El autor celebra la liberación de la ocupación alemana de Francia por los aliados y de Austria por el Ejército Rojo, momento de alegría y esperanza: la retirada y derrota alemana, el anticipo de los maquisards… Y explica las desesperanzas de los republicanos españoles: intentos fallidos como la Operación “Reconquista”, y el envejecimiento de los exiliados hasta que regresaron tras Franco. El protagonista pasa por Bruselas y descubre que su madre se deportó a Auschwitz. Regresó a Viena.
Se fueron las SS pero quedaron los de la Wehrmacht. Hacía días que se sabía que los Aliados se estaban acercando pero los alemanes no eran capaces de organizar la evacuación del complejo aparato de ocupación con la rapidez debida.
Me despedí de dos de los jóvenes reclutas austríacos del grupo de la letrina que se fueron con la tropa. Ni se plantearon desertar ya que se arriesgaban a que los cogieran los guerrilleros franceses. Vestían el uniforme enemigo y estábamos en guerra.
Una calurosa noche de agosto empezó un tiroteo entre los maquisards que empezaban a entrar en la ciudad y alguna patrulla alemana en retirada. Mientras los alemanes se marchaban iban llegando más y más guerrilleros reunidos en los bosques vecinos los días anteriores.
También salían a las calles muchos vecinos que días atrás apenas oteaban tras las cortinas. Ahora, cuando la Liberación estaba a punto de consumarse, todos deseaban haber pertenecido a la Resistencia. Se trataba de ocupar las posiciones clave antes de que los miembros de la vieja burocracia se apoderasen de ellas.
Unas desgraciadas muchachas que habían mantenido relaciones con militares alemanes fueron arrastradas al balcón de la prefectura. Entre el júbilo de la plebe se les cortó el pelo al rape. ¡Mueran los traidores! ¡Viva la libertad!
Cuando Romorantin despertó aquella mañana, la ciudad era libre ¡Libre! ¡Libre! Tras cuatro años de ocupación alemana por fin desaparecía la Kommandantura, se iban la Gestapo y las SS, no quedaban altivos oficiales con el odioso uniforme gris, se acabaron las levas forzosas, el enemigo ya no se llevaría las cosechas. Empezaba una nueva vida.
París fue liberado pocos días después, los tanques aliados tripulados por republicanos españoles y bautizados con los nombres Jarama, Guadalajara y Belchite entraron en la ciudad ante el júbilo del pueblo.
La Nueve Entra En ParísDesfile de la Liberación de París
Pero en España, Franco siguió en el poder a pesar de que todo el mundo esperaba que, una vez vencidos sus protectores, el régimen franquista estaba destinado a desaparecer.
Mis amigos republicanos se reunieron impacientes por volver a su tierra. Todos los que vivían en la región se marcharon a Vierzon a la espera de órdenes.
Pero en mayo de 1944, en un discurso en el Parlamento, el británico Winston Churchill ya se había declarado a favor de Franco al demostrar su agradecimiento por haberse mantenido neutral. También había emisarios del presidente Rooselvelt en tratos con Franco para asegurarse posiciones estratégicas en España ante la Guerra Fría que se avecinaba. Durante el otoño de 1944 nos convenceríamos de que los vencedores de la guerra no iban a mover un dedo contra Franco. Para derrocar la dictadura habría que hacerlo con las armas.
Empezamos a hablar de “Reconquista” y los republicanos refugiados en Francia se prepararon para esta lucha. Algunos pasaron la frontera con las armas que habían arrebatado a los alemanes pero la mayoría de ellos acabó cayendo en manos de la Guardia Civil. Unos pocos consiguieron permanecer escondidos en las sierras pero en 1950 hubo que reconocer que la “Reconquista” había fracasado.
Operación ReconquistaGuerrilleros EspañolesEn la Vall De AranBrigada UNE
Por lo que a mí respecta, volvía a encontrarme en la disyuntiva entre los dos países que consideraba mi patria. En el periodo de octubre a diciembre de 1944 los angloamericanos estaban en la orilla del Rin y los rusos ante Berlín. En diciembre fracasó la última ofensiva desesperada de von Rundstedt[1] en las Ardenas belgas y pensé que la liberación de Austria ya no podía tardar. En consecuencia, me encontré en el deber de estar preparado para regresar a mi país.
Tuvimos que despedirnos; mientras mis amigos partían rumbo al sur, yo fui en dirección a Bruselas donde esperaba encontrar a mi pobre madre que había sufrido cinco años de miserable vida de refugiada bajo la permanente amenaza de ser deportada a algún campo del este.
En Bruselas recibí la cruel noticia de que mi madre había sido detenida y deportada a Auschwitz poco antes de la entrada de los Aliados. Sus huellas se perdían en un tren que se movía en dirección al este.
Entrada de AuschvitzVista Aérea actualIndicaciones de los Departamentos de Auschvitz
Tuve que esperar seis meses más para regresar a mi tierra, cuando el Ejército Rojo entró en mi Viena liberada y reducida a escombros.
Desfile de tropas soviéticas por Viena en 1945
Los españoles se reunieron resueltos a emprender el camino de regreso a su ansiada patria. Mis compañeros se movían lentamente hacia los Pirineos. En aquel verano de 1944 todos anticipábamos el inminente final de la guerra. Nadie dudaba que para los españoles significaba el fin de la dictadura franquista y el regreso de los exiliados.
Para mí se abría el camino hacia mi propio país liberado, por lo menos así lo creía. Y emprendí camino hacia el norte. Mis amigos españoles y yo quedamos decepcionados: Austria tuvo que esperar ocho meses, ocho largos meses de guerra total que dejó ciudades en ruinas y costó miles de vidas humanas.
Eisenhower Da Alas A Franco Con Su Visita Años más Tarde
¡Y España? Franco siguió en el poder otros largos treinta años. Los jóvenes exiliados que se habían acercado a la frontera en agosto y septiembre de 1944 serían ancianos cuando por fin pudieron entrar en la deseada patria.
Decidí viajar a París y a Bruselas para reunirme con mi madre y continuar hasta mi país en espera de su liberación.
[1]Karl Rudolf Gerd von Runsdtedt (Aschersleben, 1875 – Hannover, 1953) Militar alemán que aplastó la resistencia del gobierno socialdemócrata de Prusia cuando éste no aceptó la disolución ordenada por Von Papen. Descontento con el nazismo, se retiró en 1938, pero Hitler le confió el mando de cuerpos de tropas que invadieron Polonia y Francia. Participó en la invasión de Rusia, al mando de los ejércitos del sur, que ocuparon Kiev, pero se opuso a la ofensiva de invierno y volvió a presentar la dimisión. Meses más tarde, Hitler le confió el mando del frente del oeste en Francia, que asumió hasta 1944. No pudo impedir el desembarco aliado de Normandía, por lo que fue sustituido por Kluge. Hitler le encargó dirigir la última ofensiva en las Ardenas, en la que fracasó. Hecho prisionero por los británicos fue internado en Nuremberg, Londres y Hamburgo y liberado en 1949 debido a su estado de salud.
El texto describe la vida en Francia durante la ocupación alemana: Normandía, la Resistencia, relaciones con soldados alemanes, su novia catalana, y los días previos a la Liberación en 1944.
El 6 de junio de 1944 los ejércitos aliados llegaron a las costas francesas con once mil aviones y cinco mil barcos. A una distancia que hoy se recorre en menos de dos horas se desplegó la mayor batalla de la historia militar. La Muralla del Atlántico[1], construida con el sudor de centenares de miles de trabajadores forzosos, la mayoría republicanos españoles, comenzó a tambalearse hasta que se quebró a los pocos días.
En el curso de un mes se tomó Cherbourg, después Caen y, a finales de junio, Rouen. El camino a París quedaba libre. En julio las divisiones alemanas iniciaron la retirada que se convirtió en huida a principios de agosto. Los ejércitos aliados avanzaban hacia París.
Día D: Desembarco de NomarndiaAvance Aliado: Caen 1944 Y Ahora
En la idílica ciudad donde vivía entonces aún no se oía el estruendo de los cañones. Se sabía que habían llegado los aliados pero desconocíamos los detalles de los movimientos de las tropas.
El duro régimen de los ocupantes alemanes continuaba con el riguroso control de la Gestapo y la Feldgendarmerie y con el gris de los uniformes de la Wehrmacht mezclándose con los transeúntes. La población civil seguía sufriendo las acostumbradas penurias mientras se celebraban suntuosos festines en el Soldatenheim.
