El autor narra los cambios radicales en Austria tras la anexión nazi en 1938, la desaparición de las familias de clase medía judías y cómo los jóvenes, como Erich S., fueron reclutados por la Wehrmacht. Fue expulsado del ejército por las Leyes de Núremberg al tener un padre judío, y obligado a participar en la defensa alemana al final de la guerra.
El aspecto del país cambió bruscamente con la entrada del ejército alemán en Austria (el Anschluss) el día 13 de marzo de 1938; la policía empezó a vestir el uniforme alemán, los periódicos aparecieron con nuevas cabeceras, las calles y edificios recibieron nuevos nombres, se sustituyó el chelín austríaco por el marco alemán, estableciéndose el cambio a razón de 1:1’50; incluso cambiaron la moda, el acento y el estilo del arte. El país cambió de cara.
Sobra decir que, de golpe, desaparecieron los médicos, abogados, profesores, orfebres, comerciantes y demás preeminentes judíos cuyas familias vivían en Viena desde hacía siglos y eran parte integrante de la ciudadanía.
Durante los primeros días de la ocupación alemana las autoridades impuestas por Berlín ordenaron la detención de unos quinientos funcionarios del derrocado régimen anterior así como del resto de conocidos enemigos de los nuevos amos del país. Fueron deportados al campo de concentración de Dachau de donde la mayoría no saldría hasta el fin de la guerra, siete años después. Entre los encarcelados se encontraba el señor Kurt von Schuschnigg, último canciller de Austria, que se había opuesto fervientemente al dictado de Hitler. Tras varios meses en diversas cárceles, Kurt von Schuschnigg consiguió ser liberado emigrando a los Estados Unidos.
El país pasó de ser un pequeño estado independiente y soberano a ser la provincia de un país más grande con pretensiones de potencia mundial. El orgullo de pertenecer a la gran Alemania tenía una consecuencia menos halagüeña, el servicio militar obligatorio. Mi generación, los nacidos entre 1915 y 1920, fuimos llamados a filas cuando ya se olía a guerra sólo veinte años después de la Primera Guerra Mundial en la que habían participado nuestros padres y que había dejado profundas huellas en el país.
Todos mis condiscípulos se vieron afectados. Faltaban ocho o diez meses para el comienzo de la guerra contra Polonia y la consiguiente declaración de guerra de las potencias occidentales. Como soldados de la Wehrmacht les tocó participar en las campañas de 1939 que culminarían, al cabo de casi cinco años de desastrosa guerra, en el infierno de Berlín, dejando medio continente en ruinas. Veamos qué suerte corrió uno de esos jóvenes.
Erich S., mi amigo de la infancia con quien durante varios cursos escolares padecí las perfidias del profesor Z., tuvo que cumplir su servicio militar recién acabado el bachillerato. En 1939 vistió el uniforme de la Wehrmacht como los demás, sin sentir remordimiento alguno por servir al ejército ocupante.
En septiembre de 1939, cuando la Wehrmacht invadió Polonia, Erich fue tras el enemigo derrotado hasta que su unidad tropezó con el ejército soviético que ocupaba la parte oriental de Polonia a consecuencia del pacto de no agresión Molotov-Ribbentrop.
Detuvieron su avance hasta que en junio de 1941 Hitler ordenó la invasión de la Unión Soviética; al principio, la unidad de Erich cumplió dicha orden sin encontrar resistencia. En un verdadero blitz, durante los primeros meses invadieron un vasto territorio, haciendo centenares de miles de prisioneros soviéticos y controlando a un pueblo conquistado e indefenso. Sin embargo, poco a poco se formó un frente soviético capaz de ofrecer una tenaz resistencia, causando grandes pérdidas a sus enemigos.
Llegó el invierno de 1941 con sus fríos haciendo más ardua y fatigosa la vida de los soldados; cada pueblo, cada casa, debían ser tomados por asalto. Día a día Erich veía morir a sus compañeros. Los uniformes no eran adecuados para el invierno ruso y muchos soldados sufrieron congelaciones. Había acabado la fase de las victorias fáciles; aún se avanzaba pero pagando un alto precio.
Un día cayó en manos del joven soldado una orden en la que se detallaban las leyes de Núremberg de Pureza de Raza y sus consecuencias para la Wehrmacht. En ellas se explicaba con toda claridad que “los judíos no eran dignos de servir en la Wehrmacht” (wehrunwürdig); en un apéndice se añadía que dicha norma debía aplicarse también a personas de madre o padre judíos, los llamados Mischlinge (mestizos).
Erich se presentó a su teniente con ese papel en las manos, realizó el saludo reglamentario y le notificó que por ser su padre judío debía ser expulsado de la Wehrmacht.
Me contó este incidente varias veces y solía añadir que el oficial, sorprendido y sin saber cómo reaccionar, al principio no le creyó ya que le consideraba “un buen soldado”; pero una orden es una orden y no tuvo más remedio que transmitir el mensaje a sus superiores.
Quien encuentre un toque de humor en este relato olvida que por aquel entonces ser medio judío no era cosa de broma. Significaba, como mínimo, ser ciudadano de segunda categoría, recibir menores raciones, tener bloqueado el acceso a estudios y carreras estatales… los matrimonios interraciales estaban prohibidos.
La orden era clara y rigurosa: por ser de “sangre impura” tuvo que apartársele de la Wehrmacht y Erich recibió la orden de presentarse al mando correspondiente para recibir los documentos de su baja en el servicio militar.
Mientras él estaba a punto de volver a la vida civil quienes tenían “sangre pura” permanecieron en el ejército, siendo “dignos de morir por el Führer”. Para ellos la guerra continuó sin piedad.
No recuerdo que enchufe consiguió Erich en la retaguardia durante el resto de la guerra pero sé que al menos pasó esos dos años tranquilo.
Las autoridades nazis no sabían cómo manejar un asunto tan delicado. Para los hijos de madre aria no estaba prevista la deportación a los campos de concentración donde acabaron tarde o temprano todos los judíos. La única medida contemplada para tal categoría de ciudadanos de segunda categoría era la reducción del rancho, algo molesto pero no muy distinto a lo que hubiese recibido en el frente ruso.
Los últimos días de la guerra unos fanáticos nazis escogieron a unos viejos y otra gente que hasta entonces había escapado de las movilizaciones para que levantasen parapetos en el camino de los tanques soviéticos. Erich se encontraba entre ellos. Sin embargo, los tanques rusos siguieron adelante y aparecieron en las calles de Viena antes de que los héroes de última hora hubiesen empezado tan inútil empresa.
