como a los franceses considerados peligrosos por sus ideas políticas y a presos comunes. En 1949 el gobierno de Vichy lo utilizó como campo de concentración de judíos y de personas peligrosas para el gobierno. Después de la liberación de Francia se internó allí a prisioneros de guerra alemanes, combatientes españoles que habían participado en la Resistencia y colaboracionistas franceses hasta su cierre definitivo en 1946.
[2] El 22 de mayo de 1937, el mariscal Tujachevski, uno de los militares más importantes de la Unión Soviética, fue detenido acusado de conspiración militar trotskista y espionaje a favor de Alemania, lo que se conoce como el Caso Tujachevski. El 12 de junio de 1937 fue ejecutado junto a otros siete altos cargos militares (I. Yákir, I. Uborievich, A. Kork, R. Eideman, V. Putna, B, Feldman y V. Primakov). Otro de los inculpados, Yan Gamárnik, se suicidó al conocer su acusación. Tras el XX Congreso del PCUS en el que Jruschov denunció a Stalin y su política, se consideró que las acusaciones eran falsas y fueron rehabilitados en 1957.
[3] El campo de Le Vernet en Ariège fue edificado en 1918 para albergar a prisioneros austríacos de la Primera Guerra Mundial. En 1939 fue considerado campo de acogida para los 10.000 españoles de la División Durruti que habían pasado a Francia y se encontraban en La Tour de Carol. Más tarde pasó a ser un campo disciplinario albergando a refugiados considerados extremistas y a miembros de las Brigadas Internacionales. Al declararse la Segunda Guerra Mundial fueron internados allí los extranjeros considerados peligrosos para el orden público, antifascistas y judíos de todas las nacionalidades (allí estuvieron Max Aub y Arthur Koestler). Bajo el régimen de Vichy fue usado por la Gestapo como campo de tránsito; en 1944 los últimos internados fueron evacuados a Dachau y Ravensbrück. Unas 40.000 personas de 58 nacionalidades fueron internadas en este campo, principalmente hombres pero también mujeres y niños. En 1970 fue demolido en su mayor parte y actualmente existe un memorial en los terrenos donde estaba situado.
[4]Las víctimas del Holocausto: los sefardíes en Auschwitz-Birkenau
El autor revisa sus encierros en Viena, Checoslovaquia y Cataluña. Describe las duras condiciones en el campo de Saint Cyprien y tras la derrota republicana el traslado a Gurs.
Lo que más recuerdo de aquellos años es el hambre permanente que padecí. Empezó en la prisión de Viena, siguió en la emigración en Checoeslovaquia, luego en el pueblo del alto Ter catalán y continuó en los campos de Francia. No cesó al regresar a Austria en 1945 y tuve que esperar hasta 1948 para no sufrirla más. Pero el hambre no era el único mal que nos acechó en Saint Cyprien: para hacer nuestras necesidades se habían clavado dos estacas en la arena y uno debía sentarse en una viga transversal a riesgo de que, con el viento, el papel le diese en su propia cara. Otros males eran las pulgas y los piojos que nos perseguían. Así hasta abril, con vientos que levantaban olas de dos metros.
Para protegerse del viento, la arena y el frío, los refugiados extienden mantas sobre las ramasPor estos campos debieron de pasar más de 6.000 Internacionales
A mediados de marzo nos enteramos de la desbandada de Madrid tras el golpe de Casado; las tropas de Franco entraron en Madrid con el ejército de la República desarticulado por la traición de sus jefes, lanzándose a masacrar a los funcionarios republicanos en base a las listas que les habían facilitado los entreguistas con la vana esperanza de salvarse. Casado huyó a Londres, Miaja a Méjico, Mera logró esconderse. Sólo Besteiro se entregó a los vencedores.
El primero de abril de 1939 Franco emitió el último parte de guerra. Tras dos años, ocho meses y doce días terminaba la guerra y se iniciaba un régimen de terror que duraría treinta y seis años.