Refugiados estranjeros en la Francia Ocupada. Por IARefufiados españoles en Toulouse. 1945
Sin embargo se intuía el olor de la Liberación. Las autoridades francesas ya no cumplían con todo su empeño las órdenes recibidas de la Kommandantura y los gendarmes se abstenían de proceder con rigor contra los maquisards.
Los miembros de la Resistencia vivíamos nuestro propio romanticismo que consistía en soñar asaltos y voladuras de posiciones enemigas, acciones para obstaculizar la retirada de las tropas alemanas. Mi trabajo antinazi consistía en aprovechar mi dominio del alemán para contactar con soldados alemanes intentando convencerles de que la guerra estaba perdida. A tal fin me había infiltrado como carpintero en el cuartel alemán.
Españoles Cántabros en La ResistenciaMujeres españolas en labores de Inteligencia en La Resistencia depués de duras condicionesLa División Ebro en La Resistencia
Pretendía balbucear algo de alemán fingiendo buscar palabras mientras las deformaba. Tuve que pasar por la Oficina de Trabajo alemana donde el oficial quiso mandarme a trabajar a Alemania pero la muchacha que allí servía escribió en el papelito “de carpintero al cuartel” y el borrachín del suboficial lo firmó.
En aquella Francia en vísperas de la Liberación todos simpatizaban con la Resistencia aunque sólo fuese con chistes anti alemanes cuchicheados entre amigos. Incluso el vice prefecto demostraba su patriotismo extendiendo papeles falsos a los resistentes amenazados por la Gestapo; así es como obtuve mi documentación de “ciudadano español nacido en Zaragoza” que me facilitaba la entrada en el cuartel alemán para realizar el trabajo antinazi.
En mi nuevo puesto de trabajo presencié las malicias a las que los oficiales sádicos sometían a los pobres muchachos recién quintados. A algunos de ellos les oí hablar en el dialecto de mi tierra, esa lengua que suena mucho más suave que el alemán del norte. Solían juntarse en las letrinas, frente a mi taller, para disfrutar de un momento de descanso y les escuchaba quejarse del maltrato que sufrían.
Un día ya no pude contener más mi emoción y les dirigí unas palabras consoladoras en puro vienés ¡Menuda sorpresa, el carpintero español les consolaba en su propio dialecto! En realidad era un descuido imperdonable; si uno de los reclutas me hubiese denunciado habría acabado en los calabozos de la Gestapo. Pero lo que sucedió es que la letrina acabó convirtiéndose en el centro clandestino de nostalgia de la lejana patria.
Años después, cuando regresé a mi país, me encontré con algunos de los amigos de la infancia que habían servido en el ejército alemán y nos preguntábamos cómo se hubiesen comportado de haberse cruzado nuestros caminos en la Francia ocupada. Aseguraban que nos hubiésemos abrazado felices de reencontrarnos. Lo dudo ¿Quién arriesgaría su vida para saludar a un amigo que, según las leyes vigentes, debía ser considerado un traidor?
Por mi parte, el dilema es que esos soldados con uniforme alemán hubiesen sido mis enemigos y mi deber era matarles en caso de enfrentamiento; pero les tenia simpatía ya que eran compañeros míos, obligados a servir a los nazis (algunos a regañadientes).
Aun estábamos bajo el régimen de la Kommandantura de la Wehrmacht y podía aparecer un destacamento de las SS en cualquier momento, aunque el final ya se percibía cercano. Los magistrados franceses ya no cumplían las órdenes como antes. ¿Quién quiere aparecer como “collaborateur” en vísperas de un cambio de escenario?
Relaciones entre derrotados y aliados. 1945Relaciones con tropas alemanas. Por IA
En agosto de 1944 nuestra vida cotidiana era cada vez más difícil. Mi miserable salario no alcanzaba para las compras cotidianas y menos aún para las del mercado negro. Con mi novia catalana, hija de refugiados republicanos, los domingos recorríamos durante largas horas las bellas campiñas de la Solange en busca de algo con que calmar el hambre y, a veces, cambiábamos una manta o un trozo de jabón por un pedacito de queso de cabra que luego repartíamos con el resto de la familia.
A principios de agosto se empezó a oír, aunque todavía a lo lejos, el trueno de los cañones, mientras nosotros gozábamos de nuestro idilio ¿Qué importancia tenían las adversidades cotidianas si íbamos a vencerlas con nuestra joven confianza? No cabía duda alguna.
Me movía entre la colonia de republicanos españoles que conocían mi verdadera identidad de austríaco pero me consideraban uno de ellos.
Mi novia era hija de un funcionario sindicalista que fue asesinado por falangistas a la entrada de los vencedores en el pueblo, en febrero de 1939. La madre cogió a los tres hijos y se sumó a la avalancha de casi medio millón de fugitivos que cruzaron la frontera en busca de refugio en Francia. Mi novia era la mayor, había otra hija de diecisiete años y un hermano de doce. Como tantas madres españoles, Mercedes se encontró en un país cuyo idioma desconocía, sin recursos y dependiendo de los escasos subsidios que daban las autoridades francesas.
Yo tenía mi cuartito en una casa vecina. Los Servats me acogieron como miembro de la familia y pasaba mi tiempo libre con ellos. En la familia se hablaba en catalán, que empecé a comprender paulatinamente, mientras que conmigo conversaban en castellano
El 22 de julio de 1944 llegaron las primeras noticias del atentado contra Adolf Hitler. Opinamos que era la señal para que el pueblo alemán se deshiciera del régimen que obviamente les estaba arrastrando hacia el peor desastre de su historia.
Aquel verano de 1944 ¿quién podía pensar que la locura duraría nueve meses más? Ese lindo agosto nadie sospechaba que docenas de magnificas ciudades alemanas se convertirían en escombros hasta que rusos y americanos se abrazaran entre las ruinas de Berlín.
A la espera de esa paz tan soñada escribí en mi diario la nota siguiente:
“Más allá de los Alpes ha llegado el gran momento, la gran transformación ¡Otra guerra perdida! ¿Cuántos mutilados mendigaran por las calles esperando que se compadezcan de ellos quienes esta vez han resultado ilesos?
Estos eran los recuerdos de mi infancia en un país vencido y desesperado después de la guerra de 1914.
En mi taller ya no se trataba de construir ridículos tanques simulados de madera. Los dos carpinteros fabricábamos maletas de madera para los oficiales. Para que sus botines se quedasen en Francia fijamos los fondos de esas maletas con sólo tres clavos.
Un día volvía del trabajo como de costumbre a casa de mi novia llevando provisiones para los tres muchachos que estaban allí escondidos esperando incorporarse al maquis. Me aguardaba una sorpresa: justo al doblar la esquina para entrar en la alameda donde vivíamos habían instalado un destacamento de las SS. Uno de los guardias, rubio, con su odioso uniforme negro, estaba fijando el cartel con la advertencia “EINTRITT BERBOTEN!”
No había nada que hacer, tenía que pasar por allí. Debía entrar en casa como fuese. Intentando contener mis nervios me dirigí al rubio SS y le dije, en el peor alemán que logré balbucear: “DAS NIX GUT-FRANZOSEN NIX DEITCH; IK DIR MAKEN”. El germano, feliz por la inesperada ayuda, me tendió la tiza y escribí con cuidada caligrafía: “ENTRÉE INTERDITE”. Le ayudé a fijar el cartel en el tilo. El muchacho me lo agradeció y pasé en dirección prohibida.
En casa, la familia de tres mujeres y el niño estaban amedrentados. Los tres muchachos escondidos estaban en el cuartito de detrás de la puerta mientras que en la cocinita los SS se habían sentado alrededor de la estufa. Su jefe, el Sturmbannführer o quizá Obersturmbannführer, conversaban pacíficamente frente a la madre en su correcto francés de colegio. Nos contó que era de Viena, de padres húngaros, obviamente de buena familia.
Hacia mediodía desaparecieron casi todos de repente, dejando sólo a dos o tres de guardia; regresaron al oscurecer reuniéndose nuevamente en nuestra cocinita y retomando la conversación. El jefe le pasó la cazadora a la madre, pidiéndole que le cosiese un botón suelto. Al ponerse las gafas la pobre mujer descubrió el agujero de una bala y el SS le explicó tranquilamente, siempre en su súper correcto francés de colegio: “Ce matin, c’était d’un de vos gens…” (Esta mañana, fue uno de los vuestros…).
¿Por qué no nos apresaron si ya sospechaban nuestra filiación? Tal vez para poder seguir disfrutando de aquel pacífico episodio en vísperas del final.