El autor narra los días previos al 13 de marzo, marcados por el plebiscito. Había simpatizantes nazis, y una leve mejora económica, pero una pobreza que seguían afectando a la población. Días antes el Ring reunió a miles de personas en defensa de la independencia lo cual preveía que el plebiscito saldría favorable.
No es difícil imaginar cual fue la reacción de Hitler, Goering y de su estado mayor en vista a su probable derrota en los comicios. Por más probable que fuese la derrota electoral era más que evidente que el SI suponía un gran menoscabo para los planes agresivos de Hitler y de su estado mayor. Los adversarios a la política agresiva de Hitler se fortalecerían en toda Europa, incluso en la propia Alemania. El mito de la invencibilidad del partido nazi se esfumaría.
Existen muchas teorías sobre qué curso habría tomado la historia si hubiese ganado el SI a la independencia. Se han hecho muchas conjeturas sobre qué hubiese pasado si el gobierno de Schuschnigg hubiese ordenado la resistencia a la invasión. Como testigo de tales acontecimientos me atrevo a decir que Austria se habría ahorrado los sacrificios de siete años de ocupación, de la guerra y de los bombardeos que sufrió al adherirse voluntariamente a la política expansionista de Hitler. Otro aspecto de la posible resistencia austríaca a la invasión de la Wehrmacht es que podía haber supuesto un cambio en la política de Inglaterra y Francia, incluso de la Unión Soviética, reforzando a las voces críticas con la agresividad alemana. Fui testigo de lo que realmente sucedió.
El día 11 comenzó con la salida a la calle de las organizaciones nazis con grandes batallones mandados por sus jefes; a la vez salieron gentes con sus banderas rojiblancas que también se dirigieron al centro. Aún no había nada decidido.
Al anochecer, que fue temprano, se inició el plan previsto por los nazis. Unos cuantos policías que, desde hacía varios meses estaban bajo el control del abogado Seyss-Inquat, hombre de confianza de Hitler, empezaron a ponerse brazaletes con la cruz gamada siendo seguidos por el resto de la policía al no existir medidas de neutralización. El efecto causado en los manifestantes fue desastroso, muchos no se atrevieron a seguir manifestándose.
Aquella noche estaba con mis compañeros de las Juventudes Comunistas y no estábamos dispuestos a ceder. Visitamos los centros del Frente Patriótico, la organización del partido del gobierno, implorando a los pocos funcionarios que permanecían en ellos que se opusiesen a los nazis, hablando con el pueblo por los altavoces y distribuyendo armas entre los que estaban dispuestos a oponerse a los invasores.
Pero la Viena de 1938 no era el Madrid de 1936. Los que el día anterior eran grandes patriotas nos aconsejaron volver a nuestras casas. Los pocos comunistas que aún estábamos resueltos a seguir, aunque cansados por las horas de marcha, acordamos reunirnos a la mañana siguiente. En el tren se apelotonaban muchos pasajeros y uno de ellos, bajito, sacó un diario y se puso a leer en voz alta y provocadora: “El presidente de la República acaba de aceptar la dimisión del canciller Schuschnigg, nombrando a Seyss-Inquat como sucesor. El nuevo canciller no ha tardado en llamar al ejército alemán para restablecer el orden” y agregó, tras un silencio: “No puede haber resistencia alguna contra las tropas que entran en el país”. Los pasajeros permanecieron en silencio al escuchar estas alarmantes noticias. Sólo un borracho balbuceaba: “Ahora van a saber lo que es bueno esos sinvergüenzas judíos”.
Esa noche Austria se hundió. Los contrarios a la ocupación se quedaron en casa, intimidados; los nazis marcharon por las calles con paso militar cerrando el paso a quien no llevase una cruz gamada y no saludase ¡Heil Hitler!
Esta derrota nos pesó mucho más que las sufridas durante los años de lucha clandestina. Esta era total, implacable, definitiva.
Fue la última noche que pasé en casa de mis padres, despidiéndome de mi madre a la que no volvería a ver. Mi padre me instó a abandonar el país de inmediato, previendo la persecución que me esperaba. La mañana siguiente, el día 12 de marzo, crucé la frontera de Checoeslovaquia, entonces todavía un país libre y democrático, por un camino de contrabandistas, resuelto a seguir rumbo a España para continuar allí la lucha contra el enemigo común.
El autor narra los días previos al 13 de marzo, marcados por el plebiscito. Había simpatizantes nazis, y una leve mejora económica, pero una pobreza que seguían afectando a la población. Días antes el Ring reunió a miles de personas en defensa de la independencia lo cual preveía que el plebiscito saldría favorable.
Faltaban pocos días para el 13 de marzo. No puedo decir con certeza cuál hubiese sido el resultado del plebiscito pero es indudable que incluso la mayoría de simpatizantes de los nazis no eran partidarios de entregar el país incondicionalmente, liquidando su independencia y sacrificando su historia milenaria.
Los meses anteriores se había experimentado una ligera mejoría en la economía del país aunque no bastaba para aliviar los apuros de la gente. Aún había un cuarto de millón de personas sin trabajo, decenas de miles de jóvenes vagaban por los parques frecuentando centros y hogares de asistencia donde se les socorría.
Los tres últimos días fueron de gran apuro. El 10 de marzo hubo una manifestación en el Ring bajo el lema de la independencia del país. Tras años de represión, miles de obreros salieron a la calle con sus banderas rojas junto a asociaciones patrióticas y a ciudadanos que, simplemente, se negaban a aceptar la deroga. Las crónicas hablan de cien mil manifestantes; hallándome entre ellos me parecían suficientes para expresar la voluntad del pueblo de defender a su patria. Parecía obvio que el resultado del plebiscito del domingo sería favorable a la independencia.
El autor describe los eventos del 9 de marzo de 1938 en que se proclamó un referéndum por la independencia de Austria. Aunque el régimen reprimió a los obreros, los socialistas y comunistas decidieron votar “sí” en el referéndum para oponerse a Hitler. La Juventud Comunista se preparó para luchar por su país, conscientes de los riesgos.
Según dicen, este era el grito del héroe tirolés en la lucha por la independencia contra Napoleón en 1809. Fue el que oyeron los tiroleses reunidos el 9 de marzo de 1938 en Innsbruck, en la arenga de Schuschnigg proclamando un referéndum por la independencia para el día 13 de marzo.
