El autor describe la desorganización y el caos en el territorio republicano a finales de enero y principios de febrero de 1939, la huida hacia la frontera francesa, la separación de compañeros y algún episodio de deserción y fusilamiento. Finalmente, relata su llegada a la frontera y los campos de Francia.
A finales de enero desapareció el orden que aún quedaba en territorio republicano y a principio de febrero la desbandada hacia la frontera francesa era incontenible. Todavía nos movíamos en formación entre los fugitivos cargados con sus bártulos aunque ya faltaba uno u otro compañero y, con bastante recelo, nos preguntábamos cuál sería nuestro papel de héroes de última hora y para qué serviría este sacrificio.
El 3 o el 4 de febrero, los efectivos de lo que se había denominado brigada ya se habían repartido en pequeños grupos y me encontraba caminando en dirección a Valls[1] junto a un compatriota. Nos separamos en un cruce ya que él creía que llegaríamos antes a la frontera si íbamos por la derecha y yo pensaba que era por la izquierda. El pobre acabó entre un grupo de austríacos que debían ser fusilados por deserción por orden de André Marty. Amenazados de morir ante las puertas de la salvación, escaparon gracias a la intervención de unos valientes oficiales. Nunca se esclareció el verdadero motivo de tan dramático episodio, dando lugar a un sinfín de disputas.
Mientras, caminando tranquilamente rumbo a Portbou, llegué a la frontera donde encontré a algunos de mis compañeros que habían tomado la misma ruta. Para nuestra sorpresa, Luigi Gallo, el comisario de las Brigadas Internacionales, nos colmó de elogios por “nuestra valentía”. No podíamos comprender esta confusión hasta que, ya en los campos de Francia, nos contaron lo de André Marty y su consejo de guerra.
[1] Valls, cerca de Tarragona, está a más de 200 km de la frontera por lo que no es probable que el autor se refiera a esta ciudad. En cambio, cerca de la carretera de Figueres a La Jonquera hay dos pueblos denominados La Vall, que distan unos 50 km de Portbou. És más probable que se refiera a estas localidades.
En diciembre de 1938 el fascismo avanzaba en Europa y España, mientras Hitler y Stalin que culminan un el Pacto de no agresión. Narra una situación desesperada y la pérdida de Barcelona, la retirada hacia Vic y la captura y pérdida de compañeros.
Corría diciembre de 1938. Dos meses antes, en Munich, Chamberlain y Daladier habían entregado los Sudetes a Hitler. El gobierno inglés había reconocido la anexión de Abisinia por los italianos. En España, el ejército republicano había tenido que evacuar la bolsa del Ebro que había sido ganada con tantos sacrificios. Los franquistas estaban avanzando sobre Barcelona. No parecía haber quien parara el triunfo del fascismo. Hacía nueve meses que mi patria estaba ocupada por las tropas de Hitler sin que se hubiese dado la menor protesta por parte de los países democráticos, exceptuando Méjico y la Unión Soviética.
A los que haraganeábamos ociosos en San Quirico se nos presentaba un panorama nada alentador. Se organizaron cursos de lengua, fiestas y reuniones, hubo quien echó una mano a los campesinos, pero ese invierno fue el menos idílico para los hombres allí reunidos. Seguíamos con gran inquietud los movimientos del frente que se acercaba peligrosamente a la capital catalana, por aquel entonces dese del gobierno republicano. El avance del enemigo hacia Barcelona, reforzado por nuevas tropas italianas y con nuevo armamento recién llegado de Alemania e Italia, prosiguió durante todo el mes de enero de 1939.
El comisario de la XI Brigada, el alemán Ernst Blank, dirigió una dramática arenga a los ex voluntarios alemanes y austríacos reunidos en La Bisbal. Nos explicó la crítica situación de Barcelona y la huida en masa de la población hacia el norte, pidiéndonos en nombre del gobierno que nos movilizáramos nuevamente.
¿Quién podía negarse a participar en la defensa de la República ante la evidencia de que en las filas enemigas ni de lejos pensaban en despachar a los combatientes extranjeros?
Pero nuestro sí no era una respuesta fácil. Quienes ya se creían a salvo de los riesgos de la guerra se vieron de repente enfrentados a ellos. Los que habían escapado con vida de tantos peligros corrían el riesgo de perderla en el último momento, sacrificándose no con la ilusión de la victoria sino probablemente sólo para cubrir una retirada que acabaría en el exilio.