En la puerta vi a un SS llorando. Era el muchacho rubio de la mañana y le oí sollozar amargamente: “Ich möcht’ heim, zu Mutter…” (Quiero ir a casa con mi madre…). Le quedaban nueve meses para acabar y mucho riesgo de perder la vida.
La mañana siguiente el aquelarre había terminado. La SS se fue.
[1] La Muralla del Atlántico fue una gran cadena de puntos de refuerzo construida durante la Segunda Guerra Mundial por la Alemania nazi que tenía la misión de impedir una invasión del continente europeo desde Gran Bretaña por parte de los Aliados. La edificación de este proyecto se confió en 1942 a la Organización Todt. La zona costera del Canal de La Mancha bajo control alemán se dotó de todo tipo de bunkers, blocaos, casamatas, trincheras, túneles y demás estructuras defensivas.
El protagonista describe cómo era la vida de pobreza y antimilitarista de los refugiados españoles bajo la ocupación alemana: una vida de sufrimiento y participación en la resistencia francesa. El autor trabajaba como bracero y vivía en condiciones precarias. En 1942, enseñaba alemán a los hijos de un campesino y vivía en un ambiente de rechazo al chauvinismo y militarismo. En 1943, el autor se infiltró en un cuartel alemán para distribuir propaganda antinazi. Los refugiados españoles, a pesar de la pobreza y resentidos con Francia, mantenían su espíritu antifascista y muchos luchaban junto a los franceses contra los alemanes. Un personaje llamado “Otto” intentaba reclutar españoles para trabajar en Alemania, pero tuvo poco éxito. Con la llegada de los aliados en 1944, los alemanes se retiraron.
En 1942, durante la ocupación, di clases de alemán a los hijos del campesino vecino, en un rincón de la Dordogne francesa. En las notas que conservo de aquel cursillo leo ejercicios con frases como esta: “Cuando termine la guerra, franceses y alemanes vivirán juntos pacíficamente en una Europa sin guerras”
Este era el ambiente en el que me había criado, de profundo repudio al chauvinismo, de rechazo al militarismo que nos había hundido en la Primera Guerra Mundial cuyas consecuencias habían oscurecido mi juventud.
Sin embargo, no era fácil defender tesis internacionalistas ante lo que día a día sucedía a nuestro alrededor: secuestros, matanzas, detenciones, deportaciones, con toda la arrogancia del vencedor que tenía en sus manos un poder arbitrario e incontrolado.
Muchedumbre Refugiados Atravesaban Calles de Collioure (Francia)Refugiadas Españolas Bajo La Ocupacion AlemanaRefugidas Con Idenfificaciones En Un Campo Sur De Francia
La mayoría de los españoles republicanos, que eran mis compañeros de trabajo, no compartían el odio anti alemán de los franceses: como refugiados habían vivido sus propias experiencias no siempre gratas en esta “FRANCIA HOSPITALARIA” mientras ignoraban Mauthausen, Dachau y los demás “logros de la Gran Alemania”
Esos hombres y mujeres escapados tras la derrota de la Republica se vieron en un dilema: por un lado no podían olvidar el nefasto papel desempeñado por la Alemania nazi en la Guerra Civil Española como vanguardia del fascismo internacional; por el otro, consideraban que la desgracia era un justo castigo caído sobre esa Francia que los había abandonado en sus apuros.
A pesar de esos recelos prevalecía la conciencia política; poquísimos españoles estaban de parte del invasor alemán mientras muchos lo combatían junto a sus compañeros franceses. Los seis mil españoles muertos en Mauthausen son un trágico testimonio de los sacrificios sufridos y de su combativo espíritu antifascista.
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Por los años 1941/1942 corría por el sur de Francia un misterioso personaje, mandado por algún servicio alemán, conocido sólo por “Otto”, que rondaba por la zona no ocupada (la Vichy de Pétain) reuniendo grupos de refugiados españoles para llevarles a Alemania como trabajadores voluntarios. Parece que el tal Otto había pasado algún tiempo en la España republicana y conocía bien la mentalidad de los refugiados. Les hablaba de la triste situación en la que se encontraban, les recordaba los agravios sufridos en los campos, incluso les evocaba los ideales de la República, pretendiendo que en la Alemania de Adolf Hitler encontrarían mejor acogida que en esa Francia tan hostil a los extranjeros.
El señor Otto obtuvo poquísimos resultados. Los que fueron a trabajar al Westwall[1] de la Organización Todt[2] lo hicieron presionados y trataron de escaparse a la menor oportunidad. A Alemania sólo iban a la fuerza.
Eran tiempos difíciles para todos pero lo eran más para los españoles que carecían de recursos y estaban en un país extraño del que la mayoría desconocía el idioma y la mentalidad.
Al salir de los campos, allí por 1940/1941, empezaron a gozar de una relativa libertad pero cuanto más se independizaban más difícil se hacía su manutención. Los que trabajaban la tierra eran pagados miserablemente pero por lo menos comían; los que fueron a trabajar al bosque tenían que mantenerse por su cuenta con lo poco que ganaban talando árboles, la escasez de los vales y los caro que resultaba aprovisionarse en el mercado negro.
Las mujeres trabajaban en el campo o como sirvientas de las familias francesas, no se les permitían otros oficios. La vida de los republicanos españoles en esa Francia ocupada era de estrechez y sin perspectivas.
Mis compañeros españoles y yo trabajábamos como braceros en las propiedades vecinas, dependiendo de las Compañías de Trabajadores Extranjeros[3] (Compagnies de Travailleurs Étrangers) siendo controlados por la gendarmería francesa. Nos pagaban a razón de cuatro francos diarios (equivalentes al precio de un paquetito de tabaco), estábamos mal vestidos y alojados en miserables chozas o graneros.
Las tardes de domingo (se solía trabajar hasta mediodía) nos reuníamos en el cuartito de un compañero o en el café de la ciudad. Esa ciudad nos parecía un pequeño París y el café el colmo del lujo burgués. Cuando volví a visitar Monpazier treinta años después (ese era el nombre del pequeño París) quedé sumamente decepcionado: encontré un pueblo mediocre, el café anticuado con los sillones de terciopelo ajados, las calles sucias y los escaparates cubiertos de polvo. Sin embargo, entonces no eran frecuentes nuestras visitas al café ya que con los cuatro francos diarios apenas nos alcanzaba para “una choupine de vin blanc”, menos aún para uno de los pasteles que la panadera solía vender a escondidas.
Casi había olvidado mi procedencia. Mi país, Austria, había desaparecido del mapa; mis condiscípulos alistados en la Wehrmacht eran de hecho nuestros enemigos; todos los contactos estaban cortados.
Mis compañeros españoles me consideraban uno de ellos, me contaban cosas de su tierra y sus familias. Hablaba el idioma de mis compañeros sin disponer de profesor ni gramática alguna, el de los labradores andaluces, de los obreros de Valencia o de los campesinos aragoneses, un lenguaje ciertamente tosco, con argots y jerigonzas, tal como les oía hablar entre ellos.
Sentados sobre el colchón en el modesto alojamiento de un compañero, comentábamos los vaivenes de esa guerra que transcurría al margen de nuestras vidas.
Entre nosotros no había ni uno que no se solidarizase con la causa de los Aliados y todos anhelábamos contribuir a su triunfo de alguna forma. A partir de la guerra en el este estábamos pendientes de las derrotas y de las victorias soviéticas. Era la continuación de nuestra guerra, no cabía duda. Éramos perfectamente conscientes de que allí, en los campos de batalla de la lejana Rusia, se jugaba nuestra suerte, el futuro de España y del mundo.
En esos momentos poco contaba la afiliación política de cada cual. Habían desaparecido las divergencias que tanto daño habían causado a la causa republicana. Sabíamos que con la victoria del ejército soviético ganaría la República mientras que con la derrota de los sóviets se esfumarían las esperanzas de resucitarla.
Gracias a las reuniones dominicales logré conocer una España que suele escapársele al turista común. Recuerdo a un muchacho, jornalero andaluz analfabeto, con quien simpatizaba mucho; durante nuestras tertulias solía narrar las largas jornadas de trabajo en aquel fértil suelo de su tierra natal donde, para estar preparado ante eventuales problemas con el arado, había que llevar una piedra en el bolsillo ¡Vaya tierra donde los hombres están hambrientos y escasean las piedras! No me resultaba fácil formarme una idea de la pobreza y el atraso de aquella España donde se habían criado mis amigos.
Yo era oriundo de una zona donde había desaparecido el analfabetismo desde hacía muchas generaciones (la emperatriz María Teresa decretó la enseñanza obligatoria en el siglo XVIII) y me parecía absurdo que un hombre adulto no supiera leer ni escribir pero, al mismo tiempo, me sorprendía la viva inteligencia de esos analfabetos.
