El autor describe los eventos del 9 de marzo de 1938 en que se proclamó un referéndum por la independencia de Austria. Aunque el régimen reprimió a los obreros, los socialistas y comunistas decidieron votar “sí” en el referéndum para oponerse a Hitler. La Juventud Comunista se preparó para luchar por su país, conscientes de los riesgos.
Según dicen, este era el grito del héroe tirolés en la lucha por la independencia contra Napoleón en 1809. Fue el que oyeron los tiroleses reunidos el 9 de marzo de 1938 en Innsbruck, en la arenga de Schuschnigg proclamando un referéndum por la independencia para el día 13 de marzo.
Este eslogan patriótico nos resultó sospechoso al recordar las reiteradas declaraciones de Schuschnigg considerando a Austria como “el segundo estado alemán”. ¿Acaso no era él ministro de justicia en el gobierno de Dollfuss cuando cuatro años antes se ajustició a los obreros que se habían alzado en defensa de la república democrática? ¿Podíamos confiar en su voluntad de defender al país contra la amenaza de la Alemania de Hitler?
Los obreros odiaban profundamente este régimen. No eran pocos los que simpatizaban con los nazis, impelidos por el desdén del régimen clerical y reaccionario que dominaba el país desde 1934. Los socialistas y los comunistas deliberaron arduamente sobre cómo reaccionar ante el plebiscito propuesto por un canciller que sabíamos hostil a cualquier reforma democrática. El partido comunista, que no había cesado en sus actividades en la clandestinidad, y el también clandestino partido socialista revolucionario sucesor del socialdemócrata, resolvieron votar SI.
Otto Bauer, líder de los socialistas, escribió “Los obreros están dispuestos a votar SI contra Hitler y a defender al país contra la agresión extranjera pero no para defender el actual régimen dictatorial” Esta era también nuestra postura.
Durante esos días me reuní con mis compañeros de la Juventud Comunista, resueltos a luchar por nuestro país a pesar de estar alineados con los que en el pasado nos habían perseguido y encarcelado. No era el momento de disfrutar de la libertad recién conseguida. Sabíamos que nos lo jugábamos todo.
El autor narra los eventos del 12 de febrero al 13 de marzo de 1938, con las tropas alemanas ya en Austria. Se nombró a un ministro del interior nazi y se liberaron los presos políticos. Sale de prisión mientras los republicanos españoles pierden Teruel.
Existen muchos reportajes, análisis y comentarios sobre los dramáticos días desde el 12 de febrero (promulgación del dictado de Berchtesgaden[1]) hasta el fatal 13 de marzo de 1938, cuando el ejército alemán entró en Austria. Ese lapso de tiempo ha quedado grabado en mi memoria de forma imborrable.
Hacía un año que estaba en la cárcel junto a los presos nazis, muchos de ellos condenados por haber tomado parte en el asalto a la cancillería y por el asesinato del canciller Dollfuss en junio de 1934. El día 15 de febrero se oyeron grandes voces en sus celdas; los nazis celebraban el nombramiento del abogado Seyss-Inquat como ministro de interior y jefe de policía. Al día siguiente el vocerío fue aún mayor al saber que habría amnistía para todos los presos políticos. No era un error, se hablaba de todos los presos, no sólo de los nazis como se hubiese podido esperar de las exigencias de Hitler. Incrédulos, comentábamos la noticia: ¿Es un bulo o es verdad?
El día 18 de febrero la prisión se agitó; desde nuestro sector observábamos los movimientos en las celdas nazis. No cabía duda, los reclusos se estaban preparando para salir y se abrazaban cantando felizmente. Salieron poco a poco siendo recibidos por los amigos que les esperaban fuera.
Para nosotros, los reclusos socialistas y comunistas ¡nada! Nos esperaban horas de angustia. El director de la prisión, hombre leal que siete años más tarde sería víctima al querer salvar a los presos del furor de las SS, acudió asegurándonos su simpatía. Tras varias llamadas telefónicas a las autoridades de Viena, finalmente se decidió nuestra suerte ¡también seríamos liberados!
Cuando abandonamos la prisión ya era de noche, los amigos y parientes se habían marchado y no nos esperaba nadie pero ¡éramos libres! Cargamos con nuestros bártulos y fuimos a coger el tren para volver a casa.
Aquellos días de febrero de 1938 se helaba el agua de la refrigeración de las ametralladoras en el frente de Teruel, donde mi hermano y muchos de mis compañeros padecían el más crudo invierno vivido en el país. Teruel estaba en ruinas cambiando varias veces de manos. Tras la victoria de Franco a miles de prisioneros republicanos les tocó reconstruir la ciudad con trabajos forzados, hambrientos, maltratados y humillados por los vencedores. Este mes de marzo mi hermano escribía una carta desde Teruel, rebosando confianza en la victoria de la República, que contribuiría a la libertad e independencia de nuestro país.
Pero la república perdió la batalla de Teruel [2]. Y mientras las tropas de Franco entraban en dicha ciudad yo iniciaba mi vida de ciudadano recién liberado en la lejana Austria.
[1] El 12 de febrero de 1938 el canciller de Austria Kurt Schuschnigg se reunió con Hitler en el retiro de Berchtesgaden. La presión para consumar la unión de Austria con Alemania se había intensificado. Los simpatizantes austriacos de esta unión recibían el apoyo de Berlín y su influencia era notable. Un alto porcentaje de jóvenes desempleados debido a los efectos de la Gran Depresión veían en la unión la respuesta a sus problemas. En Berchtesgaden Schuschnigg recibió un mensaje claro: capitular o arriesgarse a que se desencadenara una guerra civil en Austria. Los testigos cuentan que Schuschnigg salió deprimido y acabado de la reunión: había terminado por aceptar todas las condiciones del diktat alemán. De regreso en Viena Schuschnigg puso en libertad a los cabecillas nazis que esperaban procesos penales y nombró al nazi Arthur Seyss-Inquart ministro de policía (otra condición dictada en Berchtesgaden). Pero al mismo tiempo comenzó a organizar un referéndum para decidir sobre la unión o la independencia de Austria. La fecha del mismo fue fijada para el 13 de marzo de 1938. La edad mínima para votar fue establecida en 24 años para evitar que los miles de jóvenes desempleados y simpatizantes nazis pudieran votar. Hitler montó en cólera y promovió las manifestaciones violentas de simpatizantes nazis en casi toda Austria, creando el caos en todo el país. La policía no hizo nada y Alemania inició la movilización de sus fuerzas armadas. Hitler presionaba al presidente austriaco Wilhelm Miklas para que destituyera a Schuschnigg y nombrara canciller a Seyss-Inquart. Su plan era que el nuevo gobierno pidiera ayuda a Alemania para restablecer el orden. Pero Miklas se negó y para cuando cedió Hitler había dado órdenes de poner en marcha la invasión de Austria.
[2] Acto conmemorativo del 75 aniversario del fin de la Batalla de Teruel. Organiza Rolde Aragonés de Barzelona, en colaboración con Pere Pina, de Casa Almirall.
El autor describe los eventos previos a la anexión de Austria por la Alemania nazi (Anschluss[1]). Hitler convocó y puso un ultimátum al canciller austríaco Schuschnigg para legalizar el nacionalsocialialismo en su país. Pero Austria se negaba.
La última fase previa a la extinción de Austria como país independiente parece una opereta barata. Hitler citó al canciller austríaco Kurt von Schuschnigg en su residencia de los Alpes bávaros “para resolver los contratiempos surgidos últimamente”. Schuschnigg se presentó en Berchtesgaden y el führer no le dejó pronunciar palabra alguna, reprochándole con fingida excitación la represión de un supuesto movimiento popular a favor de la Alemania nacionalsocialista y las actividades hostiles del gobierno austríaco. Schuschnigg escuchó tales reproches sin poder responder.
La filípica de Hitler culminó con un ultimátum exigiendo la inmediata aceptación de unas condiciones inaceptables como el nombramiento como ministro de interior de una persona de confianza de Hitler y la legalización del partido nacionalsocialista.
Al regresar a Austria todo el mundo exigió a Schuschnigg que se opusiese a entregar el país a su poderoso vecino. Sus propios partidarios, los católicos y las masas obreras, cuyas organizaciones eran reprimidas, se mostraron resueltos a defender la independencia del país.
[1] El Anschluss (palabra alemana que, en un contexto político, significa unión, anexión) supuso la incorporación de Austria a la Alemania nazi el 12 de marzo de 1938 como una provincia del III Reich, pasando de Ósterreich a Ostmark (Marca del este). Esta situación duró hasta el 5 de mayo de 1945, cuando los Aliados ocuparon la provincia alemana de Ostmark. El gobierno aliado terminó en 1955 cuando se constituyó el nuevo estado de Austria.