Este eslogan patriótico nos resultó sospechoso al recordar las reiteradas declaraciones de Schuschnigg considerando a Austria como “el segundo estado alemán”. ¿Acaso no era él ministro de justicia en el gobierno de Dollfuss cuando cuatro años antes se ajustició a los obreros que se habían alzado en defensa de la república democrática? ¿Podíamos confiar en su voluntad de defender al país contra la amenaza de la Alemania de Hitler?
Los obreros odiaban profundamente este régimen. No eran pocos los que simpatizaban con los nazis, impelidos por el desdén del régimen clerical y reaccionario que dominaba el país desde 1934. Los socialistas y los comunistas deliberaron arduamente sobre cómo reaccionar ante el plebiscito propuesto por un canciller que sabíamos hostil a cualquier reforma democrática. El partido comunista, que no había cesado en sus actividades en la clandestinidad, y el también clandestino partido socialista revolucionario sucesor del socialdemócrata, resolvieron votar SI.
Otto Bauer, líder de los socialistas, escribió “Los obreros están dispuestos a votar SI contra Hitler y a defender al país contra la agresión extranjera pero no para defender el actual régimen dictatorial” Esta era también nuestra postura.
Durante esos días me reuní con mis compañeros de la Juventud Comunista, resueltos a luchar por nuestro país a pesar de estar alineados con los que en el pasado nos habían perseguido y encarcelado. No era el momento de disfrutar de la libertad recién conseguida. Sabíamos que nos lo jugábamos todo.
El autor narra los eventos del 12 de febrero al 13 de marzo de 1938, con las tropas alemanas ya en Austria. Se nombró a un ministro del interior nazi y se liberaron los presos políticos. Sale de prisión mientras los republicanos españoles pierden Teruel.
Existen muchos reportajes, análisis y comentarios sobre los dramáticos días desde el 12 de febrero (promulgación del dictado de Berchtesgaden[1]) hasta el fatal 13 de marzo de 1938, cuando el ejército alemán entró en Austria. Ese lapso de tiempo ha quedado grabado en mi memoria de forma imborrable.
Hacía un año que estaba en la cárcel junto a los presos nazis, muchos de ellos condenados por haber tomado parte en el asalto a la cancillería y por el asesinato del canciller Dollfuss en junio de 1934. El día 15 de febrero se oyeron grandes voces en sus celdas; los nazis celebraban el nombramiento del abogado Seyss-Inquat como ministro de interior y jefe de policía. Al día siguiente el vocerío fue aún mayor al saber que habría amnistía para todos los presos políticos. No era un error, se hablaba de todos los presos, no sólo de los nazis como se hubiese podido esperar de las exigencias de Hitler. Incrédulos, comentábamos la noticia: ¿Es un bulo o es verdad?
El día 18 de febrero la prisión se agitó; desde nuestro sector observábamos los movimientos en las celdas nazis. No cabía duda, los reclusos se estaban preparando para salir y se abrazaban cantando felizmente. Salieron poco a poco siendo recibidos por los amigos que les esperaban fuera.
Para nosotros, los reclusos socialistas y comunistas ¡nada! Nos esperaban horas de angustia. El director de la prisión, hombre leal que siete años más tarde sería víctima al querer salvar a los presos del furor de las SS, acudió asegurándonos su simpatía. Tras varias llamadas telefónicas a las autoridades de Viena, finalmente se decidió nuestra suerte ¡también seríamos liberados!
Cuando abandonamos la prisión ya era de noche, los amigos y parientes se habían marchado y no nos esperaba nadie pero ¡éramos libres! Cargamos con nuestros bártulos y fuimos a coger el tren para volver a casa.
Aquellos días de febrero de 1938 se helaba el agua de la refrigeración de las ametralladoras en el frente de Teruel, donde mi hermano y muchos de mis compañeros padecían el más crudo invierno vivido en el país. Teruel estaba en ruinas cambiando varias veces de manos. Tras la victoria de Franco a miles de prisioneros republicanos les tocó reconstruir la ciudad con trabajos forzados, hambrientos, maltratados y humillados por los vencedores. Este mes de marzo mi hermano escribía una carta desde Teruel, rebosando confianza en la victoria de la República, que contribuiría a la libertad e independencia de nuestro país.
Pero la república perdió la batalla de Teruel [2]. Y mientras las tropas de Franco entraban en dicha ciudad yo iniciaba mi vida de ciudadano recién liberado en la lejana Austria.
[1] El 12 de febrero de 1938 el canciller de Austria Kurt Schuschnigg se reunió con Hitler en el retiro de Berchtesgaden. La presión para consumar la unión de Austria con Alemania se había intensificado. Los simpatizantes austriacos de esta unión recibían el apoyo de Berlín y su influencia era notable. Un alto porcentaje de jóvenes desempleados debido a los efectos de la Gran Depresión veían en la unión la respuesta a sus problemas. En Berchtesgaden Schuschnigg recibió un mensaje claro: capitular o arriesgarse a que se desencadenara una guerra civil en Austria. Los testigos cuentan que Schuschnigg salió deprimido y acabado de la reunión: había terminado por aceptar todas las condiciones del diktat alemán. De regreso en Viena Schuschnigg puso en libertad a los cabecillas nazis que esperaban procesos penales y nombró al nazi Arthur Seyss-Inquart ministro de policía (otra condición dictada en Berchtesgaden). Pero al mismo tiempo comenzó a organizar un referéndum para decidir sobre la unión o la independencia de Austria. La fecha del mismo fue fijada para el 13 de marzo de 1938. La edad mínima para votar fue establecida en 24 años para evitar que los miles de jóvenes desempleados y simpatizantes nazis pudieran votar. Hitler montó en cólera y promovió las manifestaciones violentas de simpatizantes nazis en casi toda Austria, creando el caos en todo el país. La policía no hizo nada y Alemania inició la movilización de sus fuerzas armadas. Hitler presionaba al presidente austriaco Wilhelm Miklas para que destituyera a Schuschnigg y nombrara canciller a Seyss-Inquart. Su plan era que el nuevo gobierno pidiera ayuda a Alemania para restablecer el orden. Pero Miklas se negó y para cuando cedió Hitler había dado órdenes de poner en marcha la invasión de Austria.
[2] Acto conmemorativo del 75 aniversario del fin de la Batalla de Teruel. Organiza Rolde Aragonés de Barzelona, en colaboración con Pere Pina, de Casa Almirall.
El autor describe los eventos previos a la anexión de Austria por la Alemania nazi (Anschluss[1]). Hitler convocó y puso un ultimátum al canciller austríaco Schuschnigg para legalizar el nacionalsocialialismo en su país. Pero Austria se negaba.