El lugar donde trabajaba era una vasta propiedad feudal dominada por un castillo cuyos dueños eran los condes de Bony, de vieja nobleza perigordina, señores feudales al viejo estilo, como si 1789 no hubiese acaecido. Conmigo había llegado Luís R, un nervudo campesino aragonés, vivaz y trabajador, del que aprendí las faenas del campo y a cantar las coplas de su tierra. Recuerdo la que dice así:
Por la mañana, muy tempranito
salí del pueblo, con el hatito…
¡Qué trabajo nos manda el señor,
agacharse y volverse a agachar…
Luís era una fuente inagotable de sabiduría. Yo me había criado en una familia burguesa bien acomodada y desconocía la vida rural; apenas sabia diferenciar una vaca de un toro, sólo sabía del arado por el romance clásico alemán, me parecía absurdo levantarme con el sol y pasar el día agachado para arrancar la mala hierba. Luís me enseñó sin alardear nunca de su saber. En vano intenté convencerle de que cuanto más trabajáramos mayor seria la explotación. Mientras yo me escabullía del trabajo en cuanto podía, Luís no era capaz de estar parado ante una faena.
Cuando íbamos al campo, él trabajaba todo el día bajo un sol sofocante o con la lluvia empapadora, de manera que yo no podía quedar atrás.
Hoffmann Bracero. IAHoffmann Enseña Alemán. IAHoffmann Propagandista. IA
Luís me enseñó a ordeñar, a arar, a sacar los tupinambos del suelo fangoso y casi helado, a curar a la yegua moribunda y a uncir el yugo a una pareja de bueyes; me mostró cómo coger conejos silvestres y me explicó los nombres de las herramientas en español. No me ha servido de mucho conocer qué es el bieldo, la azada, la guadaña, la hoz y la horquilla pero tampoco me ha hecho daño saberlo.
Al pasar los años Luís se integró plenamente en la familia condal, los salvó de la ira de los maquis durante la liberación y, al terminar la guerra se convirtió en capataz de la propiedad. Cuando años más tarde y acabada la pesadilla visité el lugar, Luís ya vivía una vida tranquila retirado en la ciudad vecina.
Pasé trece meses en Marsalés y, indudablemente, no eran malos tiempos. Treinta años más tarde pasé por allí en mi coche y encontré el castillo abandonado en busca de comprador, las vacas en las granjas vecinas y las tres hijas viviendo en una modesta casa en la ciudad vecina, Monpazier.
Mi estancia en el castillo de Marsalés transcurría en 1941 y 1942, una época sin sobresaltos en aquel rincón apartado, donde simplemente se trataba de sobrevivir de cualquier manera. De allí me trasladé al centro de Francia con una familia española y al poco tiempo me hice novio de la hija mayor. Para ganarnos la vida, ella y su hermana se vieron obligadas a trabajar en el Soldatenheim[4]de la Wehrmacht y yo de carpintero en el cuartel alemán.
Al empezar 1943, cuando se estaba esfumando la gloria de la invencible Wehrmacht y Mussolini era destituido, volvimos a tener coraje y empezaron a formarse los primeros núcleos de resistencia. Entre los primeros grupos de guerrilleros volvemos a encontrar a los menospreciados españoles que organizaban sus propios grupos de resistencia aportando sus experiencias militares y sirviendo de instructores a los maquis. Mucho se ha escrito sobre la actuación de la guerrilla española en la liberación de Francia. Yo la viví en las cercanías de la pequeña ciudad de Romorantin, a orillas del río Cher. Allí vivíamos modestamente trabajando cada cual cómo podía para ganarnos la vida.
A principio de 1943 ya se había formado una bien organizada red de resistencia española. Por mi conocimiento del idioma de los ocupantes se me encargó introducirme en el cuartel alemán como carpintero e infiltrar material de propaganda antinazi. Logré reunir un grupo de reclutas de procedencia austríaca que solían aprovechar los pocos momentos de escaso descanso en las letrinas situadas frente a mi taller para escuchar mis susurrados informes sobre la inminente derrota de los oficiales. Era una empresa suicida, la Gestapo tenía espías por todas partes, pero oliéndose el fin del aquelarre ¿qué importaba una muerte más o menos, aunque fuese la propia?
Al acercarse los americanos, a mediados de agosto de 1944, se fueron los alemanes y con ellos esos pobres reclutas de la Wehrmacht que no tuvieron coraje para desertar.
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[1] El Westwall o Muro del Oeste, también llamado Línea Sigfrido por los Aliados era una serie de fortificaciones a lo largo de la frontera occidental cuyo propósito era defender el territorio de la Alemania nazi.
[2] La Organización Todt estaba dedicada a la ingeniería y construcción de infraestructuras civiles y militares, entre ellas el Westwall y la red de autopistas alemanas. Esta organización fue responsable de la esclavitud de más de un millón y medio de personas, principalmente prisioneros de guerra, judíos deportados de Alemania y de los países ocupados y desertores. Su fundador fue Fritz Todt, ingeniero nazi y uno de los personajes más poderosos del régimen.
[3] Un decreto de 12 de abril de 1939 del gobierno Daladier, estableció que los extranjeros refugiados o apátridas quedaban obligados a prestar sus servicios a las autoridades francesas. A los españoles se les ofrecieron cuatro opciones: ser contratados a título individual por patronos agrícolas o industriales, integrarse en Compañías de Trabajadores Extranjeros, alistarse en la Legión Extranjera o en los Batallones de Marcha de Voluntarios Extranjeros, unidades militares con mandos franceses, contratados por el tiempo que durase la guerra. Unos 50.000 españoles fueron adscritos a las Compañías de Trabajadores, de los cuales alrededor de 12.000 fueron enviados a la línea Maginot y al “Primer Frente” y unos 30.000 a la zona comprendida entre la línea Maginot y el Loira.
El narrador llega a un castillo en Marsalés del Conde de Bony y trabaja en los establos, donde conoce a Régine, una criada polaca. Describe la vida en el castillo, incluyendo la crueldad en la cría de animales y las historias de los habitantes. También relata dos episodios significativos: su participación en un servicio religioso suizo y una visita a amigos franceses enseñantes en Jalletat durante la ocupación alemana.
Ya era de noche cuando llegué a Marsalés. El castillo se erigía gris y solitario en un paisaje plano. La familia de Bony y la servidumbre estaban en la cocina, listos para retirarse. Me prepararon algo para comer, me presentaron al patrón, a la condesa, a las tres hijas, a las criadas y al capataz, Luís Requena, un refugiado republicano español con quien simpatice enseguida.
Por la mañana empecé el trabajo limpiando de estiércol los establos, cargándolo en su depósito. Régine, la criada polaca, me llevó al establo. Había unas veinte vacas, unos terneros, un buey y Yolanthe, la vieja yegua, tan quebrantada que decidí bautizarla La Moribonde y darle todo mi afecto.
Régine me explicó la cruel ley de ese mundo de cría de animales donde lo único que cuenta es el beneficio. Me presentó a cada una de las bestias con sus características, incluso a La Ruzzo, una torre de animal con cuernos anchos y afilados que me miró con desconfianza. Tuve que salir a arar con ese salvaje montón de carne acoplado bajo el yugo con la suave Raimonde. Fue una salida desastrosa al faltar la mano segura a la que estaban acostumbrados. Las vacas tiraban para donde les parecía, yo me enfadé y les pegué con el bastón y ellas empezaron a correr arrastrando el arado hasta que Régine se compadeció y calmó a los excitados animales con unas tranquilas voces.
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Régine se casó con un peón polaco, a las pocas semanas vino a visitarnos y nos dijo que “tout va très bien, il m’ha donné la première bastonnade” (todo va muy bien, me ha dado la primera paliza). Su compañera, la pretenciosa Lucienne, quedó embarazada de un argelino que no dejó otra huella en Marsalés; Lucienne desapareció de la escena.
El patrón, M’sieur, un anciano minúsculo y seco, se jactaba de sus ochenta y cuatro años, solía decir: “J’ai l’âge du Marechal” (tengo la misma edad que el Mariscal) refiriéndose a Pétain, jefe del estado por la gracia de Adolf Hitler. Para no correr riegos, su hijo, abogado en París, era partidario de De Gaulle. Los domingos solía ir a misa en el viejo carruaje, sentado al pescante y tocando de vez en cuando al animal con el látigo. Uno de esos domingos, La Moribonde, cansada de tanto trote se tumbó en plena plaza mayor mientras M’sieur estaba en misa y tuvieron que llamarnos para levantar al pobre animal ante las risas de todo el pueblo. Me confiaron a La Moribonde en sus últimos días y M’sieur me autorizó a mezclar una botella de ron con su avena, así se fue tranquila al cielo ecuestre.