Marcha Derrota RepublicanaEvacuación De Madrid. Anciana en Atocha Con Niño Herido
Fuimos conscientes de que era una derrota personal para cada uno de nosotros, sin medios para reaccionar y con todas las esperanzas frustradas. El 30 de abril, en un largo viaje en tren, fuimos trasladados a un campo abierto recientemente al otro lado de los Pirineos: Gurs.
ANEXO: El campo de concentración de Saint-Cyprien (1939-1941)
Campamentos de Concentración: El artículo se centra en el campamento de Saint-Cyprien, uno de los varios campamentos improvisados en 1939 durante la “Retirada” de los refugiados españoles tras la Guerra Civil Española. Describe las condiciones difíciles y las epidemias que sufrieron los internados.
Condiciones Sanitarias: Se menciona la falta de agua potable y las epidemias de fiebre tifoidea y difteria debido a la contaminación del agua.
Estructura del Campamento: El campamento estaba compuesto por 649 edificios de madera y metal, sin comodidades básicas como calefacción o electricidad, y albergaba hasta 60 personas por barraca.
Historia y Ocupación: Inicialmente ocupado por refugiados españoles, el campamento también albergó a judíos expulsados de Bélgica en 1940, muchos de los cuales fueron posteriormente enviados a campos de exterminio nazis.
El autor narra su viaje al exilio, que lo llevó a Francia, lleno de dificultades y peligros. Recibe la noticia de la rendición de Madrid en Abril del 1939.
Del reconocido compositor Julio Cueva[1], uno de los compañeros cubanos, son las inolvidables estrofas de la canción que cantábamos en el campo de Gurs, cuando tuvimos que compartir cautiverio con los cubanos:
Llegados a la frontera sucedió lo que dice la canción; nos esperaban los Garde Mobiles franceses, pegándonos, chillándonos y maldiciéndonos. Entregamos nuestras armas y nos dispusimos a ir al campo de Saint Cyprien, en la arena de la playa, empezando la vida de refugiados.
Un reducido grupo de internacionales nos encontrábamos en la frontera de La Junquera, en el lado español, dejando atrás la derrota, con las ilusiones zozobradas; formamos por última vez ante Luigi Gallo, el comisario de las Brigadas, para escuchar su arenga de despedida. Lo que nos anunció no era nada alentador; habló de los campos, las penas y las fatigas que padeceríamos, exhortándonos a no ceder ya que, al final, el triunfo seria nuestro ¡Venceremos!
Pasé la frontera, deposité el fusil sobre el montón de armas ya depuestas y me situé en la fila de mi grupo, siempre bajo los gritos de la Guardia Móvil, que nos trataba a golpes y patadas acompañándose de sus rudas voces gritando: “¡Allez, allez, reculez!” y otras órdenes que no comprendíamos.
Seguimos por la carretera y entramos en la ciudad francesa de Cérbère, ya al anochecer, iluminada por miles de luces, con las tiendas llenas de frutas y alimentos ¡Un país en paz!
Al carecer de dinero tuvimos que pasar sin comprar nada ¡con las ganas que teníamos de gozar de las delicias expuestas! Empujados por los guardias seguimos caminando por la carretera costera hasta llegar a una alambrada de púas de más de un kilómetro de longitud y entramos en el campo estrechamente vigilados por soldados negros y spahis marroquíes[3]. Ya era casi de noche y nos vimos encerrados en un vasto arenal sin vislumbrar edificio alguno donde ir.
Los pocos kilómetros de carretera entre Cérbère y los campos de Saint Cyprien y Argelés hoy se recorren en pocos minutos pero en febrero de 1939 suponían una larga y penosa marcha hacia un mundo desconocido y hostil para los centenares de miles de fugitivos. Mientras los campesinos de los pueblos por donde pasábamos nos mostraban simpatía, los militares y guardias manifestaban abiertamente su desprecio. La prensa había descrito detalladamente las atrocidades cometidas por los republicanos, difundiendo las violaciones de monjas y los asesinatos de curas, esperando advertir a los católicos de lo peligrosos que éramos.
