El autor narra los días previos al 13 de marzo, marcados por el plebiscito. Había simpatizantes nazis, y una leve mejora económica, pero una pobreza que seguían afectando a la población. Días antes el Ring reunió a miles de personas en defensa de la independencia lo cual preveía que el plebiscito saldría favorable.
No es difícil imaginar cual fue la reacción de Hitler, Goering y de su estado mayor en vista a su probable derrota en los comicios. Por más probable que fuese la derrota electoral era más que evidente que el SI suponía un gran menoscabo para los planes agresivos de Hitler y de su estado mayor. Los adversarios a la política agresiva de Hitler se fortalecerían en toda Europa, incluso en la propia Alemania. El mito de la invencibilidad del partido nazi se esfumaría.
Existen muchas teorías sobre qué curso habría tomado la historia si hubiese ganado el SI a la independencia. Se han hecho muchas conjeturas sobre qué hubiese pasado si el gobierno de Schuschnigg hubiese ordenado la resistencia a la invasión. Como testigo de tales acontecimientos me atrevo a decir que Austria se habría ahorrado los sacrificios de siete años de ocupación, de la guerra y de los bombardeos que sufrió al adherirse voluntariamente a la política expansionista de Hitler. Otro aspecto de la posible resistencia austríaca a la invasión de la Wehrmacht es que podía haber supuesto un cambio en la política de Inglaterra y Francia, incluso de la Unión Soviética, reforzando a las voces críticas con la agresividad alemana. Fui testigo de lo que realmente sucedió.
El día 11 comenzó con la salida a la calle de las organizaciones nazis con grandes batallones mandados por sus jefes; a la vez salieron gentes con sus banderas rojiblancas que también se dirigieron al centro. Aún no había nada decidido.
Al anochecer, que fue temprano, se inició el plan previsto por los nazis. Unos cuantos policías que, desde hacía varios meses estaban bajo el control del abogado Seyss-Inquat, hombre de confianza de Hitler, empezaron a ponerse brazaletes con la cruz gamada siendo seguidos por el resto de la policía al no existir medidas de neutralización. El efecto causado en los manifestantes fue desastroso, muchos no se atrevieron a seguir manifestándose.
Aquella noche estaba con mis compañeros de las Juventudes Comunistas y no estábamos dispuestos a ceder. Visitamos los centros del Frente Patriótico, la organización del partido del gobierno, implorando a los pocos funcionarios que permanecían en ellos que se opusiesen a los nazis, hablando con el pueblo por los altavoces y distribuyendo armas entre los que estaban dispuestos a oponerse a los invasores.
Pero la Viena de 1938 no era el Madrid de 1936. Los que el día anterior eran grandes patriotas nos aconsejaron volver a nuestras casas. Los pocos comunistas que aún estábamos resueltos a seguir, aunque cansados por las horas de marcha, acordamos reunirnos a la mañana siguiente. En el tren se apelotonaban muchos pasajeros y uno de ellos, bajito, sacó un diario y se puso a leer en voz alta y provocadora: “El presidente de la República acaba de aceptar la dimisión del canciller Schuschnigg, nombrando a Seyss-Inquat como sucesor. El nuevo canciller no ha tardado en llamar al ejército alemán para restablecer el orden” y agregó, tras un silencio: “No puede haber resistencia alguna contra las tropas que entran en el país”. Los pasajeros permanecieron en silencio al escuchar estas alarmantes noticias. Sólo un borracho balbuceaba: “Ahora van a saber lo que es bueno esos sinvergüenzas judíos”.
Esa noche Austria se hundió. Los contrarios a la ocupación se quedaron en casa, intimidados; los nazis marcharon por las calles con paso militar cerrando el paso a quien no llevase una cruz gamada y no saludase ¡Heil Hitler!
Esta derrota nos pesó mucho más que las sufridas durante los años de lucha clandestina. Esta era total, implacable, definitiva.
Fue la última noche que pasé en casa de mis padres, despidiéndome de mi madre a la que no volvería a ver. Mi padre me instó a abandonar el país de inmediato, previendo la persecución que me esperaba. La mañana siguiente, el día 12 de marzo, crucé la frontera de Checoeslovaquia, entonces todavía un país libre y democrático, por un camino de contrabandistas, resuelto a seguir rumbo a España para continuar allí la lucha contra el enemigo común.