El autor refleja la lucha política y personal en el contexto de guerra y represión a sus 20 años. Narra el seguimiento de las Brigadas Internacionales en la Guerra Civil Española y su encarcelamiento en Stein (Austria) donde convive con diversos presos con hambre y falta de intimidad.
En julio de 1936 nos llegaron las primeras noticias del levantamiento militar en España. En la lejana Austria, bajo un régimen católico fascista, no nos cabía duda alguna de que en España se enfrentaban las mismas fuerzas. Por un lado, el pueblo trabajador defendiendo sus libertades y, por otro, los mismos a los que combatíamos en nuestro país: los capitalistas, la iglesia católica y las fuerzas reaccionarias. Desde el principio del conflicto seguimos el vaivén de los combates, vibrando con las victorias de las milicias en Madrid y Barcelona, donde jóvenes como nosotros estaban arriesgando sus vidas. Su sacrificio y entusiasmo nos eran muy familiares. En todo el mundo se alzó una ola de simpatía hacia la España republicana y sus defensores.
Sé que todo no fue armonía en la España en guerra, había muchas rivalidades entre los diferentes grupos que defendían la República, pero en aquellos primeros días los celos se escondían bajo el común deseo de aplastar la revuelta militar, presentándosenos una República unida defendiéndose de los generales golpistas.
Giraba el dial de la radio poco potente que tenía hasta captar radio Barcelona; sería una emisora del POUM[1] que emitía canciones revolucionarias y relataba los movimientos de los frentes. Me procuré Mil palabras de español progresando rápidamente en el idioma gracias al latín aprendido en el liceo. En octubre, cuando llegaron las primeras noticias de la creación de las Brigadas Internacionales que promovía la Tercera Internacional[2], mis compañeros y yo estábamos dispuestos a alistarnos en ellas. Mi plan era ir a España y, una vez ganada la guerra (cosa que no dudaba), casarme con mi rubia italiana y estudiar medicina en Salamanca, donde había una reconocida cátedra de medicina. Pero estos ambiciosos planes sufrieron un repentino revés.
En 1937 cursaba octavo de bachillerato con muy pocas perspectivas de aprobarlo y, con veinte años, ya no tenía ganas de seguir empollando otro año. Me libraron de este dilema dos agentes de policía de paisano que me detuvieron en febrero de este año, sacándome de clase y escandalizando al profesor y a mis condiscípulos.
El palacio de la gran María Teresa es una joya barroca, ningún turista que visite Viena deja de admirar Schoenbrunn. En el sótano del ala derecha, dedicada a Sofía, primera hija de los emperadores Francisco José y Sissi, se ubicaba la comisaría de policía que ya había visitado en detenciones anteriores[3]. Me hallaba en ese mohoso sótano esperando el primer interrogatorio.
En la celda había un bonito surtido de ladrones, prostitutas, sospechosos de asesinato y de otros crímenes, mafiosos… un interesante surtido de las capas sociales de la ciudad desconocido para mí.
Entre los detenidos había un simpático ladrón profesional de unos cincuenta años que había pasado más de la mitad de su vida en la cárcel. Me contó que un día conoció a María, consiguiendo cambiar de vida con ella. Los dos se pusieron a trabajar, ahorraron, construyeron su casa, criaron gallinas y conejos, siendo muy felices. Pero no hay dicha que dure. Un día, al regresar del trabajo, se encontró a María en la cama con un vecino. Se fue sin despedirse y aquella misma noche robó en un estanco, le detuvieron y el pobre diablo acabó de nuevo en comisaría a la espera de una sentencia de varios años de cárcel por reincidente. Era un delincuente pero tenía un corazón de oro.
También había un abogado, un tipo zalamero que amasó una fortuna defraudando a sus clientes; y otro del que desconocíamos el delito, un tipo simpático e inteligente que solía conversar durante horas con nosotros, jóvenes papanatas, enseñándonos ciertas sabidurías que no habíamos aprendido en la escuela.
Otro de los compañeros de celda fue Franz K, un comunista con el que mantuve una duradera amistad. Cada uno alababa a su novia, poniéndola por las nubes. Franz se convirtió en médico, casándose con la mujer que amaba y murió en su consulta, atendiendo a un paciente.
Lo que más me incomodó durante mi cautiverio fue el hambre permanente. Para un hambriento el olor más delicioso es el del pan recién hecho. Era increíble cómo me atraía el olor del pan cuando llegaba el camión de la panadería.
Entre mis compañeros de cárcel no se hablaba el alemán que hablábamos en casa si no una jerga con un vocabulario específico que tuve que aprender, del mismo modo que mi hermano tuvo que aprender el platt de los marineros de Hamburgo. Al mismo tiempo advertí que las emociones y reflexiones de los habitantes de las cárceles son parecidas a las del resto de la gente.
Se me acusaba de haber distribuido once diarios clandestinos con contenido de alta traición que habían encontrado en casa de un compañero del grupo. Tales impresos eran de su padre, un activista socialista, pero para protegerle el muchacho dijo haberlos recibido de un tal Gert, cuyas señas desconocía. La policía revisó las listas de sospechosos dando conmigo.
Fui objeto de un proceso penal que acabó en una condena de cinco años de cárcel. A mis veinte años, cinco eran una eternidad; adiós a España, a casarme…
La sentencia fue una dura sorpresa. Los jueces no dudaron en seguir las instrucciones del gobierno, tal como hacen bajo cualquier régimen, sea burgués o comunista. Se apeló, pero como era de esperar, el recurso fue rechazado. A principios de agosto fui trasladado al presidio de Stein, conocido por albergar criminales peligrosos.
Allí llegamos esposados quince condenados políticos, siendo recibidos por el director, un tal señor Kodré, que nos dio un amable discurso prometiéndonos un tratamiento humano, reconociendo nuestro compromiso político y advirtiéndonos que debíamos abstenernos de relacionarnos con los presos comunes. Ese mismo señor Kodré, en los convulsos días del final de la guerra en abril de 1945, abrió las puertas de la cárcel ante la imposibilidad de garantizar la seguridad y la alimentación de los reclusos. A esto siguió la llamada “caza de conejos”, cuando los campesinos de los alrededores mataron a centenares de prisioneros, mayoritariamente rusos, que buscaban refugio. Para colmo, las SS ejecutaron al propio Kodré.
Por la noche se nos encerraba de dos en dos en las celdas, pudiendo escoger a nuestro compañero. Durante el día circulábamos libremente por el recinto, jugábamos a voleibol y nos dedicábamos a estudiar. Nunca fuimos molestados. Los presos socialistas y comunistas ocuparon el tercer piso, en el segundo estaban los nazis y entre ambos no había contacto alguno. Como compañero de celda escogí a un comunista tirolés con el que simpatizaba pero en la estrechez de la celda, con un cubo para hacer nuestras necesidades situado en el centro, la imposibilidad de aislarse y la carencia de intimidad en pocos días convirtieron la amistad en un odio incontenible, de manera que debimos separarnos. Hace poco leí el relato de un ajusticiado por los nazis en 1941 por actividades antifascistas. Lo escribía este compañero, Rudolf Badstoeber. Investigué en busca de más detalles de este valiente luchador pero después de sesenta años su rastro ha desaparecido.
El mismo día de mi detención, el 8 de febrero de 1937, Málaga cayó en manos de la división italiana Littorio y, tres días después, comenzaron los sangrientos combates del Jarama; un mes más tarde los italianos eran derrotados en Guadalajara, de momento Madrid estaba salvada. Desde diciembre de 1936 mi hermano estaba entre los defensores de Madrid y, en aquel momento, se recuperaba de una herida en un hospital de Benicasim. El 26 de abril los aviones alemanes destruyeron Guernica. Se podía prever lo que sucedería en la próxima guerra. Mientras mis compañeros se batían en los frentes de España yo estaba de brazos cruzados en la cárcel.
Aquel otoño Austria vivía un engañoso respiro de paz. Desconocíamos que el día 5 de noviembre de 1937 Hitler exponía ante sus generales, en un monólogo de varias horas, las líneas básicas de sus planes de expansión cuyo primer paso sería la ocupación de Austria.
El nuevo año empezó con violentos ataques desde Berlín. El canciller austríaco, Schuschnigg, imploraba ayuda a las potencias occidentales sin recibir respuesta alguna.