Sin embargo pocos rehusaron la petición. Entre los que sí lo hicieron había uno, flaco, bajito, a quien al salir de la reunión los compañeros le preguntaron por qué no se había alistado; respondió simplemente: “Porque soy cobarde”. A mí me impresionó el coraje que había demostrado.
Dos días antes de la caída de Barcelona se formó de nuevo la XI Brigada Internacional con la vaga ilusión de que se repitiese el milagro de Madrid de noviembre de 1936. Pero los milagros escasean. Con las pobres armas de que disponíamos y en medio de la desbandada generalizada de los republicanos que quedaban en Cataluña, los intentos de formar un nuevo frente se vieron frustrados.
Pertenecía nuevamente al 4º Batallón de la XI Brigada. En La Garriga, mientras tendía los hilos telefónicos de la que debía ser nuestra línea de combate, a poca distancia vi una tanqueta italiana que se enfrentaba al coche de nuestro comisario Ernst Blank. En un breve tiroteo Blank cayó bajo las balas de los italianos. Ante la superioridad del enemigo se nos ordenó retirarnos hacia El Figaró y Vic.
Al día siguiente, 26 de enero, los moros y requetés entraron en Barcelona sin encontrar resistencia alguna, mientras nosotros marchábamos rumbo a Vic. Por aquel entonces se había formado la que, con bastante exageración, fue llamada XXXV División, al mando de Pedro Mateo Merino y, por una de esas coincidencias de la guerra, fui asignado a la guardia de su Estado Mayor.
Íbamos en un camión del mando de la división, siempre en retirada hacia el norte. Ya era de noche cuando se oyó el tiroteo enemigo a la entrada del pueblo pero el camión no se movía ya que el chófer no tenía orden de arrancar. Pasaban los minutos, el tiroteo se acercaba peligrosamente y nos trajeron una caja que debía ser cargada. Al explorar su contenido nos dimos cuenta de que contenía la vajilla de la oficialidad. Mi revancha consistió en distribuir el pan y las galletas que contenían las otras cajas entre los ocupantes del camión.
En esta retirada fueron hechos prisioneros unos cuantos de nuestros compañeros, entre ellos Franz Hahs[1], quien herido de bala en el vientre cayó en manos de los italianos salvando así la vida. Pasó años en los campos de concentración de Franco, fue entregado a los alemanes hasta que los americanos lo liberaron del campo de Mauthausen en 1945, totalmente desnutrido. Hahs sobrevivió, muriendo en 1997.
Fue entonces, sin que lo sospecháramos en lo más mínimo, cuando se establecieron los primeros contactos entre Hitler y Stalin que acabaron, apenas siete meses más tarde, en el bien conocido Pacto de no agresión.
[1]Franz Hahs. (Viena, Austria, 1814- Viena, Austria, 1997). Combatiente en las Brigadas Internacionales en la Guerra Civil Española, herido en febrero de 1939 es hecho prisionero y encarcelado en Gerona, Burgos, Belchite, Palencia y Miranda de Ebro. Entregado a la Gestapo es encarcelado en Colonia, Viena, Dachau, Majdanek, Auschwitz y Mauthausen. Después de la liberación ocupa cargos en la municipalidad de Viena.
El autor describe la retirada del 4º Batallón de la XI Brigada Internacional tras la batalla del Ebro, su traslado a Gratallops y luego a San Quirico, y las difíciles condiciones de vida en la retaguardia. También menciona la despedida de los voluntarios internacionales y su deseo de exiliarse a diferentes países.
Nos retiramos hacia el pueblo de Gratallops, a poca distancia del campo de batalla. Nos quitamos los uniformes destrozados y llenos de piojos, nos afeitamos las barbas de varios días, nos dimos un baño en el agua clara del río, vestimos los nuevos uniformes e intentamos quitarnos de encima la pesadilla de los tres últimos meses en el Ebro. Para el 4º Batallón de la XI Brigada Internacional fue el primer día fuera de combate desde que habían cruzado el Ebro el 24 de julio de 1938.
Pese a lo mucho que nos dolía tener que abandonar a nuestros compañeros españoles no había quien, al mismo tiempo, no se sintiese aliviado al haber escapado con vida de aquel infierno.