La última fase previa a la extinción de Austria como país independiente parece una opereta barata. Hitler citó al canciller austríaco Kurt von Schuschnigg en su residencia de los Alpes bávaros “para resolver los contratiempos surgidos últimamente”. Schuschnigg se presentó en Berchtesgaden y el führer no le dejó pronunciar palabra alguna, reprochándole con fingida excitación la represión de un supuesto movimiento popular a favor de la Alemania nacionalsocialista y las actividades hostiles del gobierno austríaco. Schuschnigg escuchó tales reproches sin poder responder.
La filípica de Hitler culminó con un ultimátum exigiendo la inmediata aceptación de unas condiciones inaceptables como el nombramiento como ministro de interior de una persona de confianza de Hitler y la legalización del partido nacionalsocialista.
Al regresar a Austria todo el mundo exigió a Schuschnigg que se opusiese a entregar el país a su poderoso vecino. Sus propios partidarios, los católicos y las masas obreras, cuyas organizaciones eran reprimidas, se mostraron resueltos a defender la independencia del país.
[1] El Anschluss (palabra alemana que, en un contexto político, significa unión, anexión) supuso la incorporación de Austria a la Alemania nazi el 12 de marzo de 1938 como una provincia del III Reich, pasando de Ósterreich a Ostmark (Marca del este). Esta situación duró hasta el 5 de mayo de 1945, cuando los Aliados ocuparon la provincia alemana de Ostmark. El gobierno aliado terminó en 1955 cuando se constituyó el nuevo estado de Austria.
El autor refleja la lucha política y personal en el contexto de guerra y represión a sus 20 años. Narra el seguimiento de las Brigadas Internacionales en la Guerra Civil Española y su encarcelamiento en Stein (Austria) donde convive con diversos presos con hambre y falta de intimidad.
En julio de 1936 nos llegaron las primeras noticias del levantamiento militar en España. En la lejana Austria, bajo un régimen católico fascista, no nos cabía duda alguna de que en España se enfrentaban las mismas fuerzas. Por un lado, el pueblo trabajador defendiendo sus libertades y, por otro, los mismos a los que combatíamos en nuestro país: los capitalistas, la iglesia católica y las fuerzas reaccionarias. Desde el principio del conflicto seguimos el vaivén de los combates, vibrando con las victorias de las milicias en Madrid y Barcelona, donde jóvenes como nosotros estaban arriesgando sus vidas. Su sacrificio y entusiasmo nos eran muy familiares. En todo el mundo se alzó una ola de simpatía hacia la España republicana y sus defensores.
Sé que todo no fue armonía en la España en guerra, había muchas rivalidades entre los diferentes grupos que defendían la República, pero en aquellos primeros días los celos se escondían bajo el común deseo de aplastar la revuelta militar, presentándosenos una República unida defendiéndose de los generales golpistas.
Giraba el dial de la radio poco potente que tenía hasta captar radio Barcelona; sería una emisora del POUM[1] que emitía canciones revolucionarias y relataba los movimientos de los frentes. Me procuré Mil palabras de español progresando rápidamente en el idioma gracias al latín aprendido en el liceo. En octubre, cuando llegaron las primeras noticias de la creación de las Brigadas Internacionales que promovía la Tercera Internacional[2], mis compañeros y yo estábamos dispuestos a alistarnos en ellas. Mi plan era ir a España y, una vez ganada la guerra (cosa que no dudaba), casarme con mi rubia italiana y estudiar medicina en Salamanca, donde había una reconocida cátedra de medicina. Pero estos ambiciosos planes sufrieron un repentino revés.
En 1937 cursaba octavo de bachillerato con muy pocas perspectivas de aprobarlo y, con veinte años, ya no tenía ganas de seguir empollando otro año. Me libraron de este dilema dos agentes de policía de paisano que me detuvieron en febrero de este año, sacándome de clase y escandalizando al profesor y a mis condiscípulos.
El palacio de la gran María Teresa es una joya barroca, ningún turista que visite Viena deja de admirar Schoenbrunn. En el sótano del ala derecha, dedicada a Sofía, primera hija de los emperadores Francisco José y Sissi, se ubicaba la comisaría de policía que ya había visitado en detenciones anteriores[3]. Me hallaba en ese mohoso sótano esperando el primer interrogatorio.
En la celda había un bonito surtido de ladrones, prostitutas, sospechosos de asesinato y de otros crímenes, mafiosos… un interesante surtido de las capas sociales de la ciudad desconocido para mí.
Entre los detenidos había un simpático ladrón profesional de unos cincuenta años que había pasado más de la mitad de su vida en la cárcel. Me contó que un día conoció a María, consiguiendo cambiar de vida con ella. Los dos se pusieron a trabajar, ahorraron, construyeron su casa, criaron gallinas y conejos, siendo muy felices. Pero no hay dicha que dure. Un día, al regresar del trabajo, se encontró a María en la cama con un vecino. Se fue sin despedirse y aquella misma noche robó en un estanco, le detuvieron y el pobre diablo acabó de nuevo en comisaría a la espera de una sentencia de varios años de cárcel por reincidente. Era un delincuente pero tenía un corazón de oro.
También había un abogado, un tipo zalamero que amasó una fortuna defraudando a sus clientes; y otro del que desconocíamos el delito, un tipo simpático e inteligente que solía conversar durante horas con nosotros, jóvenes papanatas, enseñándonos ciertas sabidurías que no habíamos aprendido en la escuela.
Otro de los compañeros de celda fue Franz K, un comunista con el que mantuve una duradera amistad. Cada uno alababa a su novia, poniéndola por las nubes. Franz se convirtió en médico, casándose con la mujer que amaba y murió en su consulta, atendiendo a un paciente.
Lo que más me incomodó durante mi cautiverio fue el hambre permanente. Para un hambriento el olor más delicioso es el del pan recién hecho. Era increíble cómo me atraía el olor del pan cuando llegaba el camión de la panadería.
Entre mis compañeros de cárcel no se hablaba el alemán que hablábamos en casa si no una jerga con un vocabulario específico que tuve que aprender, del mismo modo que mi hermano tuvo que aprender el platt de los marineros de Hamburgo. Al mismo tiempo advertí que las emociones y reflexiones de los habitantes de las cárceles son parecidas a las del resto de la gente.
Se me acusaba de haber distribuido once diarios clandestinos con contenido de alta traición que habían encontrado en casa de un compañero del grupo. Tales impresos eran de su padre, un activista socialista, pero para protegerle el muchacho dijo haberlos recibido de un tal Gert, cuyas señas desconocía. La policía revisó las listas de sospechosos dando conmigo.