[1] POUM: Partido Obrero de Unificación Marxista fundado en 1935, de orientación anti estalinista. En realidad, Radio Barcelona, igual que Ràdio Associació de Catalunya, quedó bajo el paraguas del Comisariado de Radiodifusión creado por la Generalitat de Catalunya al estallar la guerra.
[2] Tercera Internacional: organización comunista fundada en 1919 que agrupaba a los partidos comunistas de distintos países
[3] Hoffmann se convirtió en un habitual de Liesl, la prisión de Elisabeth-Promenade en Viena donde fue encarcelado en cuatro ocasiones: la primera vez fue arrestado por error al ser confundido con un militante nazi; la segunda vez pasó tres semanas entre rejas; la tercera vez fue encarcelado durante cinco semanas junto a su amigo Ferdinand Hackl por llevar a cabo acciones de propaganda. Sin embargo, los cargos se tornaron más serios el 8 de Febrero de 1937, cuando fue condenado a cinco años de cárcel por alta traición tras ser sorprendido distribuyendo diarios clandestinos de contenido revolucionario que invitaban a derrocar al gobierno fascista.
El autor conoce a Clara en 1936, una joven de la que se enamora. Una relación fraternal que perdurará décadas. Le ayudará a sobrellevar las duras condiciones que vivirá después en prisión donde aprende ebanisteria, y en un período de poder y conflictos del fascismo.
El verano de 1936 me halló veraneando con mi familia en las lindas playas del lago de Garda, en Italia, en casa de un cliente de mi padre. Mientras pasaba los días con los jóvenes del pueblo disfrutando de las dulces olas del apacible lago, se estaba produciendo la guerra de Abisinia, donde el Duce intentaba conquistar un imperio para su pequeño rey. En esta aventura murieron unos cuatro mil quinientos soldados italianos y doscientos setenta y cinco mil del Negus. El ejército italiano avanzaba mientras los jóvenes del pueblo cantaban lindas canciones de guerra: “musetto nero, sarai romano…” y “quando saremo Macalé, or ti daremo un’altra legge, un altro re”
Evidentemente me enamoré de la más joven de las hijas del señor Giovanni, la rubia Clara, iniciando así una relación que duraría más de siete decenios ya que aunque ambos pasamos de los noventa años todavía nos llamamos una vez por semana evocando tan singular amistad.
En su diecisieteavo cumpleaños le regalé una reproducción de un velero que había admirado en una tienda de Sirmione y que se convirtió en el símbolo de nuestro amor. Cuando un año más tarde fui encarcelado y aprendí algo de ebanistería, le hice un cofrecillo taraceando dicho velero en la tapa. La historia de esta pieza es larga; cuando salí de la cárcel el cofre se perdió pero por una serie de afortunadas coincidencias se conservó durante los largos años de exilio, prisiones y desventuras, reapareciendo después de la guerra. Así que muchos años después pude entregárselo, cuando nos reencontramos gracias a ciertos milagros, ambos felizmente casados pero con el imborrable recuerdo de nuestro amor juvenil.
La vida del autor en su país durante los años 30 son en el contexto del régimen de Dollfuss y los posteriores a la anexión de Austria por la Alemania nazi. Destacan su participación en movimientos revolucionarios antifascistas, las normas antijudías y su experiencia en prisión.
Me tocaba volver a la escuela como si nada hubiera ocurrido. Privados de sus locales de encuentro, los socialistas se reunían en los parques y las vegas del Danubio, jurando venganza contra Dollfuss y su gobierno. Muchos socialistas se adhirieron a nuestro grupo desilusionados por sus líderes. El Primero de Mayo de 1939 se celebró en un bosque de Viena la solemne unión de los jóvenes socialistas con los comunistas, resueltos a permanecer unidos en la lucha contra el régimen fascista.
El 2 de mayo, para evitar las manifestaciones obreras, el régimen había programado un desfile en el Ring, la gran avenida de Viena, con Dollfuss y su ministro del interior, el conde de Starhemberg; la juventud en edad escolar estaba obligada a asistir al mismo. Los jóvenes allí congregados se burlaron del régimen aplaudiendo frenéticamente al pasar un cartero con su vistoso uniforme mientras permanecían en riguroso silencio al desfilar el dictador y su séquito montados en caballos blancos.
No me quedaba tiempo para la escuela; había reuniones, se distribuían diarios clandestinos, teníamos que recoger las contribuciones para los compañeros encarcelados y visitar a los nuevos adeptos. Pasábamos los fines de semana en las vegas del Danubio o recorriendo las montañas. Solíamos cantar nuestras canciones y recaudar entre el público fondos para el Socorro Rojo puesto que había quien sacrificaba veinte céntimos de su magro presupuesto para mostrar su simpatía mientras otros nos insultaban.
El gobierno de Dollfuss, enfrentado con la izquierda y con los nazis que promulgaban la unión con Alemania, buscó apoyo internacional encontrándolo en Mussolini, que preparaba su aventura en Abisinia y le convenía favorecer un régimen afín al suyo en el país vecino. Acosados por los nazis, los gobernantes encarcelaron a miles de opositores o les encerraron en un campo de concentración erigido a propósito cerca de la capital. Allí estaba mi hermano y, qué coincidencia, también mi futuro suegro, que había sido funcionario del sindicato y diputado en el parlamento.
Durante los años precedentes a la anexión, los nazis incrementaron sus actividades antigubernamentales asistidos desde Alemania. El 25 de julio de 1934, un grupo de la clandestina SS atacó la cancillería, matando a Dollfuss en presencia de su ministro de interior, un tal Mayor Frey, que estaba negociando la rendición de los atacantes desde el balcón. Su papel quedó en entredicho, suicidándose dos años después.
Recientemente un historiador encontró una referencia de este grave incidente en el diario de Goebbels, revelando la implicación personal de Hitler en el ataque nazi a la cancillería, lógicamente silenciada por los servicios alemanes. En un primer contacto en junio de 1924, Hitler se encontró con Mussolini en Venecia; ambos se reunieron a solas, sin intérprete, durante varias horas y Hitler salió convencido de haber logrado la aprobación de Mussolini para sustituir a Dollfuss como jefe de gobierno en Austria, colocando en su lugar a un personaje de la derecha germanófila apellidado Rintelen. Obviamente los dos dictadores se habían malinterpretado; Mussolini, que apenas conocía el alemán, se vio expuesto a una larga parrafada a la que respondió “Ja” para no tener que admitir que no había entendido nada. En Berlín creían poder iniciar el golpe en base a este ilusorio acuerdo. En respuesta al ataque de Viena, Italia movilizó a sus tropas mandándolas a la frontera. En Alemania, Hitler y los suyos se asustaron ya que no estaban preparados para afrontar un conflicto internacional.
En la cárcel nos encontrábamos junto a nuestros enemigos nazis frente al mismo común adversario. Para los antifascistas era una situación absurda. Cabe contar aquí un extraño episodio con varias consecuencias.
En verano de 1935 la policía me apresó en una manifestación metiéndome en la cárcel durante cinco semanas, tiempo que pasé en la celda juvenil junto a unos veinte socialistas, comunistas y nazis. Allí el calor era sofocante y la dirección no permitía que se abriese la ventana, por lo que nos declaramos en huelga de hambre. Yo tenía casi dieciocho años y me nombraron portavoz. Apareció el director, un alto funcionario de policía, amenazándonos con su porra y me puse enfrente exponiéndole nuestras exigencias. Nos ordenó salir de la celda y que nos colocáramos a la derecha los que estuviéramos a favor de la huelga y a la izquierda los que no. Salí yo primero y para mi alivio todos se colocaron tras de mí. Se abrió la ventana. Al vernos ganadores nos abrazamos felices; quien se mostraba más feliz era un nazi, un muchacho alto, rubio, de ojos azules, el típico germano. Su suerte era trágica: diez años más tarde, acabada la guerra y derrotado el nazismo, se presentó en mi casa contándome que tras el Anchluss se le exigió una prueba de sangre aria, Ariernachweis, y el pobre supo que su padre era de ascendencia judía, cosa que la familia desconocía. Desde entonces tuvo que soportar todas las humillaciones reservadas a los de “sangre impura”.
Además, entre los jóvenes comunistas de la celda había un muchacho obrero detenido por distribuir periódicos clandestinos. Era Ferdinand Hackl[1], un buen amigo y compañero brigadista fallecido recientemente a los noventa y un años, en cuyo funeral pude evocar nuestra temprana gesta,
Y no termina aquí. Al caer el gobierno austríaco, sus altos funcionarios fueron enviados a los campos nazis. Así es que el director de la cárcel, el de la porra, compartió infortunio con sus antiguos reclusos en el campo de Dachau.