Siguieron días de descanso, festines y, al poco tiempo, la triste despedida de los españoles de la brigada con los que habíamos compartido las miserias de la batalla más cruenta de aquella guerra. Abrazos, lágrimas, promesas de amistad eterna y, al fin, la partida de los que volvían al frente. El lejano retronar de los cañonazos nos hizo recordar que la batalla no había terminado.
A los pocos días, los internacionales fuimos trasladados desde Gratallops a una zona más retirada, en los Pirineos. Subimos a los acostumbrados camiones cruzando una Cataluña que en ese lapso de tiempo se había vuelto apática, el cansancio de la guerra era evidente. En las paradas nos rodeaban enjambres de chavales pidiéndonos pan y, a lo largo de la carretera, veíamos caminar familias cargando todos sus bártulos sobre un carruaje, huyendo de la guerra rumbo hacia el norte.
Cruzamos Barcelona y llegamos a San Quirico, una pequeña localidad del valle del alto Ter. El cambio no podía ser más decepcionante, nos recibieron unos letreros que decían “Cuartel del Extranjeros”, “Intendencia de extranjeros”… A los que solíamos ser llamados “Internacionales” y tratados como huéspedes de honor ese “Extranjeros” nos sonó como una ofensa. Sin embargo ahora comprendo que, en el tercer año de guerra, los habitantes del pueblo sólo deseaban que acabase de una vez aquel aquelarre.
En Gratallops abundaban la fruta y la verdura: uvas, melocotones, albaricoques, higos, berenjenas, patatas, judías… y los campesinos nos las vendían o regalaban en abundancia. Sin embargo, en San Quirico lo único que producían los campos eran rábanos, de manera que dependíamos totalmente del escaso rancho de nuestra cocina. Los responsables de la intendencia española sabían que no podíamos protestar; en España todo el mundo pasaba hambre y pedir más comida era quitársela a los niños y los necesitados.
Soldados en la retaguardia ya sin misión militar pasamos un otoño frío, desagradable y deprimente. Nuestra unidad fue alojada en el cobertizo de una fábrica, con el río fluyendo por debajo y temperaturas que llegaron hasta diez grados bajo cero. En mi vida había pasado tanto frío. Pero de nuevo ¿Quién hubiese tenido la osadía de pedir más mantas cuando no bastaban para cubrir a niños y viejos?
Americanos, franceses, ingleses, canadienses, daneses, suecos, noruegos y cubanos partían hacia sus respectivas tierras en los primeros días de noviembre. Quedábamos los procedentes de países dominados por regímenes fascistas: alemanes, austríacos (Austria había sido anexionada en marzo de 1938), italianos, húngaros y yugoeslavos.
Por encargo de la Sociedad de Naciones, a finales de octubre se presentó en el asentamiento de los Internacionales en Bisaura del Ter[1] una comisión de altos oficiales de diversos países. Parecía una burla que esos señores con sus vistosos uniformes hiciesen que nos presentáramos uno tras otro ante ellos para dar fe de que era verdad que ya nos habíamos retirado. La comisión contó un total de doce mil seiscientos setenta y tres voluntarios no españoles retirados y a la espera de ser evacuados y nos preguntaron a qué país queríamos ir.
La mayoría de los austríacos y de los alemanes, cansados de tantas peripecias, pedía ser exiliados a Méjico, cuyo presidente Cárdenas había prometido acogernos. Yo prefería Noruega. Gracias a su cercanía con Alemania me parecía el más idóneo para los que pensábamos volver a entrar en acción al llegar el momento del gran desquite que sabíamos que no iba a a tardar.
Los “mejicanos”, unos doscientos austríacos y alemanes, partieron en tren una tarde de diciembre. Nuevamente hubo emocionantes despedidas entre compañeros que durante tanto tiempo habían compartido las calamidades de la guerra. Los que partían distribuían sus mantas, ropas y demás enseres que ya no les serían útiles. Pero aquella misma noche volvíamos a tenerlos entre nosotros; los franceses no les habían dejado pasar.
[1] Bisaura de Ter es la denominación recibida por el municipio catalán de San Quirico de Besora (provincia de Barcelona) en la zona republicana durante la Guerra Civil española.
El joven brigadista internacional austríaco narra el regreso por el pirineo a España, que considera patria de ascendencia sefardí, como refugiado después de tiempo de exilio. Recibe instrucción y participa en la Batalla del Ebro, hasta la retirada de los combatientes extranjeros.