Fui objeto de un proceso penal que acabó en una condena de cinco años de cárcel. A mis veinte años, cinco eran una eternidad; adiós a España, a casarme…
La sentencia fue una dura sorpresa. Los jueces no dudaron en seguir las instrucciones del gobierno, tal como hacen bajo cualquier régimen, sea burgués o comunista. Se apeló, pero como era de esperar, el recurso fue rechazado. A principios de agosto fui trasladado al presidio de Stein, conocido por albergar criminales peligrosos.
Allí llegamos esposados quince condenados políticos, siendo recibidos por el director, un tal señor Kodré, que nos dio un amable discurso prometiéndonos un tratamiento humano, reconociendo nuestro compromiso político y advirtiéndonos que debíamos abstenernos de relacionarnos con los presos comunes. Ese mismo señor Kodré, en los convulsos días del final de la guerra en abril de 1945, abrió las puertas de la cárcel ante la imposibilidad de garantizar la seguridad y la alimentación de los reclusos. A esto siguió la llamada “caza de conejos”, cuando los campesinos de los alrededores mataron a centenares de prisioneros, mayoritariamente rusos, que buscaban refugio. Para colmo, las SS ejecutaron al propio Kodré.
Por la noche se nos encerraba de dos en dos en las celdas, pudiendo escoger a nuestro compañero. Durante el día circulábamos libremente por el recinto, jugábamos a voleibol y nos dedicábamos a estudiar. Nunca fuimos molestados. Los presos socialistas y comunistas ocuparon el tercer piso, en el segundo estaban los nazis y entre ambos no había contacto alguno. Como compañero de celda escogí a un comunista tirolés con el que simpatizaba pero en la estrechez de la celda, con un cubo para hacer nuestras necesidades situado en el centro, la imposibilidad de aislarse y la carencia de intimidad en pocos días convirtieron la amistad en un odio incontenible, de manera que debimos separarnos. Hace poco leí el relato de un ajusticiado por los nazis en 1941 por actividades antifascistas. Lo escribía este compañero, Rudolf Badstoeber. Investigué en busca de más detalles de este valiente luchador pero después de sesenta años su rastro ha desaparecido.
El mismo día de mi detención, el 8 de febrero de 1937, Málaga cayó en manos de la división italiana Littorio y, tres días después, comenzaron los sangrientos combates del Jarama; un mes más tarde los italianos eran derrotados en Guadalajara, de momento Madrid estaba salvada. Desde diciembre de 1936 mi hermano estaba entre los defensores de Madrid y, en aquel momento, se recuperaba de una herida en un hospital de Benicasim. El 26 de abril los aviones alemanes destruyeron Guernica. Se podía prever lo que sucedería en la próxima guerra. Mientras mis compañeros se batían en los frentes de España yo estaba de brazos cruzados en la cárcel.
Aquel otoño Austria vivía un engañoso respiro de paz. Desconocíamos que el día 5 de noviembre de 1937 Hitler exponía ante sus generales, en un monólogo de varias horas, las líneas básicas de sus planes de expansión cuyo primer paso sería la ocupación de Austria.
El nuevo año empezó con violentos ataques desde Berlín. El canciller austríaco, Schuschnigg, imploraba ayuda a las potencias occidentales sin recibir respuesta alguna.
[1] POUM: Partido Obrero de Unificación Marxista fundado en 1935, de orientación anti estalinista. En realidad, Radio Barcelona, igual que Ràdio Associació de Catalunya, quedó bajo el paraguas del Comisariado de Radiodifusión creado por la Generalitat de Catalunya al estallar la guerra.
[2] Tercera Internacional: organización comunista fundada en 1919 que agrupaba a los partidos comunistas de distintos países
[3] Hoffmann se convirtió en un habitual de Liesl, la prisión de Elisabeth-Promenade en Viena donde fue encarcelado en cuatro ocasiones: la primera vez fue arrestado por error al ser confundido con un militante nazi; la segunda vez pasó tres semanas entre rejas; la tercera vez fue encarcelado durante cinco semanas junto a su amigo Ferdinand Hackl por llevar a cabo acciones de propaganda. Sin embargo, los cargos se tornaron más serios el 8 de Febrero de 1937, cuando fue condenado a cinco años de cárcel por alta traición tras ser sorprendido distribuyendo diarios clandestinos de contenido revolucionario que invitaban a derrocar al gobierno fascista.
El autor conoce a Clara en 1936, una joven de la que se enamora. Una relación fraternal que perdurará décadas. Le ayudará a sobrellevar las duras condiciones que vivirá después en prisión donde aprende ebanisteria, y en un período de poder y conflictos del fascismo.
El verano de 1936 me halló veraneando con mi familia en las lindas playas del lago de Garda, en Italia, en casa de un cliente de mi padre. Mientras pasaba los días con los jóvenes del pueblo disfrutando de las dulces olas del apacible lago, se estaba produciendo la guerra de Abisinia, donde el Duce intentaba conquistar un imperio para su pequeño rey. En esta aventura murieron unos cuatro mil quinientos soldados italianos y doscientos setenta y cinco mil del Negus. El ejército italiano avanzaba mientras los jóvenes del pueblo cantaban lindas canciones de guerra: “musetto nero, sarai romano…” y “quando saremo Macalé, or ti daremo un’altra legge, un altro re”
Evidentemente me enamoré de la más joven de las hijas del señor Giovanni, la rubia Clara, iniciando así una relación que duraría más de siete decenios ya que aunque ambos pasamos de los noventa años todavía nos llamamos una vez por semana evocando tan singular amistad.
En su diecisieteavo cumpleaños le regalé una reproducción de un velero que había admirado en una tienda de Sirmione y que se convirtió en el símbolo de nuestro amor. Cuando un año más tarde fui encarcelado y aprendí algo de ebanistería, le hice un cofrecillo taraceando dicho velero en la tapa. La historia de esta pieza es larga; cuando salí de la cárcel el cofre se perdió pero por una serie de afortunadas coincidencias se conservó durante los largos años de exilio, prisiones y desventuras, reapareciendo después de la guerra. Así que muchos años después pude entregárselo, cuando nos reencontramos gracias a ciertos milagros, ambos felizmente casados pero con el imborrable recuerdo de nuestro amor juvenil.
Tras la IGM, Austria se convierte en una república democrática. El autor narra la vida en Viena durante los años de entreguerras tras una guerra perdida, destacando las dificultades, los cambios sociales, el antisemitismo y el papel de la Cruz Roja Americana.