Sin embargo la aventura guerrera de Mussolini provocó sanciones de la Sociedad de naciones y un acercamiento entre Hitler y Mussolini, en detrimento de la protección garantizada al gobierno austríaco mientras que, obviamente, ninguna potencia europea estaba dispuesta a acudir en ayuda del país amenazado por la agresión alemana.
Al salir de la cárcel me acogió un liceo a pesar de la nota escrita por la policía en mi expediente y tuve que seguir con Tácito y las fórmulas matemáticas. Corría 1937 y en Núremberg se promulgaron las leyes antijudías que dos años más tarde me convertirían en un ser sin derechos civiles. No recuerdo ninguna manifestación antijudía en mis años escolares.
En la clase éramos treinta alumnos, unos veinte muchachos y el resto, chicas. Pasados cincuenta años me invitaron a una reunión de exalumnos a la que asistieron diez de ellos. No reconocí a ninguno pero me contaron la suerte de algunos de los compañeros de clase.
Ebner, primero en matemáticas, buen compañero y nazi convencido, fue voluntario al frente en 1941, resultó herido en el frente ruso y regresó al liceo pero volvió al frente para no regresar jamás. Uno de los presentes en la reunión juraba haberse ofrecido para procurarle el certificado de mutilado no apto para el servicio pero Ebner lo rechazó, prefiriendo morir por su patria.
La primera de la clase era una chica morena, tranquila, muy inteligente, de religión hebraica (solía salir con los cuatro no católicos que abandonábamos la clase mientras se impartía religión católica). Pereció en un campo de concentración.
Otra compañera, una rubia muy tímida, de ascendencia judía perteneciente a una secta evangélica, se hallaba en la reunión y nos contó que tuvo que emigrar a Brasil con su familia, narrándonos los duros años de exilio, desconociendo la lengua del país y careciendo de recursos.
En una conferencia en junio de 1936, el gobierno de Kurt Schuschnigg que a la muerte de Dollfuss le había sucedido como jefe de gobierno, acordó con Hitler que Austria, como “segundo estado alemán” se alinearía con la política exterior del Reich ofreciendo semilegalidad al partido nacionalsocialista clandestino.
Entretanto yo languidecía por las mañanas en el liceo mientras que por las tardes y noches acudía a las actividades políticas. Por aquel entonces se proyectaron dos películas que nos entusiasmaron. Una era Cheliuskin, un documental sobre una expedición polar soviética, en el que por un momento aparecía Stalin saludando a los expedicionarios a su regreso. La otra, Viva Villa, tenía una corta e impresionante escena, que luego fue censurada, en la que podía verse a los campesinos mejicanos sacando los fusiles de su escondrijo para luchar contra la tiranía. Nosotros, como ellos, anhelábamos una sociedad mejor, socialista, y censura alguna podía quitarnos nuestro juvenil entusiasmo. Cuanto romanticismo, ¿verdad? Así suelen nacer los movimientos que desembocan en transformaciones históricas. Al ganar el poder y constituirse los ejércitos revolucionarios populares, con su rígida estructura, aparecen los líderes pragmáticos y se desvanece el romanticismo. Pero Viva Villa era un film excelente y Wallace Berry un gran actor.
[1] Ferdinand Hackl. (Viena, 1918- Viena, 2010). Miembro de las Juventudes Comunistas desde los 14 años, encarcelado en 1935 por el régimen fascista del canciller Dollfuss. Miembro de las Brigadas Internacionales en la Guerra Civil Española desde 1937, luchó en varios frentes del sur y el centro y en la defensa de Barcelona acabando en los campos del sur de Francia, Saint Cyprien y Gurs. Cayó en manos de la Gestapo siendo prisionero en Dachau hasta 1945.
En Viena el autor ingresa en un colegio jesuita, donde recibe una educación tradicional y se interesa por la historia. En un periodo de crisis económica, comienza a participar en los movimientos comunistas del país y vive el ascenso del fascismo. Menciona a su hermano que estuvo en la Marina.
En vísperas de mi décimo cumpleaños, el 20 de mayo de 1927, Charles Lindbergh cruzó el Atlántico, señalando la consolidación del mundo occidental tras las convulsiones de la Gran Guerra y abriendo paso al formidable fenómeno de la apertura de los cielos.
En 1927 la Unión Soviética apenas contaba diez años de existencia y estaba aislada en un mundo hostil, fracasado el sueño de la Revolución Mundial. Unos pretendían que los rusos vivían felices mientras otros afirmaban que allí reinaba la miseria. Trotsky era eliminado y se anunciaba el primer plan quinquenal. El mundo se dividía entre adoradores y detractores de Stalin. La propaganda soviética, en vez de admitir las difíciles condiciones del país explicándolas como consecuencia de la larga guerra civil, afirmaba en su torpe propaganda que los ciudadanos eran felices en la sociedad socialista creada.
Inicié una nueva etapa, el liceo clásico. Era un instituto al viejo estilo en el que había que obedecer ciegamente a los profesores. Cuarenta años después mis hijas asistieron a la misma escuela y afortunadamente habían desaparecido tales rasgos. En mis tiempos, durante el recreo se solía pasear por el parque vecino bajo la severa vigilancia de los profesores y ¡Ay del que se apartase del camino! Yo era un año menor que el resto de la clase cosa que me colocaba en desventaja desde el principio; hasta los catorce años me encontraba entre los tres alumnos más pequeños y débiles. Fallaba en varias materias, sobre todo en latín, de manera que tuve que repetir varias veces, cosa que a fin de cuentas me permitió conocer bastante bien esta lengua. El esfuerzo valió la pena ya que me facilitó aprender italiano, español y francés.
En 1929 seguía los estudios con poquísimo entusiasmo cuando al despertar encontré la cama de mi hermano vacía. No cabía duda ¡Wolfgang se había escapado! Lejos de entender los motivos de tal decisión le envidiaba por ello y deseaba imitarle. A ambos nos animaba el ansia de salir del confortable hogar de nuestra burguesa familia para entrar en el áspero mundo de las aventuras arriesgadas. Nuestra madre no comprendía estos anhelos, nos amaba con un cariño sin parangón, dispuesta a cualquier sacrificio. Pasaba horas mirando la carretera por la que Wolfgang debería volver si, tal como ella esperaba, las adversidades le obligaban a ello.
Pero Wolfgang no volvió. En una breve carta que escribió desde Leipzig daba una lacónica explicación y pedía ayuda. Explicaba que intentaba hacerse marinero. Papá le proporcionó el contacto con una pequeña compañía de navegación austríaca radicada en el puerto de Hamburgo. En mayo de 1920 Wolfgang viajaba en el velero motorizado Steiermark surcando las aguas del Báltico, iniciando así su carrera de marinero. Sus primeras experiencias en aquel minúsculo barco mercantil a lo largo del litoral noruego debieron ser muy duras. Tuvo que soportar un trabajo al que no estaba acostumbrado, las guardias nocturnas, el mal de mar, la lengua que hablaban (se trataba del platt, parecido al holandés), las rudas costumbres y las burlas de sus compañeros.
Pero Wolfgang superó todas las contrariedades y en sus cartas describía las bellezas de los fiordos noruegos, el sol de medianoche y su vida diaria en el barco. A los tres meses estaba perfectamente aclimatado.
En octubre de 1929 sobrevino el Crac de la Bolsa de Nueva York y el mundo no tardó mucho en sufrir sus consecuencias. Los que habían perdido súbitamente el trabajo ya no consumían y la marina mercante no tenía mercancía que trasportar. Si no hay quien compre ¿qué productos se van a transportar? Es un círculo vicioso.
A principio de 1930 los puertos alemanes se habían convertido en cementerios navales y los marineros aguardaban desesperados a que zarpase algún barco. A Wolfgang la crisis le pilló en Danzig. Pasó los meses siguientes entre miles de marineros en busca de empleo sin que mejorase la situación. Allí se originaron sus primeros contactos con el sindicato comunista R.G.O. (Revolutionäre Gewerkschafts-Oposition).
En vistas del aspecto desastroso de Alemania en el momento álgido de la crisis, Wolfgang decidió volver a Viena. Pero en su ciudad natal las cosas eran igual de desesperadas, la crisis llevó a los trabajadores a situaciones absurdas: las calles se llenaron de mendigos, las cárceles de ladrones y estafadores, formándose largas colas en la puerta de los conventos donde repartían sopa caliente.
A Wolfgang le resultaba fácil explicar esta situación de escasez en un mundo en el que reinaba la abundancia. La culpa era del capitalismo y la solución propuesta por los comunistas era la revolución y la socialización de la producción. Es lo que habían hecho en Rusia, el primer país socialista; una sociedad sin explotación de los que contribuyen al bien común con su trabajo. El análisis era sencillo y la solución lógica.