En mitad de una plaza del centro de Perpiñán estaba sentada en torno a sus escasos efectos personales una familia de refugiados españoles a quienes la guerra había expulsado de su patria; el abuelo apático en el centro del grupo, las mujeres perplejas. Una joven de llamativa belleza, vestida con un sencillo atuendo campesino de color negro, estaba sentada entre ellos con su criatura al pecho; contrastaba con el desconcierto de la familia por su actitud de plena serenidad.
Los habitantes de la ciudad francesa seguían viviendo como siempre, como si nada hubiese sucedido, como si a poca distancia de allí no se hubiese derrumbado un mundo ¿Acaso no era aquello el anuncio de Dünkirchen, Oradour-sur-Glane, Lídice, Coventry, Estalingrado, Berlín, Dresde o Hiroshima?
En Europa aún se vivía en la paz más absoluta, se sembraba y se cosechaba; si alguien pisoteaba un campo de cereales es que estaba loco; nadie temblaba al oír el zumbido de los motores de los aviones; quien salía de su casa por la mañana volvía por la tarde encontrándola tal como la había dejado; una lumbre en el horizonte era el sol que se ponía y un sordo estruendo en la lejanía era una tormenta que se avecinaba.
Así eran las cosas en cualquier parte de Europa menos en España. Allí hacía dos años que no se cosechaba; soldados de ambos bandos pisoteaban los campos, los aviones de caza hacían cabriolas en el cielo y los pesados bombarderos retumbaban antes de arrojar su carga sobre las ciudades. Había quien, al regresar, encontraba su casa convertida en un montón de escombros.
Entrada la noche un taxista condujo a nuestro pequeño grupo hasta el recodo de un camino al pie de los Pirineos entrado en un claro del bosque, apagó los faros y nos ordenó bajar. Un guía español nos esperaba y nos insistió en que no debíamos decir ni una palabra ni encender cerillas. Después de una marcha de varias horas en la cerrada oscuridad de la noche por los escarpados senderos pirenaicos, el guía se detuvo diciendo en voz alta: “Estamos en España”.
Nada más llegar me sacudí el cansancio con la sensación de volver a mi patria tras cientos de años. He estado muchas veces en España y cada vez he tenido ese sentimiento de regreso a la patria. No hay indicios de que mis antepasados fueran judíos sefardíes pero ¿Quién puede asegurarlo? Mis abuelos se habían instalado en Viena procedentes de una comunidad judía de Hungría. ¿Acaso sus antepasados fueron sefardíes que, a través de Estambul, cruzaron el imperio turco emigrando hasta Hungría en su margen occidental? ¿Y el apellido alemán? En tiempos de María Teresa de Austria hubo que registrar un nombre de familia. Habían pasado doscientos cincuenta años desde la expulsión de España y en el imperio de los Habsburgo quizá podían creerse más protegidos con un apellido alemán que con uno español. Puede que mi sueño colorista del país de Sefarad haga sonreír a algunos. Cuando visité Córdoba con mi hija, décadas más tarde, caminamos por las estrechas callejuelas de la judería, nos detuvimos ante el monumento a Maimónides financiado por los judíos americanos y ambos sentimos con toda claridad que nuestra remota antepasada nos estaba mirando tras una ventana enrejada y nos saludaba amistosamente con una sonrisa.
¡Ahí estaba España! Un soldado del ejército republicano nos saludó, nos dio café y pan y le hablé como si siempre hubiese hablado esa lengua. Allí abajo, a lo lejos, alboreaba la mañana sobre la llanura catalana. En ese momento hubiese querido abrazar al país entero.
La primera parada era un antiguo monasterio en el que las Brigadas Internacionales habían instalado su centro de acogida. Recibimos cierta formación militar consistente sobretodo en el conocimiento de las órdenes españolas que un sargento veterano intentaba enseñarnos: “Derecha ¡ar!”, “Izquierda, ¡ar!”, “¡Presentar armas!”. Sigo siendo incapaz de manejar correctamente el arma aunque, hablando con franqueza, nunca he sentido honor alguno al presentar un arma. Me dieron un uniforme, me quité mi traje de lino crudo casi nuevo… y la prenda desapareció inmediatamente. No la eché de menos.
