El texto describe la vida en Francia durante la ocupación alemana: Normandía, la Resistencia, relaciones con soldados alemanes, su novia catalana, y los días previos a la Liberación en 1944.
El 6 de junio de 1944 los ejércitos aliados llegaron a las costas francesas con once mil aviones y cinco mil barcos. A una distancia que hoy se recorre en menos de dos horas se desplegó la mayor batalla de la historia militar. La Muralla del Atlántico[1], construida con el sudor de centenares de miles de trabajadores forzosos, la mayoría republicanos españoles, comenzó a tambalearse hasta que se quebró a los pocos días.
En el curso de un mes se tomó Cherbourg, después Caen y, a finales de junio, Rouen. El camino a París quedaba libre. En julio las divisiones alemanas iniciaron la retirada que se convirtió en huida a principios de agosto. Los ejércitos aliados avanzaban hacia París.
En la idílica ciudad donde vivía entonces aún no se oía el estruendo de los cañones. Se sabía que habían llegado los aliados pero desconocíamos los detalles de los movimientos de las tropas.
El duro régimen de los ocupantes alemanes continuaba con el riguroso control de la Gestapo y la Feldgendarmerie y con el gris de los uniformes de la Wehrmacht mezclándose con los transeúntes. La población civil seguía sufriendo las acostumbradas penurias mientras se celebraban suntuosos festines en el Soldatenheim.
Sin embargo se intuía el olor de la Liberación. Las autoridades francesas ya no cumplían con todo su empeño las órdenes recibidas de la Kommandantura y los gendarmes se abstenían de proceder con rigor contra los maquisards.
Los miembros de la Resistencia vivíamos nuestro propio romanticismo que consistía en soñar asaltos y voladuras de posiciones enemigas, acciones para obstaculizar la retirada de las tropas alemanas. Mi trabajo antinazi consistía en aprovechar mi dominio del alemán para contactar con soldados alemanes intentando convencerles de que la guerra estaba perdida. A tal fin me había infiltrado como carpintero en el cuartel alemán.
Pretendía balbucear algo de alemán fingiendo buscar palabras mientras las deformaba. Tuve que pasar por la Oficina de Trabajo alemana donde el oficial quiso mandarme a trabajar a Alemania pero la muchacha que allí servía escribió en el papelito “de carpintero al cuartel” y el borrachín del suboficial lo firmó.
En aquella Francia en vísperas de la Liberación todos simpatizaban con la Resistencia aunque sólo fuese con chistes anti alemanes cuchicheados entre amigos. Incluso el vice prefecto demostraba su patriotismo extendiendo papeles falsos a los resistentes amenazados por la Gestapo; así es como obtuve mi documentación de “ciudadano español nacido en Zaragoza” que me facilitaba la entrada en el cuartel alemán para realizar el trabajo antinazi.
En mi nuevo puesto de trabajo presencié las malicias a las que los oficiales sádicos sometían a los pobres muchachos recién quintados. A algunos de ellos les oí hablar en el dialecto de mi tierra, esa lengua que suena mucho más suave que el alemán del norte. Solían juntarse en las letrinas, frente a mi taller, para disfrutar de un momento de descanso y les escuchaba quejarse del maltrato que sufrían.
Un día ya no pude contener más mi emoción y les dirigí unas palabras consoladoras en puro vienés ¡Menuda sorpresa, el carpintero español les consolaba en su propio dialecto! En realidad era un descuido imperdonable; si uno de los reclutas me hubiese denunciado habría acabado en los calabozos de la Gestapo. Pero lo que sucedió es que la letrina acabó convirtiéndose en el centro clandestino de nostalgia de la lejana patria.
Años después, cuando regresé a mi país, me encontré con algunos de los amigos de la infancia que habían servido en el ejército alemán y nos preguntábamos cómo se hubiesen comportado de haberse cruzado nuestros caminos en la Francia ocupada. Aseguraban que nos hubiésemos abrazado felices de reencontrarnos. Lo dudo ¿Quién arriesgaría su vida para saludar a un amigo que, según las leyes vigentes, debía ser considerado un traidor?
Por mi parte, el dilema es que esos soldados con uniforme alemán hubiesen sido mis enemigos y mi deber era matarles en caso de enfrentamiento; pero les tenia simpatía ya que eran compañeros míos, obligados a servir a los nazis (algunos a regañadientes).
Aun estábamos bajo el régimen de la Kommandantura de la Wehrmacht y podía aparecer un destacamento de las SS en cualquier momento, aunque el final ya se percibía cercano. Los magistrados franceses ya no cumplían las órdenes como antes. ¿Quién quiere aparecer como “collaborateur” en vísperas de un cambio de escenario?
En agosto de 1944 nuestra vida cotidiana era cada vez más difícil. Mi miserable salario no alcanzaba para las compras cotidianas y menos aún para las del mercado negro. Con mi novia catalana, hija de refugiados republicanos, los domingos recorríamos durante largas horas las bellas campiñas de la Solange en busca de algo con que calmar el hambre y, a veces, cambiábamos una manta o un trozo de jabón por un pedacito de queso de cabra que luego repartíamos con el resto de la familia.