En marzo de 1932 las estadísticas indican que en Austria había un millón de parados de una población de seis millones. En Inglaterra eran veinte y en Alemania doce millones. En toda Europa los jóvenes, victimas desesperadas de este inhumano y absurdo sistema, anhelaban el gran cambio, fuese cual fuese.
En otoño de 1931 asistí a una célula comunista[1] con mi hermano. Con apenas catorce años no comprendía nada. Sin embargo, en casa discutíamos con nuestro padre, resuelto partidario de Otto Bauer, que defendía una posición izquierdista como hizo Largo Caballero en España. Para nosotros sólo había dos alternativas: la Revolución que acabaría de una vez por todas con las adversidades de nuestra sociedad o las reformas que predicaban los socialdemócratas y mi padre, que equivalían a capitular frente al capitalismo.
A mediados de 1932 establecí mi primer contacto con la Juventud Comunista[2]. Se reunieron quince personas en un sombrío sótano, jóvenes de claras convicciones. Cada uno de ellos merece su propia biografía. Recuerdo a un dotado orador, apodado “Gitano” por su aspecto algo moreno que, más tarde, fue soldado de la Wehrmacht y perdió un brazo en el frente ruso, absteniéndose de cualquier actividad política después de la guerra. Otro era rubio, de cuerpo hercúleo, el prototipo germano, resuelto luchador antinazi que murió víctima de ellos. A una de esas compañeras de sótano, hija de un abogado, volví a verla cincuenta años después; era una vieja seca que se negó a admitir que alguna vez hubiese simpatizado con los comunistas y haber estado en brazos del rubio. También había uno al que, sin desprecio alguno, apodábamos “Judío” por su fisonomía; procedía de aquellas Baumgarten Baracken anteriormente citadas y fuimos amigos hasta bien pasada la guerra.
El colegio me resultaba cada vez más molesto ¿qué me importaban a mí la biografía de Cicerón o las odas de Virgilio que me exigían aprenderme de memoria? ¡Y las fútiles fórmulas matemáticas, la mineralogía y la química? Hoy acepto los conceptos de saber universal y de educación humanista pero a los dieciséis años me parecían absurdos. Sin embargo había una materia que me fascinaba, la historia. El profesor era un dotado pedagogo pero los alumnos no le prestaban atención y tuve que disciplinar a la clase para poder escucharle.
Pasábamos los fines de semana en las lindas vegas del Danubio, reunidos alrededor del fuego, cantando nuestras canciones revolucionarias y desafiando a la policía. O recorríamos el bosque de Viena acompañados por las mandolinas ¡Qué fácil es motivar a un muchacho de dieciséis años! De esos encuentros juveniles nacieron estrechas amistades que perdurarían en las prisiones, la guerra y los campos. Eran los compañeros que sólo cuatro años después volverían a encontrarse en la batalla del Ebro.
El 11 de enero de 1934 pasé mi primera noche en prisión. Lo recuerdo porque era el cumpleaños de mi madre. Esa noche los nazis hicieron explotar sus bombas en lugares públicos y me apresaron por error, pasando la noche en la comisaría ubicada en el sótano del palacio de Schoenbrunn, que con toda seguridad la emperatriz María Teresa no había destinado a tan lúgubre uso. Me soltaron a la mañana siguiente. Pasé varias veces por tan terrible lugar durante los años siguientes, al ser atrapado por la policía por mis actividades conspirativas.
En aquel momento mi hermano también estaba en prisión por su participación en una manifestación contra el hambre en Nochebuena, organizada por el Partido en un mercado y en la que rompió un cristal al arrojar una piedra envuelta en papel de regalo y soltó algunos de los gansos que allí se exhibían. Una disparatada locura con la vana esperanza de llamar la atención. Ceo que Wolfgang participó en ella más por disciplina que por convicción.
En la vecina Alemania había acabado el primero de los mil años del “Imperio” de Adolf Hitler, llamado por el presidente de la República, el viejo Hindenburg, para gobernar el país en plena legalidad constitucional. En Austria el ascenso al poder de Hitler suscitó muy poco entusiasmo; por aquel entonces ya reinaba en el país su variante alpina, el dictador fascista Engelbert Dollfuss y se avecinaba el gran enfrentamiento entre el gobierno y las organizaciones obreras.
La mañana del 12 de febrero de 1934 se apagaron las luces de la ciudad; la huelga de la central eléctrica era la señal convenida por las formaciones paramilitares del partido socialdemócrata. Los jóvenes comunistas de nuestro grupo nos reunimos presentándonos en el punto de encuentro del Schutzbund[3] más cercano, dispuestos a defender la legalidad democrática contra Dollfuss. Nos aceptaron asignándonos un puesto de guardia en un cruce. Nos entregaron un fusil sin enseñarnos a manejarlo y allí quedamos, resueltos a cumplir nuestra misión. Pasó una hora sin que nada se moviese, media hora más tarde fuimos al mando a ver qué pasaba y resultó que ¡se habían ido a casa sin avisarnos! De haber pasado una patrulla de policía encontrarnos con el arma en la mano hubiese sido motivo suficiente para abatirnos en el acto.
Las luchas acabaron a los tres días con la derrota de los nuestros, dejando más de noventa muertos en las calles y una docena de ajusticiados. Eran jornadas de lucha desesperada, de heroísmo y entrega a la causa pero también de incapacidad y pura traición. Entre los dirigentes socialistas hubo pocas excepciones, pagándolo con sus vidas, como el líder del partido en Estiria, Koloman Wallisch, y el vienés Karl Muenichreiter, que fueron ahorcados por los fascistas vencedores. La mayoría de los funcionarios se entregaron a las autoridades o huyeron a Checoeslovaquia. Los que lucharon en las calles de Viena, Linz y otros focos de resistencia, iniciaron una larga y trágica odisea que les llevó a la Unión Soviética en 1934, a España en 1937 y, al ser nuevamente derrotados, a los campos de Francia, para terminar el calvario en el campo nazi de Dachau hasta su liberación en abril de 1945.
Tras la IGM, Austria se convierte en una república democrática. El autor narra la vida en Viena durante los años de entreguerras tras una guerra perdida, destacando las dificultades, los cambios sociales, el antisemitismo y el papel de la Cruz Roja Americana.
Mis primeros recuerdos datan de los años veinte del pasado siglo y constan de las habituales penurias de posguerra, la inflación y los mutilados de guerra que vagaban por las calles.
Como muchos niños de mi vecindad me veo en una larga cola delante de la Cruz Roja americana instalada en una escuela de mi barrio con un cacharro en las manos. Allí nos echaban un cucharón de una espesa sopa de judías con cebada mondada, plato hoy desaparecido pero que me resultaba francamente sabroso a mis cinco años.
En 1919, a punto de cumplir los dos años, apareció un hombre extraño que resultó ser mi padre, recién liberado de su cautiverio en Italia.
Se conserva una carta dirigida a mi madre por un camarada de mi padre en la que informa que el teniente Hoffmann había caído cautivo de los italianos “tras haberse defendido valientemente al mando de su compañía”. Puede imaginarse el alivio que supuso para la pobre mujer ya que en un telegrama fechado el 24 de mayo de 1917 se le comunicaba que su marido había desaparecido en el frente del Isonzo en el transcurso de la décima de las batallas de dicha campaña. A los dieciséis días nací yo.
Los relatos de papá de esos dos años se parecían más a una juerga; los oficiales eran tratados con el debido respeto y así, el teniente Hoffmann pasó el tiempo en Amalfi coleccionando las bellas canciones napolitanas entonces en boga que, más tarde, solía cantar en familia. Poco después el abogado Hoffmann abrió su bufete y en 1923 la vida se fue normalizando, por lo menos en nuestra casa.
Sin embargo, para la mayoría de vieneses los años de posguerra fueron un tiempo de lucha por la supervivencia. Cerca de nuestra casa se encontraba una barriada de chabolas llamada el barrio de las ratas, en la que la gente vivía en cuevas, sin luz ni agua. No lejos de allí se hallaban las barracas de Baumgarten, que permanecieron hasta los años cincuenta; en cada una de ellas vegetaban dos o tres familias en condiciones desastrosas. Dichas barracas se erigieron para albergar a los prisioneros rusos y aún se recuerdan las tristes condiciones que allí reinaban. De estas Baumgarten Baracken procedían muchos de los comunistas que más tarde fueron mis compañeros.
