En diciembre de 1938 el fascismo avanzaba en Europa y España, mientras Hitler y Stalin que culminan un el Pacto de no agresión. Narra una situación desesperada y la pérdida de Barcelona, la retirada hacia Vic y la captura y pérdida de compañeros.
Corría diciembre de 1938. Dos meses antes, en Munich, Chamberlain y Daladier habían entregado los Sudetes a Hitler. El gobierno inglés había reconocido la anexión de Abisinia por los italianos. En España, el ejército republicano había tenido que evacuar la bolsa del Ebro que había sido ganada con tantos sacrificios. Los franquistas estaban avanzando sobre Barcelona. No parecía haber quien parara el triunfo del fascismo. Hacía nueve meses que mi patria estaba ocupada por las tropas de Hitler sin que se hubiese dado la menor protesta por parte de los países democráticos, exceptuando Méjico y la Unión Soviética.
A los que haraganeábamos ociosos en San Quirico se nos presentaba un panorama nada alentador. Se organizaron cursos de lengua, fiestas y reuniones, hubo quien echó una mano a los campesinos, pero ese invierno fue el menos idílico para los hombres allí reunidos. Seguíamos con gran inquietud los movimientos del frente que se acercaba peligrosamente a la capital catalana, por aquel entonces dese del gobierno republicano. El avance del enemigo hacia Barcelona, reforzado por nuevas tropas italianas y con nuevo armamento recién llegado de Alemania e Italia, prosiguió durante todo el mes de enero de 1939.
El comisario de la XI Brigada, el alemán Ernst Blank, dirigió una dramática arenga a los ex voluntarios alemanes y austríacos reunidos en La Bisbal. Nos explicó la crítica situación de Barcelona y la huida en masa de la población hacia el norte, pidiéndonos en nombre del gobierno que nos movilizáramos nuevamente.
¿Quién podía negarse a participar en la defensa de la República ante la evidencia de que en las filas enemigas ni de lejos pensaban en despachar a los combatientes extranjeros?
Pero nuestro sí no era una respuesta fácil. Quienes ya se creían a salvo de los riesgos de la guerra se vieron de repente enfrentados a ellos. Los que habían escapado con vida de tantos peligros corrían el riesgo de perderla en el último momento, sacrificándose no con la ilusión de la victoria sino probablemente sólo para cubrir una retirada que acabaría en el exilio.
Sin embargo pocos rehusaron la petición. Entre los que sí lo hicieron había uno, flaco, bajito, a quien al salir de la reunión los compañeros le preguntaron por qué no se había alistado; respondió simplemente: “Porque soy cobarde”. A mí me impresionó el coraje que había demostrado.
Dos días antes de la caída de Barcelona se formó de nuevo la XI Brigada Internacional con la vaga ilusión de que se repitiese el milagro de Madrid de noviembre de 1936. Pero los milagros escasean. Con las pobres armas de que disponíamos y en medio de la desbandada generalizada de los republicanos que quedaban en Cataluña, los intentos de formar un nuevo frente se vieron frustrados.
Pertenecía nuevamente al 4º Batallón de la XI Brigada. En La Garriga, mientras tendía los hilos telefónicos de la que debía ser nuestra línea de combate, a poca distancia vi una tanqueta italiana que se enfrentaba al coche de nuestro comisario Ernst Blank. En un breve tiroteo Blank cayó bajo las balas de los italianos. Ante la superioridad del enemigo se nos ordenó retirarnos hacia El Figaró y Vic.
Al día siguiente, 26 de enero, los moros y requetés entraron en Barcelona sin encontrar resistencia alguna, mientras nosotros marchábamos rumbo a Vic. Por aquel entonces se había formado la que, con bastante exageración, fue llamada XXXV División, al mando de Pedro Mateo Merino y, por una de esas coincidencias de la guerra, fui asignado a la guardia de su Estado Mayor.
Íbamos en un camión del mando de la división, siempre en retirada hacia el norte. Ya era de noche cuando se oyó el tiroteo enemigo a la entrada del pueblo pero el camión no se movía ya que el chófer no tenía orden de arrancar. Pasaban los minutos, el tiroteo se acercaba peligrosamente y nos trajeron una caja que debía ser cargada. Al explorar su contenido nos dimos cuenta de que contenía la vajilla de la oficialidad. Mi revancha consistió en distribuir el pan y las galletas que contenían las otras cajas entre los ocupantes del camión.
En esta retirada fueron hechos prisioneros unos cuantos de nuestros compañeros, entre ellos Franz Hahs[1], quien herido de bala en el vientre cayó en manos de los italianos salvando así la vida. Pasó años en los campos de concentración de Franco, fue entregado a los alemanes hasta que los americanos lo liberaron del campo de Mauthausen en 1945, totalmente desnutrido. Hahs sobrevivió, muriendo en 1997.
Fue entonces, sin que lo sospecháramos en lo más mínimo, cuando se establecieron los primeros contactos entre Hitler y Stalin que acabaron, apenas siete meses más tarde, en el bien conocido Pacto de no agresión.
[1] Franz Hahs. (Viena, Austria, 1814- Viena, Austria, 1997). Combatiente en las Brigadas Internacionales en la Guerra Civil Española, herido en febrero de 1939 es hecho prisionero y encarcelado en Gerona, Burgos, Belchite, Palencia y Miranda de Ebro. Entregado a la Gestapo es encarcelado en Colonia, Viena, Dachau, Majdanek, Auschwitz y Mauthausen. Después de la liberación ocupa cargos en la municipalidad de Viena.