A principios de agosto se empezó a oír, aunque todavía a lo lejos, el trueno de los cañones, mientras nosotros gozábamos de nuestro idilio ¿Qué importancia tenían las adversidades cotidianas si íbamos a vencerlas con nuestra joven confianza? No cabía duda alguna.
Me movía entre la colonia de republicanos españoles que conocían mi verdadera identidad de austríaco pero me consideraban uno de ellos.
Mi novia era hija de un funcionario sindicalista que fue asesinado por falangistas a la entrada de los vencedores en el pueblo, en febrero de 1939. La madre cogió a los tres hijos y se sumó a la avalancha de casi medio millón de fugitivos que cruzaron la frontera en busca de refugio en Francia. Mi novia era la mayor, había otra hija de diecisiete años y un hermano de doce. Como tantas madres españoles, Mercedes se encontró en un país cuyo idioma desconocía, sin recursos y dependiendo de los escasos subsidios que daban las autoridades francesas.
Yo tenía mi cuartito en una casa vecina. Los Servats me acogieron como miembro de la familia y pasaba mi tiempo libre con ellos. En la familia se hablaba en catalán, que empecé a comprender paulatinamente, mientras que conmigo conversaban en castellano
El 22 de julio de 1944 llegaron las primeras noticias del atentado contra Adolf Hitler. Opinamos que era la señal para que el pueblo alemán se deshiciera del régimen que obviamente les estaba arrastrando hacia el peor desastre de su historia.
Aquel verano de 1944 ¿quién podía pensar que la locura duraría nueve meses más? Ese lindo agosto nadie sospechaba que docenas de magnificas ciudades alemanas se convertirían en escombros hasta que rusos y americanos se abrazaran entre las ruinas de Berlín.
A la espera de esa paz tan soñada escribí en mi diario la nota siguiente:
“Más allá de los Alpes ha llegado el gran momento, la gran transformación ¡Otra guerra perdida! ¿Cuántos mutilados mendigaran por las calles esperando que se compadezcan de ellos quienes esta vez han resultado ilesos?
Estos eran los recuerdos de mi infancia en un país vencido y desesperado después de la guerra de 1914.
En mi taller ya no se trataba de construir ridículos tanques simulados de madera. Los dos carpinteros fabricábamos maletas de madera para los oficiales. Para que sus botines se quedasen en Francia fijamos los fondos de esas maletas con sólo tres clavos.
Un día volvía del trabajo como de costumbre a casa de mi novia llevando provisiones para los tres muchachos que estaban allí escondidos esperando incorporarse al maquis. Me aguardaba una sorpresa: justo al doblar la esquina para entrar en la alameda donde vivíamos habían instalado un destacamento de las SS. Uno de los guardias, rubio, con su odioso uniforme negro, estaba fijando el cartel con la advertencia “EINTRITT BERBOTEN!”
No había nada que hacer, tenía que pasar por allí. Debía entrar en casa como fuese. Intentando contener mis nervios me dirigí al rubio SS y le dije, en el peor alemán que logré balbucear: “DAS NIX GUT-FRANZOSEN NIX DEITCH; IK DIR MAKEN”. El germano, feliz por la inesperada ayuda, me tendió la tiza y escribí con cuidada caligrafía: “ENTRÉE INTERDITE”. Le ayudé a fijar el cartel en el tilo. El muchacho me lo agradeció y pasé en dirección prohibida.
En casa, la familia de tres mujeres y el niño estaban amedrentados. Los tres muchachos escondidos estaban en el cuartito de detrás de la puerta mientras que en la cocinita los SS se habían sentado alrededor de la estufa. Su jefe, el Sturmbannführer o quizá Obersturmbannführer, conversaban pacíficamente frente a la madre en su correcto francés de colegio. Nos contó que era de Viena, de padres húngaros, obviamente de buena familia.
Hacia mediodía desaparecieron casi todos de repente, dejando sólo a dos o tres de guardia; regresaron al oscurecer reuniéndose nuevamente en nuestra cocinita y retomando la conversación. El jefe le pasó la cazadora a la madre, pidiéndole que le cosiese un botón suelto. Al ponerse las gafas la pobre mujer descubrió el agujero de una bala y el SS le explicó tranquilamente, siempre en su súper correcto francés de colegio: “Ce matin, c’était d’un de vos gens…” (Esta mañana, fue uno de los vuestros…).
¿Por qué no nos apresaron si ya sospechaban nuestra filiación? Tal vez para poder seguir disfrutando de aquel pacífico episodio en vísperas del final.
En la puerta vi a un SS llorando. Era el muchacho rubio de la mañana y le oí sollozar amargamente: “Ich möcht’ heim, zu Mutter…” (Quiero ir a casa con mi madre…). Le quedaban nueve meses para acabar y mucho riesgo de perder la vida.
La mañana siguiente el aquelarre había terminado. La SS se fue.
[1] La Muralla del Atlántico fue una gran cadena de puntos de refuerzo construida durante la Segunda Guerra Mundial por la Alemania nazi que tenía la misión de impedir una invasión del continente europeo desde Gran Bretaña por parte de los Aliados. La edificación de este proyecto se confió en 1942 a la Organización Todt. La zona costera del Canal de La Mancha bajo control alemán se dotó de todo tipo de bunkers, blocaos, casamatas, trincheras, túneles y demás estructuras defensivas.