El autor relata su estancia en el campo de Gurs [1], donde convivió con brigadistas cubanos y otros internos bajo duras condiciones. Destaca la celebración del 14 de julio francés (también de la II República española) y el impacto del Pacto de no agresión entre la Unión Soviética y Alemania. También menciona las dificultades de sus padres.
Treinta años después tuve la oportunidad de pasar por la que fue nuestra morada hasta junio de 1940 y vi un agradable paisaje con la impresionante muralla de los Pirineos al fondo, un bosque joven en el que trinaban los pajaritos, entreviéndose los restos de la carretera asfaltada que comunicaba los diversos sectores del campo. Un campesino estaba arando la tierra. Era demasiado joven para haber visto las miserias del campo pero tenía una vaga idea del mismo, incluso me indicó una zona en la que aparecían partículas blancas entre los terrones, allí había estado el hospital del campo. Los campesinos se mostraron comunicativos como suele ser la gente en el sur. Treinta años antes no era así. La población nos era hostil, convencidos de que éramos asesinos de curas y violadores de monjas.
El campo contaba con unos trescientos barracones para albergar a unos sesenta mil internos, estaba circundado por alambradas de espino cuádruples y subdividido en sectores o islotes para separar los grupos étnicos. Estaba administrado por la Garde Mobile que ejercía un régimen bastante severo, llegando, en ocasiones, a dar palizas. La guardia exterior la hacían soldados del ejército con sus uniformes azul claro de la Primera Guerra Mundial, algunos calzados con chanclos, armados con fusiles del siglo pasado que no sabían manejar ¿Esta era la tropa de élite más famosa de Europa?
Al acercarse el 14 de julio, aniversario de la Gran Revolución y Fiesta Nacional de Francia, quisimos celebrarlo aprovechando que entre los internados en el campo había muchos artistas: músicos, cantantes, poetas, escritores, pintores, hombres de teatro y de letras de renombre internacional e invitamos al mando a participar.
Teníamos presentes los ideales de los que, en 1789, se alzaron contra la monarquía borbónica con el lema de “Liberté, Egalité, Fraternité” que también fue el de la República española.
Ante todo el personal francés del campo y de los miles de internos, se celebró una magna fiesta con un programa de categoría internacional. Esperábamos que surgiese cierta solidaridad entre los pueblos que estaban combatiendo contra la amenaza fascista.
Sólo cuarenta días después, el 23 de agosto de 1939, se anunció la firma del Pacto de no agresión entre la Unión Soviética y Alemania por los respectivos ministros de exteriores, Molotov y Ribbentrop. Los gobiernos occidentales se escandalizaron; en vano se quiso explicar este giro con fines pacíficos, ambas potencias habían mostrado demasiadas veces su hostilidad como para dar crédito a sus deseos de paz. Es fácil imaginar lo que significaba para nosotros el Pacto; la Unión Soviética había sido nuestro más seguro sostén durante la guerra de España y la Alemania de Hitler nuestro implacable enemigo. Resultaba imposible creer que de repente se convirtieran en aliados. Pero los comunistas debían fidelidad a la Unión Soviética y pusieron todo su empeño en explicar el Pacto como consecuencia del fracaso de las negociaciones destinadas a crear un frente común contra la amenaza de la agresión alemana. En la prensa comunista se acusaba a los gobiernos inglés y francés de limitarse a esperar que Alemania y Rusia entrasen en guerra cuando, en realidad, ambos países deseaban mantener la paz. Lo cierto era que el Pacto era un absurdo intento de ganar tiempo aunque no es imposible que en ambos países hubiese partidarios del entendimiento entre las dos potencias. No hay que olvidar que en 1926 ya existía un acuerdo germano-soviético, siete años antes de Hitler y que desde los años veinte había contactos entre los militares (puede explicarse así la traición del mariscal Tujachevski[2]), estrategas y políticos, tanto en Alemania como en la Unión Soviética. Tales rumores permanecen encerrados en los archivos secretos rusos.
Este giro de la política internacional tuvo efectos desastrosos entre nosotros. Se redujeron nuestras raciones, cortaron las comunicaciones con el exterior y sacaron del campo a ciertos compañeros considerados funcionarios comunistas por el mando francés, siendo trasladados a Le Vernet[3], un campo con un régimen más severo en los Pirineos Orientales.
El gobierno francés nos parecía poco dispuesto a defender el país contra la amenaza de la Alemania de Adolfo Hitler, mientras se estaban movilizando todas las fuerzas para abatir a los comunistas.
Prestemos atención a nuestros pobres padres que, mientras tanto, estaban sufriendo las medidas antijudías, humillaciones, prohibiciones, órdenes, impuestos arbitrarios por parte del estado nacionalsocialista. Para empezar se les obligó a abandonar su piso para “limpiar de judíos la entrada de la ciudad a la que estaba a punto de llegar el Führer”. Era una situación absurda para quienes nunca habían tenido la menor vinculación con la religión hebrea pero no tenían más remedio que abandonar el país en el que habían nacido.