Se ignoran las cifras exactas de los que entraron en esos campos pero podemos hablar de unos doscientos mil entre ambos. Con las manos excavamos un hueco en la arena, tendimos una manta sobre el mismo para protegernos del viento helado e intentamos dormir. Al despertar nos dimos cuenta de lo apocalíptico de nuestra existencia: algunos habían traído ciertos alimentos cogidos en el caos de la retirada y disponíamos de un coche cocina para preparar el improvisado rancho pero al servirlo en el plato el viento lo cubrió con una fina capa de arena volviéndolo incomible. No había agua y cuando, dos días después, se abrieron pozos, el agua resultó infecta causando diarrea y tifus; las letrinas consistían en vigas clavadas en la arena a lo largo de la playa pero las borrascas primaverales revolvieron las aguas fecales. Así nació el grito “¡A la playa!”.
Pasados los primeros cuatro días ya se nos distribuía una barra de pan para veinticuatro personas y nos organizamos lo mejor que pudimos; los que eran del ejército republicano estaban acostumbrados a vivir en colectivos compartiendo lo que tenían.
En el centro del campo había una ambulancia del ejército republicano traída en la retirada. Me presenté allí afectado por diarrea y, junto a otros enfermos, fui llevado a un hospital de Perpiñán. Los médicos enseñaron sus estetoscopios a los guardias para poder salir. Llegados a Perpiñán los médicos nos abandonaron, aprovechando para escapar y los enfermos fuimos con el chófer al Ancien Hôpital Militaire, un edificio sombrío. Al bajar de la ambulancia un oficial francés nos mandó ponernos firmes y tuve que sostener a los dos enfermos más graves, ya que no podían hacerlo solos, hasta que se nos permitió entrar en el edifico donde nos echaron un poco de paja sobre el frío piso de piedra. Nada de médicos ni de medicamentos. Me repuse rápidamente y salí por una ventanilla del sótano topando con el almacén de una organización sueca de ayuda que intentaba en vano entrar material médico al hospital. Con otro compañero llenamos un saco de material y entramos por la misma ventanilla para distribuirlo entre los enfermos.
Al poco tiempo me trasladaron a un barco hospital en Port Vendres en el que los enfermos estaban ubicados en las bodegas siendo pobremente atendidos por médicos franceses. Al despertar una mañana encontré una manzana en mi almohada, otro día un pedazo de pan, descubriendo a una chica rubia que lo había dejado allí discretamente. Me dijo que era de Alsacia y se había enterado de que yo era de Viena, una ciudad que ella adoraba.
Poco después tuve que volver al campo donde, mientras tanto, mis compañeros habían erigido unas rudimentarias barracas que protegían un poco de los huracanes.
Mientras estaba ausente, el 13 de febrero habían conmemorado el quinto aniversario del levantamiento obrero en Austria contra el régimen fascista de Dollfuss, vivamente recordado por muchos brigadistas que tuvieron que huir de su persecución, resueltos a continuar la lucha, marchando a España como voluntarios.
Pasaron dos meses y a finales de marzo nos llegaron las noticias de la revuelta de la junta de Segismundo Casado contra el gobierno de Negrín y, el primero de abril de 1939, el triste final, la rendición de Madrid.
[1]Julio Cueva (Trinidad, Cuba, 1987-La Habana, Cuba, 1975) fue un trompetista, compositor y director de orquesta cubano y está considerado una figura importante en la música cubana de los años treinta y cuarenta. Se encontraba en Madrid cuando comenzó la Guerra Civil española y se adhirió a la República. Fue director de la banda de la 46 División (la división de El Campesino). Con la derrota de los republicanos fue detenido y encarcelado en el campo de concentración de Argelés.
[2]Alé Alé Reculé. Guaracha, letra y música de Julio Cueva. Estrenada en el campo de concentración de Argelés Sur Mer en abril de 1939.
[3] El 1r Regimiento de Spahis Marroquíes era una unidad perteneciente a la Armada de África que dependía del ejército francés.