Un día estaba sentado junto a una radio y pillé una emisora alemana desde la que sonaba la dura voz de Hitler: “Compatriotas alemanes…” Estaba escuchando atentamente lo que Hitler tenía que decir cuando fui sorprendido por un oficial que me arrestó en el acto. Sólo fui puesto en libertad cuando el comandante del puesto, que conocía a mi hermano, respondió como mi garante.
Una mañana recibí la noticia de que ese mismo día pararía en la cercana estación de Figueras un tren de voluntarios heridos con destino a Francia. En ese tren viajaba mi hermano que debía ser evacuado a Francia. La llegada estaba prevista para las diez. Habían acudido cientos de habitantes de las inmediaciones para despedir a los voluntarios internacionales, chicas ataviadas con el traje regional catalán habían preparado regalos de despedida, incluso habían traído una banda de música y el alcalde quería conmemorar los actos heroicos de los brigadistas. Pasaban las horas, el calor del mediodía se hacía insoportable y el esperado tren no aparecía ¿Quién puede reprochar a aquellas personas que se marcharan a sus casas donde les esperaba la comida y un lugar fresco?
Por fin llegó el tren, los dos hermanos nos abrazamos, tuvimos pocos minutos para intercambiar algunas palabras y el tren siguió rumbo a la frontera. Para mi hermano era un viaje hacia la emigración, con un futuro incierto pero lleno de optimismo.
Al día siguiente un camión nos llevó a Reus; éramos un grupo de voluntarios de distintas nacionalidades. Allí nos alojaron en un edificio donde había prisioneros de guerra del ejército de Franco caídos en manos de los nuestros en el Ebro; vivían en tristes condiciones de abandono. Junto a un compañero vienés que encontré allí, propusimos al comandante dar clases políticas a esos prisioneros pero fue en vano, no había interés alguno. Nos topamos con un voluntario inglés con el uniforme destrozado y con el horror de lo vivido reflejado en sus ojos; había desertado arriesgándose a ser fusilado.
Junto a un grupo de soldados de vuelta al frente, nos llevaron cerca del campo de batalla, pudo ser a La Fatarella, al pie de la sierra de Pandols, y allí nos reunimos con el IV batallón de la XI Brigada donde estábamos destinados a la unidad de transmisiones (comunicaciones telefónicas).
En plena batalla del Ebro encontré a mis compañeros de los alegres fines de semana en los bosques de Viena. Era un caluroso día de verano en una región de roca viva, en la sierra de Cavalls; los pobres muchachos me arrebataron la cantimplora con aspecto de animales acosados. Compartí con ellos algunos días de piojos, sed y continuo riesgo a morir.
La mitad de nuestra unidad eran españoles, la mayoría de la quinta del biberón ya plenamente integrados en el batallón austríaco Doce de febrero. Para comunicarse habían inventado un raro lenguaje entre catalán, vienés y español, favorecido por ciertas coincidencias lingüísticas; danke se pronuncia como tanque, queso como kaese, blau es igual en catalán y en alemán, entre otras extrañas semejanzas. Encontré un ambiente de estrecha camaradería. Me contaron que se habían salvado la vida unos a otros en diversas ocasiones. Mi carrera de soldado fue muy breve pero me ha dejado, para el resto de mi vida, la convicción de que la guerra es inhumana, me avergoncé de haberme alistado voluntario.
Por orden del gobierno, el 23 de septiembre de 1938 retiraron del frente a todos los combatientes no españoles.
Durante la Guerra Civil Española 1.400 voluntarios austríacos lucharon por la libertad y el comunismo, enfrentando grandes desafíos para llegar a España. Muchos murieron en el conflicto o en campos nazis. El autor relata su experiencia personal y la de su hermano, destacando las motivaciones y sacrificios de estos voluntarios.
Hoy sólo quedamos tres de los mil cuatrocientos voluntarios austríacos que arriesgamos nuestra vida en la guerra civil española y nos reunimos de vez en cuando para recordar los altibajos de nuestro pasado. Fui uno de los últimos en llegar a España y uno de los más jóvenes. Tenía veintiún años y ya había recibido mi bautizo revolucionario en las cárceles del régimen autoritario del canciller Schuschnigg.
Además de unos pocos austríacos preparados para participar en la Contraolimpíada de Barcelona y de algunos que se hallaban en España por otros motivos, los primeros voluntarios austríacos llegaron a los frentes en noviembre de 1936 y rápidamente se sumaron a los defensores de Madrid. Mi propio hermano era uno de ellos, sus primeras cartas desde Madrid datan del 5 de noviembre de 1936 (mi hermano murió en 1942 en el campo nazi de Gross-Rosen). Los últimos austríacos llegaron en julio de 1938 y, como yo, habían partido después de la ocupación alemana.
