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    UN LARGO VIAJE A TRAVÉS DEL REVUELTO SIGLO XX, del Brigadista Internacional Austríaco Gerhard Hoffmann – 20. EL CAMINO DEL EXILIO. Sant Cyprien, febrero de 1939

    El autor narra su viaje al exilio, que lo llevó a Francia, lleno de dificultades y peligros. Recibe la noticia de la rendición de Madrid en Abril del 1939.

    Del reconocido compositor Julio Cueva[1], uno de los compañeros cubanos, son las inolvidables estrofas de la canción que cantábamos en el campo de Gurs, cuando tuvimos que compartir cautiverio con los cubanos:

    En la última retirada

    del ejército del Este

    había un grupo de cubanos

    que escapando de la peste

    han pasado la frontera

    convirtiéndose en gitanos

    alé, alé, reculé, alé, alé, reculé.

    Una vez estando en Francia

    guardias con cascos esperan

    que gritan con arrogancia

    ¡a formar en columnas de tres!

    Alé, alé, reculé

    Que tienen que echar un pié

    desde Cerbere a Argelés

    Que tienen que echar un pié

    desde Cerbere a Argelés

    Alé, alé, reculé[2]

    Llegados a la frontera sucedió lo que dice la canción; nos esperaban los Garde Mobiles franceses, pegándonos, chillándonos y maldiciéndonos. Entregamos nuestras armas y nos dispusimos a ir al campo de Saint Cyprien, en la arena de la playa, empezando la vida de refugiados.

    Un reducido grupo de internacionales nos encontrábamos en la frontera de La Junquera, en el lado español, dejando atrás la derrota, con las ilusiones zozobradas; formamos por última vez ante Luigi Gallo, el comisario de las Brigadas, para escuchar su arenga de despedida. Lo que nos anunció no era nada alentador; habló de los campos, las penas y las fatigas que padeceríamos, exhortándonos a no ceder ya que, al final, el triunfo seria nuestro ¡Venceremos!

    Pasé la frontera, deposité el fusil sobre el montón de armas ya depuestas y me situé en la fila de mi grupo, siempre bajo los gritos de la Guardia Móvil, que nos trataba a golpes y patadas acompañándose de sus rudas voces gritando: “¡Allez, allez, reculez!” y otras órdenes que no comprendíamos.

    Seguimos por la carretera y entramos en la ciudad francesa de Cérbère, ya al anochecer, iluminada por miles de luces, con las tiendas llenas de frutas y alimentos ¡Un país en paz!

    Al carecer de dinero tuvimos que pasar sin comprar nada ¡con las ganas que teníamos de gozar de las delicias expuestas! Empujados por los guardias seguimos caminando por la carretera costera hasta llegar a una alambrada de púas de más de un kilómetro de longitud y entramos en el campo estrechamente vigilados por soldados negros y spahis marroquíes[3]. Ya era casi de noche y nos vimos encerrados en un vasto arenal sin vislumbrar edificio alguno donde ir.

    Los pocos kilómetros de carretera entre Cérbère y los campos de Saint Cyprien y Argelés hoy se recorren en pocos minutos pero en febrero de 1939 suponían una larga y penosa marcha hacia un mundo desconocido y hostil para los centenares de miles de fugitivos. Mientras los campesinos de los pueblos por donde pasábamos nos mostraban simpatía, los militares y guardias manifestaban abiertamente su desprecio. La prensa había descrito detalladamente las atrocidades cometidas por los republicanos, difundiendo las violaciones de monjas y los asesinatos de curas, esperando advertir a los católicos de lo peligrosos que éramos.

    Se ignoran las cifras exactas de los que entraron en esos campos pero podemos hablar de unos doscientos mil entre ambos. Con las manos excavamos un hueco en la arena, tendimos una manta sobre el mismo para protegernos del viento helado e intentamos dormir. Al despertar nos dimos cuenta de lo apocalíptico de nuestra existencia: algunos habían traído ciertos alimentos cogidos en el caos de la retirada y disponíamos de un coche cocina para preparar el improvisado rancho pero al servirlo en el plato el viento lo cubrió con una fina capa de arena volviéndolo incomible. No había agua y cuando, dos días después, se abrieron pozos, el agua resultó infecta causando diarrea y tifus; las letrinas consistían en vigas clavadas en la arena a lo largo de la playa pero las borrascas primaverales revolvieron las aguas fecales. Así nació el grito “¡A la playa!”.

    Pasados los primeros cuatro días ya se nos distribuía una barra de pan para veinticuatro personas y nos organizamos lo mejor que pudimos; los que eran del ejército republicano estaban acostumbrados a vivir en colectivos compartiendo lo que tenían.

    En el centro del campo había una ambulancia del ejército republicano traída en la retirada. Me presenté allí afectado por diarrea y, junto a otros enfermos, fui llevado a un hospital de Perpiñán. Los médicos enseñaron sus estetoscopios a los guardias para poder salir. Llegados a Perpiñán los médicos nos abandonaron, aprovechando para escapar y los enfermos fuimos con el chófer al Ancien Hôpital Militaire, un edificio sombrío. Al bajar de la ambulancia un oficial francés nos mandó ponernos firmes y tuve que sostener a los dos enfermos más graves, ya que no podían hacerlo solos, hasta que se nos permitió entrar en el edifico donde nos echaron un poco de paja sobre el frío piso de piedra. Nada de médicos ni de medicamentos. Me repuse rápidamente y salí por una ventanilla del sótano topando con el almacén de una organización sueca de ayuda que intentaba en vano entrar material médico al hospital. Con otro compañero llenamos un saco de material y entramos por la misma ventanilla para distribuirlo entre los enfermos.

    Al poco tiempo me trasladaron a un barco hospital en Port Vendres en el que los enfermos estaban ubicados en las bodegas siendo pobremente atendidos por médicos franceses. Al despertar una mañana encontré una manzana en mi almohada, otro día un pedazo de pan, descubriendo a una chica rubia que lo había dejado allí discretamente. Me dijo que era de Alsacia y se había enterado de que yo era de Viena, una ciudad que ella adoraba.

    Poco después tuve que volver al campo donde, mientras tanto, mis compañeros habían erigido unas rudimentarias barracas que protegían un poco de los huracanes.

    Mientras estaba ausente, el 13 de febrero habían conmemorado el quinto aniversario del levantamiento obrero en Austria contra el régimen fascista de Dollfuss, vivamente recordado por muchos brigadistas que tuvieron que huir de su persecución, resueltos a continuar la lucha, marchando a España como voluntarios.

    Pasaron dos meses y a finales de marzo nos llegaron las noticias de la revuelta de la junta de Segismundo Casado contra el gobierno de Negrín y, el primero de abril de 1939, el triste final, la rendición de Madrid.


    [1] Julio Cueva (Trinidad, Cuba, 1987-La Habana, Cuba, 1975) fue un trompetista, compositor y director de orquesta cubano y está considerado una figura importante en la música cubana de los años treinta y cuarenta. Se encontraba en Madrid cuando comenzó la Guerra Civil española y se adhirió a la República. Fue director de la banda de la 46 División (la división de El Campesino). Con la derrota de los republicanos fue detenido y encarcelado en el campo de concentración de Argelés.

    [2] Alé Alé Reculé. Guaracha, letra y música de Julio Cueva. Estrenada en el campo de concentración de Argelés Sur Mer en abril de 1939.

    [3] El 1r Regimiento de Spahis Marroquíes era una unidad perteneciente a la Armada de África que dependía del ejército francés.


    Evolución de la Guerra Civil Esoañola