Por aquel entonces, tras las duras condiciones impuestas por los vencedores de la guerra, el estado no disponía de medios para reparar los daños de la guerra. Pasados los años veinte se movilizaron los primeros créditos y se aprobó un ambicioso programa de viviendas en Viena, a la que acudían centenares de miles de personas desterradas de los territorios bajo control de las nuevas autoridades nacionales. Estas casas, construidas por la municipalidad socialdemócrata y financiadas con los impuestos a los que se habían aprovechado de la guerra, sirvieron de modelo conocido como la Viena roja.
En 1924 empezó para mí una nueva etapa al entrar en la escuela primaria. Este año los socialdemócratas cedieron a los partidos burgueses dejando el gobierno en manos de un prelado, Ignaz Seipel, quien de inmediato se puso a “recoger los escombros de la revolución”. El primer choque de dicho gobierno con la masa obrera ocurrió el 15 de julio de 1927 cuando miles de obreros se manifestaron contra la arbitraria absolución de los asesinos de dos obreros socialistas. El resultado fueron noventa muertos en las calles de Viena y la promesa del prelado canciller de “no permitir clemencia alguna”.
Con diez años hubiese querido estar entre los manifestantes, imaginando cómo reaccionaría el público si me hubiese alcanzado una bala de la policía. Pero para tal acto heroico me faltaban los treinta y dos céntimos que costaba el tranvía.
Hacía varios años que los socialdemócratas habían cedido el ministerio de educación a la derecha que no tardó en imponer el espíritu de la vieja monarquía exigiendo obediencia y sumisión a los superiores.
De entonces data un episodio que demuestra la posición de mi familia en esa ciudad caracterizada por un tradicional antisemitismo. Con unos compañeros de clase nos burlamos de un muchacho judío ortodoxo atendiendo a su indumentaria y extraño peinado, gritándole una antigua frase de la que ignorábamos el significado: “¡Aidelach, Jidelach, hep-hep-hep!”.
Al llegar a casa le conté a mi madre nuestra hazaña. Bastante azorada me explicó que nuestra familia tenía ascendencia judía y que la frase utilizada significaba “Jerusaleme est perdita”, recordando la invasión romana del 72 d.c. La sensación de sorpresa que me causó este incidente se mezclaba con cierta conciencia de pertenecer, a partir de entonces, a un grupo extraño, blanco de burlas como la que acaba de infligir al pobre muchacho ortodoxo.
Desde pequeño rezaba oraciones cristianas, habiendo sido bautizado por un cura calvinista. Antes del nacimiento de mi hermano en 1912 mis padres habían decidido abandonar la religión mosaica.
La inflación de la corona, moneda de la antigua monarquía, acabó en 1924 y la nueva moneda, el chelín, se cambió a razón de uno por mil. En el momento álgido de la inflación la gente corría al mercado después de cobrar el sueldo para prevenir la pérdida de valor.
Hablando de fortunas, mis abuelos, inmigrados de su comunidad judía natal en 1860, y poseedores de un floreciente negocio de ropa en un céntrico edificio de cinco pisos lo perdieron todo a causa de los empréstitos de guerra, conservando únicamente la casa en que vivían.
Con mi hermano, cinco años mayor que yo, pasamos temporadas de celos; yo siempre resultaba inferior en fuerza y saber mientras él debía ceder caricias y juguetes al pequeño. Le admiraba por su espontaneidad, su fuerza y sus progresos en la escuela, teniéndole siempre como modelo.
La música siempre estuvo presente en mi infancia. Pasaba horas aporreando las teclas del piano tocando nostálgicas melodías. Mi padre tocaba el piano mientras cantaba las coplas napolitanas transcritas en Italia; mi madre también acompañaba con ese instrumento las lindas canciones aprendidas durante su estancia en Inglaterra. Debió ser entonces cuando nos mandaron a la ópera y nos extrañamos sobremanera porque durante la función apareció en escena un campesino siciliano que, de repente, se convertía en payaso; no nos habían prevenido que esa noche veríamos dos óperas diferentes.
El autor nace en medio de la Primera Guerra Mundial, en un contexto de violencia y muerte. Las batallas en el río Isonzo fue una de las más sangrientas. Hace referencia a su padre judío que fue oficial y fallecería en Francia en la IIGM.
Durante los meses de abril y mayo de 1915 grupos de gente pendenciera se manifestaban a diario por las calles de Roma, Milán, Turín y otras ciudades italianas gritando con ardor guerrero:
¡Trieste y Trento son nuestros! ¡Muerte a los austríacos opresores!
El Partido Liberal Italiano, partidario de mantenerse neutral, fue silenciado por las manifestaciones callejeras. La sociedad estaba sujeta a un severo régimen militar. Cuando el 25 de mayo de 1915 Italia declaró la guerra a Austria-Hungría ya nadie osaba oponerse.
Por otra parte, en Viena los militares ostentaban el poder desde hacía un año, y los políticos, incluidos los del Partido Socialdemócrata, también se pronunciaron a favor de la guerra bajo el lema “Castigar a los pérfidos traidores italianos”.
Tanto en Italia como en Austria-Hungría la prensa se encargó de caldear el ambiente preparando el camino a los militares deseosos de entrar en guerra. Se abría otro capítulo de la tragedia que comenzó el 1 de agosto de 1914 con la declaración de guerra.
Desde esa fecha fatal, millones de jóvenes soldados ingleses, franceses, rusos, alemanes y austríacos se empeñaban en matarse en los vastos frentes de la Primera Guerra Mundial, la llamada Gran Guerra. Apenas diez meses después Italia entra en la guerra añadiendo a esos involuntarios héroes un millón trescientos mil jóvenes italianos llamados a las armas.
Desde que los italianos declararon la guerra al Imperio Austro-Húngaro en mayo de 1915 hasta la rendición de Austria-Hungría en octubre de 1918, los dos ejércitos se enfrentaron a lo largo de una frontera de seiscientos quilómetros, que se extendía desde los picos de la frontera suiza pasando por las crestas nevadas de los Alpes hasta la llanura del Friuli y el mar Adriático, en las cercanías de Trieste. Un terreno hostil para el hombre, con glaciares y nieves perpetuas, cumbres vertiginosas y con pocas y malas carreteras.
El acceso de la tropa a las posiciones, en las cimas y laderas empinadas, sólo era posible a lomo de mulas o a hombros de los soldados. Este era el terreno en el que lucharon los dos ejércitos durante los tres años de enfrentamiento, en trincheras cavadas en las rocas y los glaciares sin lograr jamás avances decisivos.
En el sector oriental de esa larga frontera, donde los ríos de los Alpes bajan por anchos valles hacia el mar Adriático, el Estado Mayor italiano creyó descubrir una brecha que podía ser franqueada por un ejército motivado y bien equipado. Este frente discurría a lo largo del rio Isonzo, en la actual frontera entre Italia y Eslovenia; allí las montañas no son tan altas y los caudalosos ríos discurren desde el Tirol austriaco hacia el mar Adriático y la fértil llanura del Friuli. Más al sur, en la lejana playa, se vislumbra la bella ciudad de Trieste, principal puerto de la monarquía austro-húngara, blanco preciado para el Estado Mayor italiano, que reclamaban como parte integrante de su territorio nacional.
El supremo mando italiano pronosticó una breve campaña militar creyendo que el enemigo estaba desmoralizado y ofrecería poca resistencia; así que los soldados italianos, fuertemente motivados al luchar por una causa justa, entrarían en Viena en pocas semanas.
En Viena ocurría algo similar. Los autodenominados expertos militares se burlaron en los periódicos de los katzelmacher o comedores de gatos, llamándoles cobardes e indisciplinados, fanfarrones y mujeriegos, creyendo que se les podría rechazar fácilmente.
El Estado Mayor italiano, encabezado por el general Luigi Cadorna, preparó la Primera ofensiva del Isonzo con el objetivo de ganar Gorizia, ciudad clave para la toma de Trieste. Pero estas esperanzas se vieron frustradas. Los soldados italianos fueron diezmados por el fuego de las ametralladoras enemigas. Ambos ejércitos lucharon con increíble tenacidad; la primera batalla del Isonzo duró desde el 23 de junio hasta el 7 de julio de 1915 sin que cediese ninguno de los contendientes ni se moviese el frente.
A los diez días comenzó el segundo enfrentamiento de las doce batallas que se libraron en el Isonzo, con el mismo resultado. Dos meses después se libró la tercera, una semana más tarde la cuarta… así hasta que, durante la sexta batalla, en agosto de 1916, los italianos lograron entrar en Gorizia aunque sin abrir brecha en las líneas enemigas. Esta batalla fue seguida por la séptima, la octava, la novena… siempre con igual resultado: los dos ejércitos enfrentados en ambas riberas del Isonzo.