Hay dos episodios de mi estancia en el castillo que merecen ser contados.
Los domingos la familia solía ir a misa a la catedral vecina y me dispensaron de acompañarles al ser protestante, proponiéndome participar en el servicio de una familia suiza que vivía en una granja a cinco o seis kilómetros de distancia. Me prestaron una bicicleta y los suizos me acogieron gustosamente, sentándome a la mesa familiar donde se charlaba de todo un poco. A mi lado se sentaba un simpático señor que contó la historia de un sacerdote alemán que estaba en un campo de concentración por haberse opuesto al régimen nacionalsocialista; un día la Gestapo le propuso liberarle a condición de jurar lealtad al régimen a lo que el cura se negó, volviendo a su cautiverio. La escena volvió a repetirse y el hombre volvió a declarar que sólo debía lealtad a Dios. Pagó su convicción con la vida. El hombre acabó la narración rezando un padrenuestro. Así se desarrolló el servicio religioso en la Francia ocupada en 1942.
El otro episodio trata de una visita que me facilitaron que hiciese a los amigos franceses enseñantes en Jalletat, en verano de 1942.
Durante la guerra de España unas chicas francesas habían apadrinado a unos miembros de las Brigadas Internacionales; mi madrina de guerra era de Luneville, en Alsacia, iniciando una correspondencia rudimentaria por desconocimiento del idioma. Al comienzo de la ocupación alemana Madeleine se fue al maquis, viviendo escondida, y encargó que mantuviesen el contacto a una pareja de enseñantes en una escuela primaria rural de la Creuse, en la Francia central,.
En casa Tixier me acogieron con todo cariño. Pasamos unos días en un ambiente confiado, visitamos a los parientes, unos campesinos amables y muy conscientes. Los Tixier habían invitado a una amiga también enseñante con la que manteníamos discusiones sobre la desesperada situación política y el papel que nosotros jugábamos en ella.
Lily y yo nos sentábamos ante la chimenea encendida, ambos deseosos de cariño en un presente cruel y repugnante. Lily tenía un carácter introvertido y estaba dispuesta a sacrificarse pero no era luchadora; de nuestro vínculo no surgió actividad combativa de ningún tipo.
El narrador explica las relaciones de amistad y amor, la noticia de la muerte de su hermano en el campo de concentración (1942), y Alemania que invade la URSS de Stalin. Pasa 62 días en un centro de detención, y al ser liberado trabajará en los Pirineos y marchará a un castillo feudal.
Al mismo tiempo que sucedía el romance entre Ilse y Álvaro yo mantenía una inocente amistad con una muchacha alemana del campo. Era medio judía y hubiese podido evitar la deportación pero no quiso dejar sola a su madre judía. Por aquel entonces salía de vez en cuando del campo pasando descaradamente ante los guardias como si estuviese autorizado a hacerlo.
Relaciones Amor Y Amistad Entre Hombres Y Mujeres. Generado por IA.
Gracias al contrabando de habichuelas había reunido una modesta cantidad de dinero que me permitió invitar a esa chica a una breve salida fuera del campo. Fuimos donde el campesino que me vendía las habichuelas que nos ofreció un vaso de leche y un pedazo de pan, manjar de dioses en aquellos tiempos, y paseamos por el bosque como dos niños de un cuento de Grimm, olvidando guerra y miseria, y regresamos al campo.
Al acabar la guerra Selma se casó con un brigadista austríaco, vivían en Viena y tuvieron dos hijos, siendo una madre ejemplar. En los años cincuenta la vi un par o tres de veces en Viena y me contó cómo había sido aquella singular salida en otoño de 1941, recordando aquel día como el más feliz de aquella época. Teníamos pensado reunirnos para rememorar la común aventura pero murió antes de poder hacerlo, siendo llorada por su familia.
Al volver al campo fui descubierto con mi contrabando y recluido en el campo penal, un recinto sin cama donde se comía media lata de sardinas al día. Saliendo del penal escapé del campo con la vaga intención de cruzar España y refugiarme en Portugal. Un amigo vasco me escribió una carta indicándome que su hermana podía ayudarme a pasar la frontera por San Sebastián. Crucé los campos, evitando las carreteras por miedo a los gendarmes. Así se cerraba el capítulo de los campos pero el siguiente no sería nada mejor.
Descubierto con contrabando y recluido. Generada por IA.
Había pasado el fatídico año 1940, empezaba 1941 pero las perspectivas tampoco eran mejores.
La desgracia se había abatido sobre la infeliz Francia y no eran pocos los que decían “Heureusement on a eu le Maréchal”. El viejo zorro de Verdún no había ahorrado a su pueblo las humillaciones tramadas por los generales del Reich y junto a Pierre Laval tuvo que pagarlas con su vida al llegar la Liberación.
La Alemania NaziI nvade URSS de Stalin. Generada por IA
Mientras los ejércitos alemanes marchaban sobre Moscú y se acercaba el invierno, yo caminaba con mis chanclos por los pueblos del Bearn hacia la cercana ciudad de Oleron, con intención de cruzar la frontera por los senderos de los Pirineos, cruzar el País Vasco español y buscar refugio en Portugal.
Este intento fracasó a causa de la vigilancia que había en la frontera. Encontré trabajo en una empresa carbonera que operaba en los Pirineos talando árboles para producir carbón vegetal. Guiado por una joven campesina subí con mucho esfuerzo el empinado camino hacia el chantier. Me emparejaron con un muchacho andaluz que conocía el oficio de leñador tanto como yo. Al finalizar la primera semana declaramos cinco estéreos[1] al controlador, sabiendo que pronto descubrirían la trampa pero conscientes de que no podíamos vivir con los dos estéreos que habíamos conseguido.
El correo se distribuía durante la pausa de descanso y en una de ellas me entregaron una carta de mi padre en la que me comunicaba que mi hermano Wolfgang había muerto en el campo de concentración de Gross Rosen el día 11 de marzo de 1942. Por un instante se me paró el corazón. Mi apuesto hermano, el guía de mi infancia, había desaparecido. No había cumplido treinta años, era fuerte y estaba sano, había superado mil calamidades… ¿cómo era posible que hubiese muerto? Se desvanecían los sueños de forjarnos un porvenir común acabada la guerra.
Revisando los documentos que había dejado en Bruselas nuestra madre al ser deportada, encontré la carta que había recibido del campo de Gross Rosen comunicándole que Wolfgang Israel Hoffmann había muerto el 11 de marzo de 1942 “a pesar de los esfuerzos médicos, por insuficiencia del corazón”.
¡Pobre mujer! Empezó su vida feliz, se casó con su guapo esposo al que amaba y que le escribió las cartas de amor más cariñosas desde su cautiverio italiano, nació su hermoso hijo, su marido se convirtió en un estimado abogado, incluso podía permitirse el lujo de tener criada; todo iba bien hasta que mi hermano se fue de casa con diecisiete años a vagar por el mundo. Pocos años después me llegó a mí el turno de abandonar el hogar y tras la ocupación nazi le tocó el exilio y el terrible golpe de la muerte de su hijo mayor. Existe el borrador de una carta de mi madre a la dirección del campo de Gross Rosen. Nunca he tenido el valor de leerla.
Deja Carbonera Y Va Con Maestros A Creuze. Generada por IA
Decidí abandonar el trabajo en los Pirineos; recogí los pocos trastos que poseía y resolví ir a ver a la pareja de enseñantes que había conocido por las cartas de solidaridad que recibíamos en Gurs. Los Tixier dirigían la escuela rural de un caserío en la Creuze. No tenía ni idea de dónde se encontraba ese “Jalletat” ni disponía de mapa alguno; la única referencia era la dirección indicada en la carta que decía “poste Guéret” así que saqué billete para Guéret, la capital del departamento pero en la estación Le Grand Bourg el letrero ya indicaba que estábamos en el departamento de la Creuze, así que bajé del tren.
A los gendarmes les pareció sospechoso un joven con una indumentaria poco habitual y con un bulto envuelto en una manta y me solicitaron la documentación. Al no disponer de ella me llevaron a su puesto pero no sabían qué hacer con ese tipo extraño que no tenía intenciones peligrosas. Tras consultar con sus superiores, acordaron aplazar la decisión hasta el día siguiente. Pasé la noche en casa de una anciana que estuvo dispuesta a hospedarme cuando le prometí que no me escaparía. La señora, desconociendo qué delito podía haber cometido, me preparó algo de cena y me alojó en la cama de su difunto padre. Por la mañana los gendarmes me recogieron y me llevaron al centro de detención de extranjeros indocumentados más próximo, que era el de Brive la Gaillarde.