Según los archivos de la Resistencia austríaca [1], en España cayeron doscientos doce voluntarios austríacos, otros noventa y dos perecieron en los años sucesivos en los campos nazis alemanes o perdieron la vida en las filas de la resistencia o en los ejércitos aliados durante la Segunda Guerra Mundial. En proporción al número de habitantes de su país, el porcentaje de austríacos en España era de los mayores, a pesar de la distancia entre los dos países, a pesar de las dificultades del viaje y de los pocos recursos de que disponían (en la famosa novela de Egon Erwin Kisch[2] se narra como un campesino tirolés tuvo que vender sus tres vacas para financiarse el viaje). Entre los motivos de los voluntarios austríacos se mezclan el ansia de libertad, patriotismo, romanticismo y rabia por los agravios sufridos. La mayoría eran comunistas, resueltos luchadores contra el capitalismo y partidarios de una sociedad sin explotación, todos ellos convencidos de que la Unión Soviética estaba logrando tales metas. Las persecuciones en este país nos molestaban pero las considerábamos una fase inevitable y pasajera.
En cuanto a las causas del conflicto en España, todos teníamos una vaga idea de ellos pero probablemente no era menos concisa que la de la mayoría de los españoles.
El más joven apenas contaba dieciocho años y el mayor tenía treinta y pico. Cuando no estábamos en la cárcel nos reuníamos diariamente en el parque para revisar los preparativos del viaje ¿Cómo conseguir dinero y un pasaporte? La policía exigía una justificación para expedirlo. Algunos pretendían ir a la Feria Internacional de París pero ¿quién se lo creería de alguien que llevaba dos años sin trabajo? Había quien se fue en bicicleta, otros cruzaron la frontera de Suiza con esquís. El partido ayudaba a los más pobres a conseguir el dinero pero la mayoría debía reunirlo por sus propios medios. ¡Una fortuna para nuestra modesta economía!
Al fin me entregaron el pasaporte falso y el billete de tren a París. Crucé Alemania con la involuntaria compañía del señor Rudolf Hess, bien acompañado por docenas de SS con sus siniestros uniformes negros custodiando al ayudante del Führer, pero llegué sano y salvo a París. Me presenté ante el comité de reclutamiento con sede en la CGT para una breve revisión médica.
Recuerdo haber visto salir del despacho médico a un africano de estatura hercúlea llorando a lágrima viva al ser rechazado por tener pies planos ¡Con las ganas que tenía el pobre hombre de luchar por la liberación de su raza!
Al ser aceptado recibí mi primer encargo militar como responsable de nuestro grupo de cinco voluntarios de cinco nacionalidades distintas [3], saliendo de viaje hacia España conocedores de que si descubrían nuestras intenciones acabaríamos en la cárcel. Sobre mí pesaba la amenaza de expulsión a Alemania. Entre nosotros había un abogado judío norteamericano, un obrero italiano, un rumano y un alto y rubio alemán, prototipo de germano con ojos azules y talla de godo. Él era el único de nuestro grupo que no tenía convicciones políticas si no que buscaba “gloria militar” ¡Vaya motivo! Ignoro cuál fue su suerte pero me temo que en las filas de las Brigadas Internacionales no había sitio para tipos como nuestro alemán.
La historia de los Kaiser, recordatorio de la lucha por la democracia y la libertad: Post en Viena Directo (30-4-2023): La señora Kaiser y los brigadistas internacionales austriacos.
Hannah Kaiser: Una mujer de 75 años que ha regresó a su ciudad natal, Benissa, después de muchos años.
Historia Familiar: Sus padres, Hans y Dora Kaiser, eran austriacos que vinieron a España para luchar en la Guerra Civil del lado de la República.
Contexto Histórico: La familia Kaiser, de origen judío, se trasladó a España debido al auge del nazismo y el antisemitismo en Europa.