Mis primeros recuerdos datan de los años veinte del pasado siglo y constan de las habituales penurias de posguerra, la inflación y los mutilados de guerra que vagaban por las calles.
Como muchos niños de mi vecindad me veo en una larga cola delante de la Cruz Roja americana instalada en una escuela de mi barrio con un cacharro en las manos. Allí nos echaban un cucharón de una espesa sopa de judías con cebada mondada, plato hoy desaparecido pero que me resultaba francamente sabroso a mis cinco años.
En 1919, a punto de cumplir los dos años, apareció un hombre extraño que resultó ser mi padre, recién liberado de su cautiverio en Italia.
Se conserva una carta dirigida a mi madre por un camarada de mi padre en la que informa que el teniente Hoffmann había caído cautivo de los italianos “tras haberse defendido valientemente al mando de su compañía”. Puede imaginarse el alivio que supuso para la pobre mujer ya que en un telegrama fechado el 24 de mayo de 1917 se le comunicaba que su marido había desaparecido en el frente del Isonzo en el transcurso de la décima de las batallas de dicha campaña. A los dieciséis días nací yo.
Los relatos de papá de esos dos años se parecían más a una juerga; los oficiales eran tratados con el debido respeto y así, el teniente Hoffmann pasó el tiempo en Amalfi coleccionando las bellas canciones napolitanas entonces en boga que, más tarde, solía cantar en familia. Poco después el abogado Hoffmann abrió su bufete y en 1923 la vida se fue normalizando, por lo menos en nuestra casa.
Sin embargo, para la mayoría de vieneses los años de posguerra fueron un tiempo de lucha por la supervivencia. Cerca de nuestra casa se encontraba una barriada de chabolas llamada el barrio de las ratas, en la que la gente vivía en cuevas, sin luz ni agua. No lejos de allí se hallaban las barracas de Baumgarten, que permanecieron hasta los años cincuenta; en cada una de ellas vegetaban dos o tres familias en condiciones desastrosas. Dichas barracas se erigieron para albergar a los prisioneros rusos y aún se recuerdan las tristes condiciones que allí reinaban. De estas Baumgarten Baracken procedían muchos de los comunistas que más tarde fueron mis compañeros.
Por aquel entonces, tras las duras condiciones impuestas por los vencedores de la guerra, el estado no disponía de medios para reparar los daños de la guerra. Pasados los años veinte se movilizaron los primeros créditos y se aprobó un ambicioso programa de viviendas en Viena, a la que acudían centenares de miles de personas desterradas de los territorios bajo control de las nuevas autoridades nacionales. Estas casas, construidas por la municipalidad socialdemócrata y financiadas con los impuestos a los que se habían aprovechado de la guerra, sirvieron de modelo conocido como la Viena roja.
En 1924 empezó para mí una nueva etapa al entrar en la escuela primaria. Este año los socialdemócratas cedieron a los partidos burgueses dejando el gobierno en manos de un prelado, Ignaz Seipel, quien de inmediato se puso a “recoger los escombros de la revolución”. El primer choque de dicho gobierno con la masa obrera ocurrió el 15 de julio de 1927 cuando miles de obreros se manifestaron contra la arbitraria absolución de los asesinos de dos obreros socialistas. El resultado fueron noventa muertos en las calles de Viena y la promesa del prelado canciller de “no permitir clemencia alguna”.
Con diez años hubiese querido estar entre los manifestantes, imaginando cómo reaccionaría el público si me hubiese alcanzado una bala de la policía. Pero para tal acto heroico me faltaban los treinta y dos céntimos que costaba el tranvía.
Hacía varios años que los socialdemócratas habían cedido el ministerio de educación a la derecha que no tardó en imponer el espíritu de la vieja monarquía exigiendo obediencia y sumisión a los superiores.
De entonces data un episodio que demuestra la posición de mi familia en esa ciudad caracterizada por un tradicional antisemitismo. Con unos compañeros de clase nos burlamos de un muchacho judío ortodoxo atendiendo a su indumentaria y extraño peinado, gritándole una antigua frase de la que ignorábamos el significado: “¡Aidelach, Jidelach, hep-hep-hep!”.
Al llegar a casa le conté a mi madre nuestra hazaña. Bastante azorada me explicó que nuestra familia tenía ascendencia judía y que la frase utilizada significaba “Jerusaleme est perdita”, recordando la invasión romana del 72 d.c. La sensación de sorpresa que me causó este incidente se mezclaba con cierta conciencia de pertenecer, a partir de entonces, a un grupo extraño, blanco de burlas como la que acaba de infligir al pobre muchacho ortodoxo.
Desde pequeño rezaba oraciones cristianas, habiendo sido bautizado por un cura calvinista. Antes del nacimiento de mi hermano en 1912 mis padres habían decidido abandonar la religión mosaica.
La inflación de la corona, moneda de la antigua monarquía, acabó en 1924 y la nueva moneda, el chelín, se cambió a razón de uno por mil. En el momento álgido de la inflación la gente corría al mercado después de cobrar el sueldo para prevenir la pérdida de valor.
Hablando de fortunas, mis abuelos, inmigrados de su comunidad judía natal en 1860, y poseedores de un floreciente negocio de ropa en un céntrico edificio de cinco pisos lo perdieron todo a causa de los empréstitos de guerra, conservando únicamente la casa en que vivían.
Con mi hermano, cinco años mayor que yo, pasamos temporadas de celos; yo siempre resultaba inferior en fuerza y saber mientras él debía ceder caricias y juguetes al pequeño. Le admiraba por su espontaneidad, su fuerza y sus progresos en la escuela, teniéndole siempre como modelo.
La música siempre estuvo presente en mi infancia. Pasaba horas aporreando las teclas del piano tocando nostálgicas melodías. Mi padre tocaba el piano mientras cantaba las coplas napolitanas transcritas en Italia; mi madre también acompañaba con ese instrumento las lindas canciones aprendidas durante su estancia en Inglaterra. Debió ser entonces cuando nos mandaron a la ópera y nos extrañamos sobremanera porque durante la función apareció en escena un campesino siciliano que, de repente, se convertía en payaso; no nos habían prevenido que esa noche veríamos dos óperas diferentes.
El autor nace en medio de la Primera Guerra Mundial, en un contexto de violencia y muerte. Las batallas en el río Isonzo fue una de las más sangrientas. Hace referencia a su padre judío que fue oficial y fallecería en Francia en la IIGM.