Indocumentado Y A Gendarmeria 2 Meses. Generada por IA
Allí pasé los sesenta y dos días más miserables de toda mi estancia en esa Francia tan poco hospitalaria. No es que se maltratase a los cautivos pero nos tenían en tal estado de hambre y descuido que minaba nuestro ánimo. Los guardianes, ex oficiales de la legión extranjera, robaban nuestras raciones y nos alimentaban con poco más que algunos trozos de rábanos hervidos.
Una noche, los guardianes borrachos abrieron las celdas mostrando las tristes figuras de los hambrientos y míseros cautivos a las chicas que les acompañaban, divirtiéndolas con tan triste espectáculo.
Liberado A Castillo Feudal. Generada por IA
Salí de Brive para trabajar en un castillo feudal. El conde de Bony me cambió por una gallina y un trozo de queso.
[1] Estéreo. Unidad que estima el peso de la madera, aproximadamente 0’66 m³, usada en la actividad forestal.
El autor narra la derrota de Francia ante la Alemania nazi, y como queda la situación en los campos de concentración (Gurs, Argelés y Saint Cyprien) y la de su família tras un encuentro amargo con su hermano y su padre.
En junio, los alemanes estaban a punto de ocupar la franja de la costa francesa próxima a la frontera española y el mando francés del campo de Gurs resolvió trasladarnos ante la inminente amenaza de caer en manos de la Wehrmacht. Se nos embarcó en un tren, esta vez en vagones de ganado, y llegamos a Toulouse durante la desbandada del ejército francés. De repente desaparecieron los guardias y centenares de “rojos peligrosos” quedamos en libertad. Paseamos por la ciudad gastando los cinco francos de la caja común que nos habían repartido al salir del campo, comprando pan que, ante nuestra sorpresa, se vendía libremente en las panaderías (en Gurs nos habían reducido la ración de pan aduciendo que en Francia escaseaba).
Entrada de los Nazis en París
Una avalancha de fugitivos llenaba las plazas de la ciudad, una imagen que nos resultaba familiar. Durante “nuestra guerra” ¿cuantas veces nos habíamos cruzado con las tristes caravanas de familias en busca de un rincón de paz, huyendo de la guerra que les había alcanzado?
Para nosotros no era conveniente aprovechar la oportunidad para escapar; desconociendo el idioma, sin recursos y con una indumentaria deficiente, era preferible permanecer juntos. Una delegación fue a investigar si aún existía alguna autoridad y, al fin, llegó la Garde Mobile y el tren prosiguió hasta el viejo campo de Argelés, en la costa mediterránea, donde tuvimos que vivir en los barracones abandonados por los refugiados españoles en 1939.
Decadencia de los Campos de concentración franceses tras las invasión alemana
Volvió a instaurarse la monótona vida de reclusos, la escasa alimentación, los piojos y las pulgas, aunque ahora estábamos frente a la playa y podíamos tomar un baño cuando quisiéramos.
Un día de aquel verano un compañero me avisó de que mi hermano me estaba buscando. No se burlaba de mí, allí estaba mi hermano, alto, fuerte y confiado como siempre. Le habían detenido junto a mi padre durante la invasión alemana y se encontraban en el campo de Saint Cyprien, a pocos kilómetros de Argeles. Wolfgang fue en mi busca al tener noticias de la presencia de refugiados internacionales en el campo vecino.
Era un singular encuentro y creímos que el mando francés nos permitiría salir juntos del campo. Nos indicaron que la comandancia estaba en un edificio fuera de la entrada. El comandante no accedió a nuestra demanda y proseguimos hasta Argelés. Al ver a dos jóvenes fuertes una señora nos ofreció que nos ocupáramos de su granja. Aceptamos y convenimos en empezar dos días después ya que mi hermano debía despedirse de nuestro padre que iba a permanecer solo en el campo y yo quería despedirme de mis compañeros.
Dos días después salí del campo de Argelés y me dirigí al lugar convenido para el encuentro, donde esperé a mi hermano en vano ¿Qué hacer? Resolví ir al campo de Saint Cyprien donde esperaba encontrarle con mi padre.
Al llegar, los guardias me apresaron y me metieron en el recinto penal. En la marcha campo a través, evitando carreteras y caminos controlados por los gendarmes, había perdido las pocas cosas que me había llevado de Argelés, incluidos el plato y la cuchara, elementos esenciales en un mundo en el que se dependía de la alimentación accidental. Desde los tiempos de las largas caravanas de refugiados huidos de España, Saint Cyprien había pasado de ser una masa de partidarios de la República vencidos por un enemigo común a un conjunto de desterrados dispuestos a salvarse a cualquier costa. En aquel triste recinto las noches eran un aquelarre, tuve que defenderme de un maricón argelino que me atacaba por la derecha y de las agresivas ratas que lo hacían por la izquierda.
Ficha de la Gestapo de Viena de Woolfgang Hoffmann (1912-1942). Foto del archivo DÖW.
A los pocos días pude salir al campo normal donde encontré a mi padre tirado sobre el colchón en un barracón, miserable y desesperado. Wolfgang se había despedido de él al llegar una comisión alemana que ofrecía ayuda a quienes estuviesen dispuestos a volver a su domicilio. Esperando reunirse con su mujer, su hijo y su madre en Bruselas, se apuntó y fue llevado, junto a otros trescientos repatriados, a Burdeos donde la Gestapo les investigó, apresando a tres de ellos que estaban en su lista de sospechosos. Acabó siendo víctima de su compromiso antifascista pereciendo a los pocos meses en el campo nazi de Gross Rosen[1].
Teniente Heinrich Hoffmann en la IGM (Generda por IA)
Intenté levantar la moral de nuestro padre que, a los cincuenta y siete años, era un viejo desamparado que no podía conformarse con su desolación. Aficionado a la música, amante de la literatura, de finos modales, se vio arrojado a la más triste miseria. Francamente yo no estaba dispuesto a sostener su ánimo y confieso haber fallado en mi deber filial.
[1]Gross Rosen fue un campo de concentración nazi situado en Rogoznica, una localidad de la parte occidental de Polonia. Fue construido en agosto de 1941 como subcampo de Sachsenhausen pero el 1 de mayo de 1941 se convirtió en campo independiente albergando un gran número de trabajadores esclavos en las factorías bélicas del sector. Gross Rosen poseía una empresa que explotaba una cantera. La muerte de los reclusos se producía principalmente por agotamiento en el trabajo y por ejecuciones. Era también un centro de entrenamiento para las 541 mujeres SS que allí aprendían cómo tratar a los reos para ser destinadas más tarde a otros campos. Fue evacuado el 13 de febrero de 1945.
El autor describe la inminencia de la Segunda Guerra Mundial y su impacto en la población, especialmente en los internos del campo de Gurs. Relata las difíciles condiciones de vida en el campo, la invasión de Polonia y Finlandia, y la “drôle de guerre”. También menciona su labor de alfabetización y la construcción de un monumento a Buenaventura Durruti.
Nadie dudaba de que la guerra fuera inminente, pero cuando las divisiones alemanas invadieron Polonia en 1 de septiembre de 1939 y Francia e Inglaterra declararon la guerra al Reich fue como un porrazo que caía sobre la gente. Sólo hacía veintiún años del fin de la Primera Guerra Mundial y por su edad muchos de los supervivientes podían volver a ser llamados a filas. Las novelas de Erick Maria Remark en Alemania y de Henri Barbusse en Francia sembraron el miedo a la guerra en todo el mundo. Hasta el último momento se anhelaba el milagro de que pudiese evitarse. No hubo las manifestaciones de júbilo tan frecuentes en 1914 pero tampoco hubo protestas. La consciencia parecía paralizada.
Imagen del capítulo generada por IA
En Gurs aún desconocíamos las consecuencias que esto iba a tener. No sentíamos simpatía alguna por el régimen semi fascista del mariscal Pilsudski[1] y tampoco podíamos imaginar que cuando las tropas soviéticas invadieran Polonia fuesen a deportar a miles de funcionarios comunistas. Según nos dijeron, los países bálticos eran territorios arrancados a la fuerza que habían pertenecido a Rusia históricamente.