Fotos de archivo de los Bigradistas Austríacos:
Formación de artilleros
La doctora Fritzi Brauner durante una visita a la sala médica
Bandera de la XL Brigada Internacional
[2]Egon Erwin Kisch (Praga, 1885- Praga, 1948). Periodista y reportero checo que escribía en alemán. Participó en la Primera Guerra Mundial. Miembro fundador de la Federación Revolucionaria Socialista Internacional, ingresó en el Partido Comunista de Austria. Participó en la Guerra Civil Española dirigiendo durante algún tiempo el batallón Masaryk de las Brigadas Internacionales. Con la derrota de la República pudo trasladarse a Estados Unidos y Méjico, volviendo a Praga al final de la Segunda Guerra Mundial. Probablemente el autor se refiere a su novela Die drei Kühe, Madrid 1938.
El autor narra las experiencias como emigrante austriaco en Brno (Checoslovaquia) durante la persecución nazi y la Guerra Civil Española. Allí sigue de forma precaria las consignas del partido comunista checo. Y prepara el salto a España.
Emigración y exilio son dos cosas distintas. La emigración es definitiva mientras que el exilio sólo dura hasta que se puede recuperar la patria. Según esto yo hubiese debido ser considerado exiliado pero atendiendo a que el propio nombre de Austria había sido borrado del mapa era difícil imaginar su renacimiento. De todas formas, emigración me sonaba a un alojamiento mohoso, vida provisional, miseria y estrechez. No me equivocaba ya que, a pesar de los esfuerzos solidarios de los amigos checos, los emigrados éramos unos pobres diablos. Fui admitido en la colectividad de emigrantes de Brno donde encontré a unos quince alemanes que llevaban viviendo allí varios años, huyendo de la persecución nazi. Treinta años después volví a ver la casa del barrio bajo de la ciudad donde los quince nos apiñábamos en las tres habitaciones del apartamento; seguía ofreciendo el mismo aspecto desolado de entonces. Las familias checas antifascistas nos ofrecían una comida diaria, alternándose entre ellas; aunque se esforzaban para que no lo tomáramos como una limosna resultaba bastante humillante.
Migrantes En Brno (Checolosvaquia). Generada por IA.
Desde que salí de mi casa paterna a los diecisiete años, había adquirido las más variadas experiencias pero no bastaban para evitar situaciones desagradables. Los quince integrantes del colectivo hicimos caja común en la que cada uno entregaba todo su dinero; yo vendí mis vestidos para comprarme algo de comida adicional. Entonces el partido me puso un vigilante, un compañero tirolés llamado Jan G., un buen muchacho con las mejores intenciones que se tomaba muy en serio su cometido. Tiempo después nos encontramos en el frente del Ebro, en los campos de Francia, al regresar de la guerra e, incluso cuando ambos peinábamos canas, siguió albergando dudas sobre mí. No puedo dejar de contar el comportamiento ejemplar de este fiel comunista infalible: durante la ocupación alemana siendo el responsable del trabajo antinazi en Lyon, distribuyó material entre los soldados de la Wehrmacht, fue apresado por la Feldgendarmerie, escapó y volvió a su trabajo clandestino. Hace varios años que murió solitario en su casa de un pueblo de la Baja Austria. Jamás dudó de la integridad del partido.
Destrozos de los bombardeos en Brno en 1944
Los meses que pasé en Brno no fueron muy gloriosos. A pesar de mis convicciones políticas yo era producto de una educación burguesa con todo lo que conlleva. En abril llegó la mujer de mi hermano con mi sobrino, el pequeño Peter, y se instaló en un apartamento barato. Yo empecé a dar clases de español sobrevalorando mis conocimientos que no excedían de un nivel muy básico. Mis pobres discípulos pronto “no tuvieron tiempo” para las clases.
Desde España llegaban malas noticias. Teruel cambió varias veces de mano, en enero fue ocupada por las tropas franquistas que siguieron su avance logrando desencadenar, en marzo de 1938, un retroceso masivo de las tropas republicanas, dejando a miles de soldados cautivos de los franquistas, entre ellos muchos internacionales. En la caótica retirada se encontraba André Marty[1], pistola en mano, implorando, amenazando y empujando a los soldados despistados hasta que logró convencer a algunos y, poco a poco, se detuvo la retirada y la mayoría de hombres logró cruzar el Ebro, salvándose. Pero las avanzadillas de Franco tomaron Vinaroz, aislando así la zona sur de Cataluña.