Durante los meses de abril y mayo de 1915 grupos de gente pendenciera se manifestaban a diario por las calles de Roma, Milán, Turín y otras ciudades italianas gritando con ardor guerrero:
¡Trieste y Trento son nuestros! ¡Muerte a los austríacos opresores!
El Partido Liberal Italiano, partidario de mantenerse neutral, fue silenciado por las manifestaciones callejeras. La sociedad estaba sujeta a un severo régimen militar. Cuando el 25 de mayo de 1915 Italia declaró la guerra a Austria-Hungría ya nadie osaba oponerse.
Por otra parte, en Viena los militares ostentaban el poder desde hacía un año, y los políticos, incluidos los del Partido Socialdemócrata, también se pronunciaron a favor de la guerra bajo el lema “Castigar a los pérfidos traidores italianos”.
Tanto en Italia como en Austria-Hungría la prensa se encargó de caldear el ambiente preparando el camino a los militares deseosos de entrar en guerra. Se abría otro capítulo de la tragedia que comenzó el 1 de agosto de 1914 con la declaración de guerra.
Desde esa fecha fatal, millones de jóvenes soldados ingleses, franceses, rusos, alemanes y austríacos se empeñaban en matarse en los vastos frentes de la Primera Guerra Mundial, la llamada Gran Guerra. Apenas diez meses después Italia entra en la guerra añadiendo a esos involuntarios héroes un millón trescientos mil jóvenes italianos llamados a las armas.
Desde que los italianos declararon la guerra al Imperio Austro-Húngaro en mayo de 1915 hasta la rendición de Austria-Hungría en octubre de 1918, los dos ejércitos se enfrentaron a lo largo de una frontera de seiscientos quilómetros, que se extendía desde los picos de la frontera suiza pasando por las crestas nevadas de los Alpes hasta la llanura del Friuli y el mar Adriático, en las cercanías de Trieste. Un terreno hostil para el hombre, con glaciares y nieves perpetuas, cumbres vertiginosas y con pocas y malas carreteras.
El acceso de la tropa a las posiciones, en las cimas y laderas empinadas, sólo era posible a lomo de mulas o a hombros de los soldados. Este era el terreno en el que lucharon los dos ejércitos durante los tres años de enfrentamiento, en trincheras cavadas en las rocas y los glaciares sin lograr jamás avances decisivos.
En el sector oriental de esa larga frontera, donde los ríos de los Alpes bajan por anchos valles hacia el mar Adriático, el Estado Mayor italiano creyó descubrir una brecha que podía ser franqueada por un ejército motivado y bien equipado. Este frente discurría a lo largo del rio Isonzo, en la actual frontera entre Italia y Eslovenia; allí las montañas no son tan altas y los caudalosos ríos discurren desde el Tirol austriaco hacia el mar Adriático y la fértil llanura del Friuli. Más al sur, en la lejana playa, se vislumbra la bella ciudad de Trieste, principal puerto de la monarquía austro-húngara, blanco preciado para el Estado Mayor italiano, que reclamaban como parte integrante de su territorio nacional.
El supremo mando italiano pronosticó una breve campaña militar creyendo que el enemigo estaba desmoralizado y ofrecería poca resistencia; así que los soldados italianos, fuertemente motivados al luchar por una causa justa, entrarían en Viena en pocas semanas.
En Viena ocurría algo similar. Los autodenominados expertos militares se burlaron en los periódicos de los katzelmacher o comedores de gatos, llamándoles cobardes e indisciplinados, fanfarrones y mujeriegos, creyendo que se les podría rechazar fácilmente.
El Estado Mayor italiano, encabezado por el general Luigi Cadorna, preparó la Primera ofensiva del Isonzo con el objetivo de ganar Gorizia, ciudad clave para la toma de Trieste. Pero estas esperanzas se vieron frustradas. Los soldados italianos fueron diezmados por el fuego de las ametralladoras enemigas. Ambos ejércitos lucharon con increíble tenacidad; la primera batalla del Isonzo duró desde el 23 de junio hasta el 7 de julio de 1915 sin que cediese ninguno de los contendientes ni se moviese el frente.
A los diez días comenzó el segundo enfrentamiento de las doce batallas que se libraron en el Isonzo, con el mismo resultado. Dos meses después se libró la tercera, una semana más tarde la cuarta… así hasta que, durante la sexta batalla, en agosto de 1916, los italianos lograron entrar en Gorizia aunque sin abrir brecha en las líneas enemigas. Esta batalla fue seguida por la séptima, la octava, la novena… siempre con igual resultado: los dos ejércitos enfrentados en ambas riberas del Isonzo.
En la décima batalla ocurrió lo mismo, sufriendo normes pérdidas: treinta y seis mil italianos y veinte mil austriacos muertos, veintisiete mil italianos apresados por los austríacos y veintitrés mil austríacos presos por los italianos. Pero tales sacrificios eran inútiles ya que el frente permanecía inamovible.
Nueve decenios después parece imposible que los soldados de ambos bandos aceptasen las terribles fatigas y la constante presencia de la muerte, el hambre, el cansancio, los helados inviernos y los tórridos veranos durante los tres años de permanente carnicería.
Entre los austríacos participantes en la X Batalla del Isonzo se encontraba el teniente Heinrich Hoffmann, mi padre. Y en la trinchera de enfrente estaba el teniente italiano Andrea Marano, padre de mi amigo Giuseppe Marano.
El 23 de mayo de 1917, pocos días antes de mi nacimiento, mi padre fue capturado. En una carta, que mi madre debió recibir el día que nací, un camarada de mi padre le comunicaba que “el teniente Hoffmann cayó prisionero en la décima batalla del Isonzo, luchando al frente de su compañía”. El cautiverio duraría dos años.
El teniente Marano, del Segundo Ejército italiano, anotó en su diario que ese mismo día le ordenaron salir con una patrulla de doscientos soldados y llegando a la orilla del río, “tras una marcha nocturna desastrosa bajo un bombardeo incesante, con las bombas enemigas cayendo alrededor”, se enfrentaron a una compañía enemiga que bien podría ser la que mandaba mi padre. No resulta impensable que fuesen ellos los que lograron detener a la compañía del teniente Hoffmann.
Esa Décima Batalla del Isonzo terminaba igual que las anteriores; los sacrificios eran en balde.
El Estado Mayor italiano se obstinó y el 17 de agosto de 1917 inició la undécima ofensiva que tuvo idéntico resultado. Esta vez murieron cuarenta mil italianos y quince mil austríacos; a consecuencia de las insalubres condiciones que sufrían en las trincheras miles de enfermos debieron ser hospitalizados, hablándose de medio millón entre ambas filas.