En noviembre el ejército soviético atacó Finlandia comenzando una tenaz resistencia de ese pequeño país de poco más de dos millones de habitantes que duró todo el invierno y sólo acabó en marzo de 1940 con un armisticio cediendo una franja de territorio a la Unión Soviética.
Por primera vez osé expresar mis dudas sobre el curso de la guerra entre países tan dispares en una reunión del partido. Mi intervención fue tímida ya que no tenía coraje para arriesgarme a ser aislado de la mayoría. Sin embargo la mancha por haber dudado no desapareció, sin que los compañeros fuesen conscientes de donde procedía.
Se declaró la guerra pero tras la ocupación de Polonia y los países bálticos coordinada entre Alemania y la Unión Soviética, con el fin de la guerra en Finlandia Europa languidecía en un extraño aquelarre, la “drôle de guerre”[2], con los ejércitos acechándose desde sus líneas fortificadas: la línea Maginot y el Westwall, durante meses de angustiosa espera.
La invasión de Polonia y Finlandia al inicio de la II Guerra Mundial
En Gurs empezó un lluvioso invierno desmoralizador, el suelo convertido en un barrizal donde se nos atascaban los gastados zapatos; los días se acortaban anocheciendo a las cinco y nos acosaban las largas horas de ocio forzoso y de hambre a causa de la deficiente alimentación.
Se distribuyeron velas entre unos pocos miembros del partido para que pudiesen leer los pocos informes que nos llegaban. Mi vecino de barracón era uno de esos afortunados beneficiarios pero escondía su vela colocando un trapo entre su cama y la mía de forma que yo quedaba en la oscuridad. Este B. era un fiel miembro del partido pero sus cualidades humanas dejaban mucho que desear.
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Yo daba clases de alfabetización a jóvenes españoles ya que muchos procedían de regiones atrasadas sin acceso a la escuela. Uno de ellos me preguntó de dónde venía y se sorprendió al responderle que era de “Viena” porque él también era de “Villena”. Como siempre me ocurrió en el exilio, las relaciones con los españoles eran de mutua camaradería.
Un compañero austríaco, Pixner[3], era un escultor dotado y erigió un monumento a Buenaventura Durruti hecho con el barro del campo; alguien nos fotografió ante dicho monumento, dos brigadistas y un discípulo analfabeto mío. Pixner fue a Inglaterra y se casó con una inglesa; setenta años después encontré a su viuda y a su hija en Barcelona ante un monumento a los brigadistas en el Fossar de la Pedrera.
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Este primer invierno en el exilio francés pasó sin afectarme la moral aunque no pude acostumbrarme a la insuficiente alimentación. Una vez recibí un paquete de un tío de Inglaterra pero ¡qué decepción! al abrirlo sólo contenía jabón, pasta de dientes y otros artículos de higiene.
El 10 de mayo de 1940 acabó la extraña drôle de guerre. El ejército alemán invadió Holanda y Bélgica, aplastó la débil resistencia francesa y la de sus aliados ingleses y siguió avanzando hasta tomar París.
En junio, los generales franceses firmaron el armisticio en Compiegne, en el mismo vagón donde, veintidós años antes, sus colegas alemanes habían firmado la derrota del ejército del Káiser.
[1]Jósef Pilsucki (Zúlov, 1867- Varsovia, 1935). Primer Jefe de Estado (1918-1922) y dictador (1926-1935) de la Segunda República Polaca. Considerado el principal responsable de que Polonia consiguiera la independencia en 1918. En 1930 se genera una oposición política que le exige dejar el poder. En respuesta, Pilsudski comienza una represión que se agrava en los años siguientes; los últimos años de su régimen al terror policial se añade la brutal represión militar del nacionalismo ucraniano de 1930. A pesar de ello, la figura de Pilsudski es vista actualmente como una de las más destacadas de la historia de Polonia en donde se le considera uno de los grandes héroes de la nación.
[2] La drôle de guerre o guerra de broma es una expresión francesa referida al periodo de la Segunda Guerra Mundial que comenzó con la declaración de guerra que Francia e Inglaterra dirigieron a Alemania el 3 de septiembre de 1939 y acabó con la invasión alemana de Francia, Bélgica, los Países Bajos y Luxemburgo el 10 de mayo de 1940. En este intervalo de tiempo las tropas francesas y británicas apenas se movilizaron y no participaron en ningún acto bélico contra los alemanes a pesar de que ambos países estaban obligados a asistir militarmente a Polonia. Desde septiembre de 1939 hasta mayo de 1940, los principales actos bélicos del tercer Reich ocurrieron en batallas navales en el Atlántico. Incluso la Guerra de Invierno entre Finlandia y la URSS (diciembre 1939-marzo 1940) transcurrió sin que Francia o Inglaterra lanzaran ataque alguno contra Alemania. Sólo el ataque alemán del 10 de mayo de 1940 acabó con la guerra de broma. La expresión drôle de guerre fue utilizada por primera vez por el periodista francés Roland Dorgelès.
[3]Franz Pixner. (Ried im Innkreis, 1912- Viena, 1998). Marxista austríaco, combatiente en las Brigadas Internacionales, escultor y pintor. Miembro de las Juventudes Socialistas y del Partido Comunista Austríaco, encarcelado por su participación en el Socorro Rojo, en 1937 fue a España para luchar contra Franco siendo herido de gravedad. En 1939 fue internado en el campo de reclusión de Gurs en Francia. Al ser liberado se instaló en Londres donde permaneció hasta el fin de la Segunda Guerra Mundial. Casado con la hermana del premio Nobel de química Walter Kohn, vivió en Viena hasta su muerte trabajando como artista independiente.
El autor revisa sus encierros en Viena, Checoslovaquia y Cataluña. Describe las duras condiciones en el campo de Saint Cyprien y tras la derrota republicana el traslado a Gurs.
Lo que más recuerdo de aquellos años es el hambre permanente que padecí. Empezó en la prisión de Viena, siguió en la emigración en Checoeslovaquia, luego en el pueblo del alto Ter catalán y continuó en los campos de Francia. No cesó al regresar a Austria en 1945 y tuve que esperar hasta 1948 para no sufrirla más. Pero el hambre no era el único mal que nos acechó en Saint Cyprien: para hacer nuestras necesidades se habían clavado dos estacas en la arena y uno debía sentarse en una viga transversal a riesgo de que, con el viento, el papel le diese en su propia cara. Otros males eran las pulgas y los piojos que nos perseguían. Así hasta abril, con vientos que levantaban olas de dos metros.
Para protegerse del viento, la arena y el frío, los refugiados extienden mantas sobre las ramasPor estos campos debieron de pasar más de 6.000 Internacionales
A mediados de marzo nos enteramos de la desbandada de Madrid tras el golpe de Casado; las tropas de Franco entraron en Madrid con el ejército de la República desarticulado por la traición de sus jefes, lanzándose a masacrar a los funcionarios republicanos en base a las listas que les habían facilitado los entreguistas con la vana esperanza de salvarse. Casado huyó a Londres, Miaja a Méjico, Mera logró esconderse. Sólo Besteiro se entregó a los vencedores.
El primero de abril de 1939 Franco emitió el último parte de guerra. Tras dos años, ocho meses y doce días terminaba la guerra y se iniciaba un régimen de terror que duraría treinta y seis años.
Marcha Derrota RepublicanaEvacuación De Madrid. Anciana en Atocha Con Niño Herido
Fuimos conscientes de que era una derrota personal para cada uno de nosotros, sin medios para reaccionar y con todas las esperanzas frustradas. El 30 de abril, en un largo viaje en tren, fuimos trasladados a un campo abierto recientemente al otro lado de los Pirineos: Gurs.
ANEXO: El campo de concentración de Saint-Cyprien (1939-1941)
Campamentos de Concentración: El artículo se centra en el campamento de Saint-Cyprien, uno de los varios campamentos improvisados en 1939 durante la “Retirada” de los refugiados españoles tras la Guerra Civil Española. Describe las condiciones difíciles y las epidemias que sufrieron los internados.
Condiciones Sanitarias: Se menciona la falta de agua potable y las epidemias de fiebre tifoidea y difteria debido a la contaminación del agua.
Estructura del Campamento: El campamento estaba compuesto por 649 edificios de madera y metal, sin comodidades básicas como calefacción o electricidad, y albergaba hasta 60 personas por barraca.
Historia y Ocupación: Inicialmente ocupado por refugiados españoles, el campamento también albergó a judíos expulsados de Bélgica en 1940, muchos de los cuales fueron posteriormente enviados a campos de exterminio nazis.
El autor narra su viaje al exilio, que lo llevó a Francia, lleno de dificultades y peligros. Recibe la noticia de la rendición de Madrid en Abril del 1939.