En la décima batalla ocurrió lo mismo, sufriendo normes pérdidas: treinta y seis mil italianos y veinte mil austriacos muertos, veintisiete mil italianos apresados por los austríacos y veintitrés mil austríacos presos por los italianos. Pero tales sacrificios eran inútiles ya que el frente permanecía inamovible.
Nueve decenios después parece imposible que los soldados de ambos bandos aceptasen las terribles fatigas y la constante presencia de la muerte, el hambre, el cansancio, los helados inviernos y los tórridos veranos durante los tres años de permanente carnicería.
Entre los austríacos participantes en la X Batalla del Isonzo se encontraba el teniente Heinrich Hoffmann, mi padre. Y en la trinchera de enfrente estaba el teniente italiano Andrea Marano, padre de mi amigo Giuseppe Marano.
El 23 de mayo de 1917, pocos días antes de mi nacimiento, mi padre fue capturado. En una carta, que mi madre debió recibir el día que nací, un camarada de mi padre le comunicaba que “el teniente Hoffmann cayó prisionero en la décima batalla del Isonzo, luchando al frente de su compañía”. El cautiverio duraría dos años.
El teniente Marano, del Segundo Ejército italiano, anotó en su diario que ese mismo día le ordenaron salir con una patrulla de doscientos soldados y llegando a la orilla del río, “tras una marcha nocturna desastrosa bajo un bombardeo incesante, con las bombas enemigas cayendo alrededor”, se enfrentaron a una compañía enemiga que bien podría ser la que mandaba mi padre. No resulta impensable que fuesen ellos los que lograron detener a la compañía del teniente Hoffmann.
Esa Décima Batalla del Isonzo terminaba igual que las anteriores; los sacrificios eran en balde.
El Estado Mayor italiano se obstinó y el 17 de agosto de 1917 inició la undécima ofensiva que tuvo idéntico resultado. Esta vez murieron cuarenta mil italianos y quince mil austríacos; a consecuencia de las insalubres condiciones que sufrían en las trincheras miles de enfermos debieron ser hospitalizados, hablándose de medio millón entre ambas filas.
Obviamente ninguno de los adversarios tenía fuerza suficiente para imponerse al otro y ambos comenzaron a suplicar refuerzos a sus aliados.
En el bando aliado se convino mandar tropas frescas norteamericanas; en el opuesto se reforzaron las cinco divisiones austríacas con siete alemanas poniendo al frente de las operaciones a un experimentado general alemán, Otto von Buelov, y utilizando un nuevo logro del genio alemán, el gas asfixiante, la nueva arma destinada a sorprender a los inadvertidos e indefensos soldados enemigos.
Los contingentes americanos tardaron meses en estar preparados; Ernest Hemingway cuenta sus vivencias de la campaña de Italia en su novela En tierra extraña. En cambio, los alemanes llegaron a las pocas semanas, en octubre de 1917, gracias al alivio que disfrutaba en ese momento el frente del este a consecuencia de la Revolución Rusa.
Durante la XII Batalla del Isonzo –en Italia aún se habla del Desastre de Caporetto, un pueblecito a la orilla de dicho río, la actual Cobarid eslovena- los austro-alemanes lograron quebrar las líneas enemigas con el lanzamiento de obuses de gas que se extendía por el estrecho valle y penetraba en las trincheras italianas. Quien no moría asfixiado huía horrorizado.
Los austríacos y sus aliados alemanes avanzaron más allá del Isonzo hasta el más próximo de los valles alpinos, el de Tagliamento, obligando a los italianos a retirarse hasta el río Piave.
Pero el precio era alto y su efecto inmediato era la agravación del aprovisionamiento de la retaguardia donde millones de habitantes de las ciudades padecieron hambre y penurias. Incluso sufrieron hambre los soldados austro-húngaros, saqueando a los campesinos allí por donde pasaban.
La prensa austríaca celebraba la victoria en la XII Batalla del Isonzo, el llamado Milagro de Karfreit (Caporetto), pero el país lo pagaba caro. Las autoridades militares requisaban los medios de transporte para el traslado de personal y material de guerra agotándose las últimas reservas de alimentos. Cuanto más avanzaban los regimientos más exigente se volvía el frente. Unos cuarenta mil soldados italianos cayeron prisioneros siendo confinados en miserables campos, mal nutridos y mal alojados; aun así esto supuso un coste adicional.
Para Italia los efectos de la derrota eran graves. El principal responsable, el general Cadorna, fue destituido (aunque siguió en posiciones clave) y el general Badoglio, comandante de artillería, trató en vano de justificar la ausencia de la artillería durante el avance enemigo; sin embargo los dos continuaron en altísimas posiciones militares y políticas.
En octubre de 1917, el ejército italiano sufrió un golpe que hubiese resultado mortal sin la intervención de los aliados. La moral de los combatientes era bajísima, las deserciones masivas a pesar de los severos castigos y las ejecuciones sumarias decretadas por las autoridades militares. Durante toda la guerra se registraron ciento sesenta y dos mil quinientos sesenta y tres casos de deserción. En marzo de 1918 la justicia militar observó que “la cantidad de deserciones superaba a la de caídos en acción”.
Por parte austríaca, el breve triunfo de los ejércitos austro-húngaros no tuvo efectos duraderos sobre la moral de la tropa. Los soldados estaban mal alimentados, pobremente vestidos y recibían noticias deprimentes de sus casas; estaban hartos de la guerra.
Las doce batallas del Isonzo costaron la vida a más de trescientos mil soldados italianos y medio millón de ellos fueron hechos prisioneros. Casi el mismo número de soldados austro-húngaros sufrió la misma suerte. El total de muertos, heridos y desaparecidos se estima en más de ochocientos mil.
Para el teniente Hoffmann la guerra concluyó con el cautiverio en mayo de 1917, días antes de que yo naciera en la lejana Viena. Como oficial recibió el trato de convención, igual que eran tratados los oficiales italianos prisioneros en Austria. Primero fue internado en un campo de Piazza Amerina, en el centro de Sicilia, y poco después fue trasladado a una especie de domicilio vigilado en la pintoresca Amalfi, en el golfo de Nápoles, puerto medieval y destino turístico que parece haber disfrutado plenamente. Aún conservo la colección de bellas canciones populares que el joven oficial oyó cantar en las hosterías que frecuentaba en las largas y calurosas noches perfumadas de tan encantador lugar. Aprovechaba su ocio para perfeccionar sus conocimiento de italiano y escribía a diario a su querida esposa, mi madre.
Mientras el teniente prisionero se divertía en Amalfi, la población civil en la retaguardia sufría un infierno de escasez, hambre y miseria y mi madre se esforzaba en dirigir la pequeña familia a través de las adversidades de la guerra.
La consecuencia para la población civil, sobretodo en Viena y en el resto de las ciudades del país, era que viejos y niños sufrieron enfermedades por carencia y los hospitales rebosaban de enfermos que no recibían la atención necesaria. Llegó el invierno, uno de esos inviernos de frío penetrante, y no había carbón para encender las estufas. Cada día moría gente debido al hambre y a las bajas temperaturas.
En noviembre de 1916 falleció el viejo emperador Francisco José, a los ochenta y seis años y tras sesenta y ocho de gobierno. Su sucesor, el joven Carlos, buscaba contactos con los aliados para lograr una paz separada. Al saberlo los alemanes amenazaron con intervenir. De todas formas, los aliados, que ahora contaban con el poderoso ejército norteamericano, ya no estaban interesados en ello.
A partir de febrero de 1917, cundo las noticias de Rusia ya se habían difundido por toda Europa, se esfumaron las últimas huellas de fervor patriótico. En todos los países beligerantes se produjeron huelgas en las fábricas, manifestaciones callejeras y protestas clamando por la paz. Pero en los frentes la disciplina militar y los rigurosos castigos de la justicia militar mantuvieron a los soldados en las trincheras hasta noviembre de 1918. El colapso de la monarquía Habsburgo fue incontenible y el final es de sobra conocido: el Imperio se descompuso rápidamente y el país se hundió en un mar de miseria.
A su regreso en 1919, el teniente Hoffmann consiguió volver a abrazar a su mujer e hijos. La familia había sobrevivido a las penurias sin sufrir serios daños y Heinrich Hoffmann comenzó su adaptación a la nueva vida. El aquelarre del Isonzo se desvanecía.