En el verano de 1938 ningún país estaba dispuesto a aceptar fugitivos de la Alemania nazi. Después de muchas solicitudes denegadas, les fue concedida la entrada en Bélgica donde estaba viviendo su hijo mayor, mi hermano Wolfgang, con su mujer y su hijo. Salieron en abril de 1939 tras haber pagado el Reicksfluchtseuer o impuesto de fuga y sin poder llevarse ningún objeto de valor. Alquilaron un alojamiento minúsculo en el desván de una de esas típicas casas estrechas de la vieja Bruselas y empezaron a vivir un idilio al lado de su nieto, que no duró más de un año, hasta la invasión alemana en mayo de 1940[4].
En Gurs teníamos por vecinos a los brigadistas cubanos que estaban a la espera de ser repatriados gracias a la ayuda de sus compañeros en Cuba. En la cocina se alternaba cada semana un equipo austríaco y otro cubano. Resultaba imposible coordinar las costumbres gastronómicas de ambos grupos. Si les tocaba a los cubanos teníamos bacalao, que incluso después de cuarenta y ocho horas de remojo estaba salado como el mar Muerto; cuando les tocaba a los austríacos había knoedel (albóndigas), que los cubanos usaban para taponar los resquicios de las barracas.
Estas divergencias no influían en las buenas relaciones de los dos grupos ¡Que maravillosa compañía era esa gente con todas las mezclas de raza! En otoño de 1939 ya hacía un frío desagradable que no impedía que los hercúleos negros cubanos cada mañana se echasen encima cubos de agua fría mientras les observábamos desde los ventanucos de nuestros barracones.
Cada noche había fiesta en las barracas cubanas, donde cualquier objeto podía convertirse en instrumento musical. Allí fue donde Pablito, el gracioso mulato con singular voz de boxeador, nos entonó la famosa “En la última retirada del ejército del Este…” con el amargo estribillo “Alé, alé, reculé que tienen que echar un pie desde Cerbére a Argelés” de Julio Cueva. Nos plantamos en la puerta de su barracón disfrutando de ese improvisado varieté.
Los cubanos consiguieron ser repatriados poco antes de empezar la guerra. El coste del viaje se pagó gracias a una colecta y al desembarcar fueron recibidos en el puerto de La Habana por una muchedumbre de amigos. Nuestra convivencia en el campo de Gurs era una singular experiencia de espíritu internacionalista y antirracista. Nosotros seguíamos tras las alambradas sin perspectivas de liberación.
[1]El campo de Gurs fue un campo de refugiados construido por el gobierno francés en 1939 en el pueblo de Gurs, en los Pirineos Atlánticos, en Aquitania, para acoger a todos los que se exiliaban voluntariamente de España. Al empezar la Segunda Guerra Mundial el gobierno francés internó allí a ciudadanos alemanes y de otros países aliados de Alemania así como a los franceses considerados peligrosos por sus ideas políticas y a presos comunes. En 1949 el gobierno de Vichy lo utilizó como campo de concentración de judíos y de personas peligrosas para el gobierno. Después de la liberación de Francia se internó allí a prisioneros de guerra alemanes, combatientes españoles que habían participado en la Resistencia y colaboracionistas franceses hasta su cierre definitivo en 1946.
[2] El 22 de mayo de 1937, el mariscal Tujachevski, uno de los militares más importantes de la Unión Soviética, fue detenido acusado de conspiración militar trotskista y espionaje a favor de Alemania, lo que se conoce como el Caso Tujachevski. El 12 de junio de 1937 fue ejecutado junto a otros siete altos cargos militares (I. Yákir, I. Uborievich, A. Kork, R. Eideman, V. Putna, B, Feldman y V. Primakov). Otro de los inculpados, Yan Gamárnik, se suicidó al conocer su acusación. Tras el XX Congreso del PCUS en el que Jruschov denunció a Stalin y su política, se consideró que las acusaciones eran falsas y fueron rehabilitados en 1957.
[3] El campo de Le Vernet en Ariège fue edificado en 1918 para albergar a prisioneros austríacos de la Primera Guerra Mundial. En 1939 fue considerado campo de acogida para los 10.000 españoles de la División Durruti que habían pasado a Francia y se encontraban en La Tour de Carol. Más tarde pasó a ser un campo disciplinario albergando a refugiados considerados extremistas y a miembros de las Brigadas Internacionales. Al declararse la Segunda Guerra Mundial fueron internados allí los extranjeros considerados peligrosos para el orden público, antifascistas y judíos de todas las nacionalidades (allí estuvieron Max Aub y Arthur Koestler). Bajo el régimen de Vichy fue usado por la Gestapo como campo de tránsito; en 1944 los últimos internados fueron evacuados a Dachau y Ravensbrück. Unas 40.000 personas de 58 nacionalidades fueron internadas en este campo, principalmente hombres pero también mujeres y niños. En 1970 fue demolido en su mayor parte y actualmente existe un memorial en los terrenos donde estaba situado.
[4] Las víctimas del Holocausto: los sefardíes en Auschwitz-Birkenau