Obviamente ninguno de los adversarios tenía fuerza suficiente para imponerse al otro y ambos comenzaron a suplicar refuerzos a sus aliados.
En el bando aliado se convino mandar tropas frescas norteamericanas; en el opuesto se reforzaron las cinco divisiones austríacas con siete alemanas poniendo al frente de las operaciones a un experimentado general alemán, Otto von Buelov, y utilizando un nuevo logro del genio alemán, el gas asfixiante, la nueva arma destinada a sorprender a los inadvertidos e indefensos soldados enemigos.
Los contingentes americanos tardaron meses en estar preparados; Ernest Hemingway cuenta sus vivencias de la campaña de Italia en su novela En tierra extraña. En cambio, los alemanes llegaron a las pocas semanas, en octubre de 1917, gracias al alivio que disfrutaba en ese momento el frente del este a consecuencia de la Revolución Rusa.
Durante la XII Batalla del Isonzo –en Italia aún se habla del Desastre de Caporetto, un pueblecito a la orilla de dicho río, la actual Cobarid eslovena- los austro-alemanes lograron quebrar las líneas enemigas con el lanzamiento de obuses de gas que se extendía por el estrecho valle y penetraba en las trincheras italianas. Quien no moría asfixiado huía horrorizado.
Los austríacos y sus aliados alemanes avanzaron más allá del Isonzo hasta el más próximo de los valles alpinos, el de Tagliamento, obligando a los italianos a retirarse hasta el río Piave.
Pero el precio era alto y su efecto inmediato era la agravación del aprovisionamiento de la retaguardia donde millones de habitantes de las ciudades padecieron hambre y penurias. Incluso sufrieron hambre los soldados austro-húngaros, saqueando a los campesinos allí por donde pasaban.
La prensa austríaca celebraba la victoria en la XII Batalla del Isonzo, el llamado Milagro de Karfreit (Caporetto), pero el país lo pagaba caro. Las autoridades militares requisaban los medios de transporte para el traslado de personal y material de guerra agotándose las últimas reservas de alimentos. Cuanto más avanzaban los regimientos más exigente se volvía el frente. Unos cuarenta mil soldados italianos cayeron prisioneros siendo confinados en miserables campos, mal nutridos y mal alojados; aun así esto supuso un coste adicional.
Para Italia los efectos de la derrota eran graves. El principal responsable, el general Cadorna, fue destituido (aunque siguió en posiciones clave) y el general Badoglio, comandante de artillería, trató en vano de justificar la ausencia de la artillería durante el avance enemigo; sin embargo los dos continuaron en altísimas posiciones militares y políticas.
En octubre de 1917, el ejército italiano sufrió un golpe que hubiese resultado mortal sin la intervención de los aliados. La moral de los combatientes era bajísima, las deserciones masivas a pesar de los severos castigos y las ejecuciones sumarias decretadas por las autoridades militares. Durante toda la guerra se registraron ciento sesenta y dos mil quinientos sesenta y tres casos de deserción. En marzo de 1918 la justicia militar observó que “la cantidad de deserciones superaba a la de caídos en acción”.
Por parte austríaca, el breve triunfo de los ejércitos austro-húngaros no tuvo efectos duraderos sobre la moral de la tropa. Los soldados estaban mal alimentados, pobremente vestidos y recibían noticias deprimentes de sus casas; estaban hartos de la guerra.
Las doce batallas del Isonzo costaron la vida a más de trescientos mil soldados italianos y medio millón de ellos fueron hechos prisioneros. Casi el mismo número de soldados austro-húngaros sufrió la misma suerte. El total de muertos, heridos y desaparecidos se estima en más de ochocientos mil.
Para el teniente Hoffmann la guerra concluyó con el cautiverio en mayo de 1917, días antes de que yo naciera en la lejana Viena. Como oficial recibió el trato de convención, igual que eran tratados los oficiales italianos prisioneros en Austria. Primero fue internado en un campo de Piazza Amerina, en el centro de Sicilia, y poco después fue trasladado a una especie de domicilio vigilado en la pintoresca Amalfi, en el golfo de Nápoles, puerto medieval y destino turístico que parece haber disfrutado plenamente. Aún conservo la colección de bellas canciones populares que el joven oficial oyó cantar en las hosterías que frecuentaba en las largas y calurosas noches perfumadas de tan encantador lugar. Aprovechaba su ocio para perfeccionar sus conocimiento de italiano y escribía a diario a su querida esposa, mi madre.
Mientras el teniente prisionero se divertía en Amalfi, la población civil en la retaguardia sufría un infierno de escasez, hambre y miseria y mi madre se esforzaba en dirigir la pequeña familia a través de las adversidades de la guerra.
La consecuencia para la población civil, sobretodo en Viena y en el resto de las ciudades del país, era que viejos y niños sufrieron enfermedades por carencia y los hospitales rebosaban de enfermos que no recibían la atención necesaria. Llegó el invierno, uno de esos inviernos de frío penetrante, y no había carbón para encender las estufas. Cada día moría gente debido al hambre y a las bajas temperaturas.
En noviembre de 1916 falleció el viejo emperador Francisco José, a los ochenta y seis años y tras sesenta y ocho de gobierno. Su sucesor, el joven Carlos, buscaba contactos con los aliados para lograr una paz separada. Al saberlo los alemanes amenazaron con intervenir. De todas formas, los aliados, que ahora contaban con el poderoso ejército norteamericano, ya no estaban interesados en ello.
A partir de febrero de 1917, cundo las noticias de Rusia ya se habían difundido por toda Europa, se esfumaron las últimas huellas de fervor patriótico. En todos los países beligerantes se produjeron huelgas en las fábricas, manifestaciones callejeras y protestas clamando por la paz. Pero en los frentes la disciplina militar y los rigurosos castigos de la justicia militar mantuvieron a los soldados en las trincheras hasta noviembre de 1918. El colapso de la monarquía Habsburgo fue incontenible y el final es de sobra conocido: el Imperio se descompuso rápidamente y el país se hundió en un mar de miseria.
A su regreso en 1919, el teniente Hoffmann consiguió volver a abrazar a su mujer e hijos. La familia había sobrevivido a las penurias sin sufrir serios daños y Heinrich Hoffmann comenzó su adaptación a la nueva vida. El aquelarre del Isonzo se desvanecía.
En marzo de 1938 Austria fue anexionada por el ejército de Adolf Hitler y el abogado Hoffmann tuvo que emigrar a causa de las leyes nazis antijudías. Murió en un campo de internados en el sur de Francia en 1944.