Del reconocido compositor Julio Cueva[1], uno de los compañeros cubanos, son las inolvidables estrofas de la canción que cantábamos en el campo de Gurs, cuando tuvimos que compartir cautiverio con los cubanos:
Llegados a la frontera sucedió lo que dice la canción; nos esperaban los Garde Mobiles franceses, pegándonos, chillándonos y maldiciéndonos. Entregamos nuestras armas y nos dispusimos a ir al campo de Saint Cyprien, en la arena de la playa, empezando la vida de refugiados.
Un reducido grupo de internacionales nos encontrábamos en la frontera de La Junquera, en el lado español, dejando atrás la derrota, con las ilusiones zozobradas; formamos por última vez ante Luigi Gallo, el comisario de las Brigadas, para escuchar su arenga de despedida. Lo que nos anunció no era nada alentador; habló de los campos, las penas y las fatigas que padeceríamos, exhortándonos a no ceder ya que, al final, el triunfo seria nuestro ¡Venceremos!
Pasé la frontera, deposité el fusil sobre el montón de armas ya depuestas y me situé en la fila de mi grupo, siempre bajo los gritos de la Guardia Móvil, que nos trataba a golpes y patadas acompañándose de sus rudas voces gritando: “¡Allez, allez, reculez!” y otras órdenes que no comprendíamos.
Seguimos por la carretera y entramos en la ciudad francesa de Cérbère, ya al anochecer, iluminada por miles de luces, con las tiendas llenas de frutas y alimentos ¡Un país en paz!
Al carecer de dinero tuvimos que pasar sin comprar nada ¡con las ganas que teníamos de gozar de las delicias expuestas! Empujados por los guardias seguimos caminando por la carretera costera hasta llegar a una alambrada de púas de más de un kilómetro de longitud y entramos en el campo estrechamente vigilados por soldados negros y spahis marroquíes[3]. Ya era casi de noche y nos vimos encerrados en un vasto arenal sin vislumbrar edificio alguno donde ir.
Los pocos kilómetros de carretera entre Cérbère y los campos de Saint Cyprien y Argelés hoy se recorren en pocos minutos pero en febrero de 1939 suponían una larga y penosa marcha hacia un mundo desconocido y hostil para los centenares de miles de fugitivos. Mientras los campesinos de los pueblos por donde pasábamos nos mostraban simpatía, los militares y guardias manifestaban abiertamente su desprecio. La prensa había descrito detalladamente las atrocidades cometidas por los republicanos, difundiendo las violaciones de monjas y los asesinatos de curas, esperando advertir a los católicos de lo peligrosos que éramos.
Se ignoran las cifras exactas de los que entraron en esos campos pero podemos hablar de unos doscientos mil entre ambos. Con las manos excavamos un hueco en la arena, tendimos una manta sobre el mismo para protegernos del viento helado e intentamos dormir. Al despertar nos dimos cuenta de lo apocalíptico de nuestra existencia: algunos habían traído ciertos alimentos cogidos en el caos de la retirada y disponíamos de un coche cocina para preparar el improvisado rancho pero al servirlo en el plato el viento lo cubrió con una fina capa de arena volviéndolo incomible. No había agua y cuando, dos días después, se abrieron pozos, el agua resultó infecta causando diarrea y tifus; las letrinas consistían en vigas clavadas en la arena a lo largo de la playa pero las borrascas primaverales revolvieron las aguas fecales. Así nació el grito “¡A la playa!”.
Pasados los primeros cuatro días ya se nos distribuía una barra de pan para veinticuatro personas y nos organizamos lo mejor que pudimos; los que eran del ejército republicano estaban acostumbrados a vivir en colectivos compartiendo lo que tenían.
En el centro del campo había una ambulancia del ejército republicano traída en la retirada. Me presenté allí afectado por diarrea y, junto a otros enfermos, fui llevado a un hospital de Perpiñán. Los médicos enseñaron sus estetoscopios a los guardias para poder salir. Llegados a Perpiñán los médicos nos abandonaron, aprovechando para escapar y los enfermos fuimos con el chófer al Ancien Hôpital Militaire, un edificio sombrío. Al bajar de la ambulancia un oficial francés nos mandó ponernos firmes y tuve que sostener a los dos enfermos más graves, ya que no podían hacerlo solos, hasta que se nos permitió entrar en el edifico donde nos echaron un poco de paja sobre el frío piso de piedra. Nada de médicos ni de medicamentos. Me repuse rápidamente y salí por una ventanilla del sótano topando con el almacén de una organización sueca de ayuda que intentaba en vano entrar material médico al hospital. Con otro compañero llenamos un saco de material y entramos por la misma ventanilla para distribuirlo entre los enfermos.
Al poco tiempo me trasladaron a un barco hospital en Port Vendres en el que los enfermos estaban ubicados en las bodegas siendo pobremente atendidos por médicos franceses. Al despertar una mañana encontré una manzana en mi almohada, otro día un pedazo de pan, descubriendo a una chica rubia que lo había dejado allí discretamente. Me dijo que era de Alsacia y se había enterado de que yo era de Viena, una ciudad que ella adoraba.
Poco después tuve que volver al campo donde, mientras tanto, mis compañeros habían erigido unas rudimentarias barracas que protegían un poco de los huracanes.
Mientras estaba ausente, el 13 de febrero habían conmemorado el quinto aniversario del levantamiento obrero en Austria contra el régimen fascista de Dollfuss, vivamente recordado por muchos brigadistas que tuvieron que huir de su persecución, resueltos a continuar la lucha, marchando a España como voluntarios.
Pasaron dos meses y a finales de marzo nos llegaron las noticias de la revuelta de la junta de Segismundo Casado contra el gobierno de Negrín y, el primero de abril de 1939, el triste final, la rendición de Madrid.
[1]Julio Cueva (Trinidad, Cuba, 1987-La Habana, Cuba, 1975) fue un trompetista, compositor y director de orquesta cubano y está considerado una figura importante en la música cubana de los años treinta y cuarenta. Se encontraba en Madrid cuando comenzó la Guerra Civil española y se adhirió a la República. Fue director de la banda de la 46 División (la división de El Campesino). Con la derrota de los republicanos fue detenido y encarcelado en el campo de concentración de Argelés.
[2]Alé Alé Reculé. Guaracha, letra y música de Julio Cueva. Estrenada en el campo de concentración de Argelés Sur Mer en abril de 1939.
[3] El 1r Regimiento de Spahis Marroquíes era una unidad perteneciente a la Armada de África que dependía del ejército francés.
El autor describe la desorganización y el caos en el territorio republicano a finales de enero y principios de febrero de 1939, la huida hacia la frontera francesa, la separación de compañeros y algún episodio de deserción y fusilamiento. Finalmente, relata su llegada a la frontera y los campos de Francia.
A finales de enero desapareció el orden que aún quedaba en territorio republicano y a principio de febrero la desbandada hacia la frontera francesa era incontenible. Todavía nos movíamos en formación entre los fugitivos cargados con sus bártulos aunque ya faltaba uno u otro compañero y, con bastante recelo, nos preguntábamos cuál sería nuestro papel de héroes de última hora y para qué serviría este sacrificio.
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El 3 o el 4 de febrero, los efectivos de lo que se había denominado brigada ya se habían repartido en pequeños grupos y me encontraba caminando en dirección a Valls[1] junto a un compatriota. Nos separamos en un cruce ya que él creía que llegaríamos antes a la frontera si íbamos por la derecha y yo pensaba que era por la izquierda. El pobre acabó entre un grupo de austríacos que debían ser fusilados por deserción por orden de André Marty. Amenazados de morir ante las puertas de la salvación, escaparon gracias a la intervención de unos valientes oficiales. Nunca se esclareció el verdadero motivo de tan dramático episodio, dando lugar a un sinfín de disputas.
Mientras, caminando tranquilamente rumbo a Portbou, llegué a la frontera donde encontré a algunos de mis compañeros que habían tomado la misma ruta. Para nuestra sorpresa, Luigi Gallo, el comisario de las Brigadas Internacionales, nos colmó de elogios por “nuestra valentía”. No podíamos comprender esta confusión hasta que, ya en los campos de Francia, nos contaron lo de André Marty y su consejo de guerra.
[1] Valls, cerca de Tarragona, está a más de 200 km de la frontera por lo que no es probable que el autor se refiera a esta ciudad. En cambio, cerca de la carretera de Figueres a La Jonquera hay dos pueblos denominados La Vall, que distan unos 50 km de Portbou. És más probable que se refiera a estas localidades.