En marzo de 1938 Austria fue anexionada por el ejército de Adolf Hitler y el abogado Hoffmann tuvo que emigrar a causa de las leyes nazis antijudías. Murió en un campo de internados en el sur de Francia en 1944.
En el prefacio se explica como llegó a labrarse la publicación de esta obra en la que, el autor, nacido en Austria en 1917, explica un relato autobiográfico de sus vivencias del siglo XX marcado por la guerra, la dictadura y el exilio. El contacto con un celador y dos hermanos de Sant Boi lo hicieron posible.
Es importante publicar estos escritos como un acto de justicia, especialmente en el contexto político y anímico actual de Europa.
Octubre de 2008. Llega una mujer mayor en silla de ruedas al Hospital de Bellvitge. Parece que ha tenido una caída. Sus acompañantes, un voluntario y Gerhard Hoffmann, la escoltan hasta llegar a urgencias. No tarda en correrse la voz: son brigadistas internacionales. Ella, mujer de uno ya fallecido, y Gerhard, uno de los dos brigadistas austríacos que siguen con vida. Continúan instalados en la persistente y atenta mutación que exige la verdadera solidaridad de los perturbados[1]. Por eso están ahí. Saben y sienten la diferencia entre caridad y virtud. Mientras la caridad es momento de alivio, una reacción lúcida y certera, la virtud construye: es internacionalismo, humanismo marcado a perpetuidad. Son ellos, los conmovidos, testimonios vivos, médiums capaces de hacer ver al prójimo que aquellos que padecen la mayor de las injusticias son una posibilidad latente para todos nosotros. De ahí que pugnasen y pugnen aún deliberadamente por desembarazarse de la opción del desastre de la ortodoxia fascista como una vía política posible. Danzan vivaces por el hospital. Orgullosos, ataráxicos, meritorios de una muerte que los abrazará en breve. Ellos y todos los demás brigadistas han acudido a Cataluña desde sus distintos pueblos, pues se cumple el setenta aniversario de su multitudinaria despedida popular en Barcelona (28 de octubre de 1938). Diego, celador al que llega la noticia, corre presto en búsqueda de ellos, pues no quiere dejar pasar la posibilidad de saludarlos. En realidad, lo que anhela es contagiarse de la generosidad que todos ellos derrochan. Ciertamente siente que le va la vida en ello. Que tiene la oportunidad de dar un sentido transcendental al tatuaje que hace años se hizo en el hombro izquierdo: la estrella de tres puntas,el emblema de los brigadistas. En ocasiones, cuando está en su casa, lo mira en el espejo y siente cierta fuerza. La energía propia de todos aquellos voluntarios que acudieron a socorrer a la República en la última guerra romántica. Poetas, estudiantes, aventureros… Jóvenes solidarios que vinieron a España a luchar contra la oscuridad y el totalitarismo encarnando lo mejor del ser humano: la fraternidad, el sacrificio, los valores, la dignidad. Cuando Diego estuvo delante de Hoffmann se encontró ante un anciano de noventa y dos años. Alto y delgado. Su cuerpo había envejecido, contaba con las marcas propias del tiempo. Pero había algo que no había cambiado en aquel hombre. Eran sus ojos, su mirada. Sus pupilas aún conservaban la determinación, el idealismo y la fuerza de aquel joven que cruzó el río Ebro en 1938. Diego quiso comprobar por sí mismo si era cierto que aquellos ancianos eran brigadistas. Miró fijamente a Hoffmann, agarró el lado izquierdo de su chambra de celador y la deslizó firmemente hacia abajo. Apareció la estrella de tres puntas y los ojos del brigadista brillaron más que nunca. Gerhard informó al joven custodio de los actos de homenaje que se iban a suceder durante esos días, y le instó a que no dejara de acudir. Diego me relató muy emocionado lo sucedido y sentimos la obligación y la responsabilidad de ir juntos al próximo acto de homenaje que se iba a celebrar en Sitges. Fue mi primer contacto con Gerhard y con el colectivo de los brigadistas. Jamás olvidaré el momento en que ellos se levantaban como podían de sus sillas de ruedas para cantar el Himno de Riego.
Diego, ya algo más sereno, quiso escribir y entregar una carta de agradecimiento a Gerhard. Había sentido un fuerte magnetismo hacia su ser y tenía la necesidad de intentar expresárselo mediante la palabra escrita. Quería agradecerle la lucha y el sacrificio. Quería que supiera de su puño y letra que aquellos valores e ideas universales por los que habían luchado en aquella batalla infatigable, habían calado. Así, con la misiva en mano, acudió Diego al último acto de homenaje que se iba a dar en Barcelona. Pudo allí disfrutar de un grupo de música que recreaba canciones republicanas. Observó como los ancianos brigadistas se levantaban, bailaban, alzaban con dignidad y orgullo el puño al cielo. Se quedó bloqueado por la emoción. Se quedó clavado junto a una columna, testigo consciente del alcance del momento único que estaba viviendo. Al ver a Hoffmann, lo miró, estiró su brazo nervioso y le entregó la carta. Le dijo estremecido que no la leyera ahora, que lo hiciera cuando llegara a Austria. Le dijo modestamente al entregársela que tan sólo era una carta de agradecimiento por haber venido a España a luchar con nosotros. Al poco rato pudo ver entre el grupo de ancianos a uno que se levantaba de su silla con un papel en la mano y que buscaba a alguien con nerviosismo. Era Gerardo. Las miradas, igual que en el hospital, se encontraron. Se dirigió presto, con lágrimas en los ojos, hacia la columna donde el joven celador se apoyaba, ya que las piernas no tenían la fuerza suficiente para sostenerle. Había leído el escrito que Diego le había entregado y no quería dejar correr la oportunidad de intercambiar unas palabras con él. Unas palabras llenas de humildad y sabiduría. Tras apremiarle a que le firmara el escrito, le pidió perdón por haber perdido la guerra, le dijo que ellos habían hecho todo lo posible, pero que no pudo ser. Después dijo algo que a Diego se le quedó grabado en el corazón. Le dijo que lo importante en la vida era “ser humanamente honrado”. Después se fundieron en un abrazo. Nunca más se volvieron a ver.
Años más tarde, empujados por el recuerdo imborrable de esas jornadas vividas en Barcelona, yo y mi hermano Ángel visitamos a Gerd en su Austria natal. Lo hicimos no sin acudir antes al campo de concentración de Mauthausen, donde también teníamos pendiente una convocatoria ineludible con la historia. Allí estuvo preso Antoni Roig Llivi[2], un camarada barcelonés ya fallecido, al que tuvimos la oportunidad de conocer en persona años antes. Recorrimos apesadumbrados, a la vez que sagaces, todo el campo: los barracones, el crematorio, la cámara de gas, la cantera de piedra donde tantos y tantos reclusos fueron exterminados. Sin duda la visita supuso para nuestras almas una sacudida indigerible. Ya en el coche, con contados monosílabos saliendo de nuestras bocas, nos dirigimos hacia Markt Piesting, donde Gerhard Hoffmann pasó los últimos años de su vida junto a su compañera Milena. Allí nos recibió amistosa y animosamente con la bandera republicana luciendo en la fachada de su casita. Estaba pletórico con nuestra visita. Recuerdo perfectamente su figura saliendo a la calle con un enorme teléfono inalámbrico. Veía que no llegábamos y nos llamó preocupado. Recuerdo como al final de la jornada nos regaló los textos que presentamos en este volumen. Y lo hizo después de recibirnos, tras invitarnos a comer ciervo y compota de frutos rojos en un magnífico restaurante, tras comprarnos unos víveres y unas cervezas austríacas en un supermercado cercano. Pero ante todo y sobretodo, y aún después de la tragedia que él y toda su familia había padecido, lo hizo tras demostrar su virtuosa generosidad y humanidad, un verdadero espejo para todos nosotros.
Hoy, tras custodiar durante estos años sus textos como oro en paño, podemos decir que con la publicación de sus escritos emprendemos desde el mundo editorial un acto de justicia superlativo. Aún más fundamental si cabe si tenemos en cuenta la actual situación política y anímica de la vieja Europa.
Ibán Arévalo
Barcelona 26 de septiembre de 2016
[1] Patočka, J., Ensayos heréticos sobre la filosofía de la historia, Barcelona, Ediciones Península, 1988, p.160.
[2] Para conocer la historia de Antoni Roig Llivi, capturado en Mauthausen con el número de preso 5722 por apátrida español, ver: Arévalo, I., Clavero, J., Cornellà, J, Momblán, D. [Marc Santboià]. (2002). Antoni Roig, Persona íntegra i model de dignitat. Recuperado de https://youtu.be/f-yT_1ziTqo