Precisamente en este momento tan crítico, en Moscú se desarrollaba el proceso contra Nikolai Bucharin y sus compañeros. Es posible que en el mismo momento que André Marty conseguía detener la retirada del ejército republicano, el viejo bolchevique Bucharin cayera abatido por las balas del piquete de ejecución en Moscú. No sería el último proceso contra supuestos enemigos del socialismo. Mientras, a dos mil kilómetros de distancia, yo estaba viviendo un extraño verano bajo la amenaza alemana hacia la república checoeslovaca.
Participaba en las manifestaciones anti alemanas de los checos que se oponían al partido alemán de Henlein, el paladín de Hitler, cantando el himno checo. No cabía duda de que el pueblo checo estaba dispuesto a defenderse. Faltaban cuatro meses para la Conferencia de Munich en la cual Chamberlain y Daladier entregarían el país a Hitler.
El 3 de mayo de 1938 volvieron a encontrase Hitler y Mussolini y el primero ofreció a su futuro aliado la renuncia al Tirol del sur, de etnia alemana, eliminando así el último obstáculo para la futura alianza, acordando su nueva estrategia.
Día tras día insistía para que el partido me facilitara la salida a España y a cada una de mis instancias se me respondía “pronto”, que era cuestión de días. Quizá la dirección dudaba a causa de la situación desesperada de los nuestros después de la retirada de Aragón, que amenazaba con quebrar la resistencia republicana. Pero el ejército popular se recuperó rápidamente; el 11 de mayo fueron nombrados los nuevos mandos del XV Cuerpo del ejército republicano reorganizado: Modesto, Líster, El Campesino, Tagüeña, López Iglesias y Sánchez Rodríguez fueron designados tenientes coroneles de las reconstituidas unidades del ejército popular, preparando la gran ofensiva del Ebro.
Momento desesperado para La República (Aragón, 1938). Generada por IA
Era un momento extremadamente crítico para la República pero Hemingway, que estaba con las tropas republicanas, escribe que “la moral de los republicanos no está quebrada y se sigue luchando”. En los archivos del ministerio de la guerra puede leerse que “los rojos han mantenido su voluntad de resistir”. La situación internacional ofrecía la oportunidad de que las democracias occidentales se aliasen con la Unión Soviética para contener la agresión de la Alemania hitleriana. En abril de 1938 podía cambiar el curso de la historia. A finales de junio, por fin, el partido me dio permiso para salir a España.
[1]André Marty. (Perpiñán 1886-Catllar de Conflent 1955). Dirigente comunista francés que participó en la Guerra Civil Española desde agosto de 1936. Participó en la organización de las Brigadas Internacionales siendo nombrado inspector general y como máximo responsable de formación en su base de Albacete.
El autor narra los cambios radicales en Austria tras la anexión nazi en 1938, la desaparición de las familias de clase medía judías y cómo los jóvenes, como Erich S., fueron reclutados por la Wehrmacht. Fue expulsado del ejército por las Leyes de Núremberg al tener un padre judío, y obligado a participar en la defensa alemana al final de la guerra.
El aspecto del país cambió bruscamente con la entrada del ejército alemán en Austria (el Anschluss) el día 13 de marzo de 1938; la policía empezó a vestir el uniforme alemán, los periódicos aparecieron con nuevas cabeceras, las calles y edificios recibieron nuevos nombres, se sustituyó el chelín austríaco por el marco alemán, estableciéndose el cambio a razón de 1:1’50; incluso cambiaron la moda, el acento y el estilo del arte. El país cambió de cara.
Sobra decir que, de golpe, desaparecieron los médicos, abogados, profesores, orfebres, comerciantes y demás preeminentes judíos cuyas familias vivían en Viena desde hacía siglos y eran parte integrante de la ciudadanía.
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Durante los primeros días de la ocupación alemana las autoridades impuestas por Berlín ordenaron la detención de unos quinientos funcionarios del derrocado régimen anterior así como del resto de conocidos enemigos de los nuevos amos del país. Fueron deportados al campo de concentración de Dachau de donde la mayoría no saldría hasta el fin de la guerra, siete años después. Entre los encarcelados se encontraba el señor Kurt von Schuschnigg, último canciller de Austria, que se había opuesto fervientemente al dictado de Hitler. Tras varios meses en diversas cárceles, Kurt von Schuschnigg consiguió ser liberado emigrando a los Estados Unidos.
El país pasó de ser un pequeño estado independiente y soberano a ser la provincia de un país más grande con pretensiones de potencia mundial. El orgullo de pertenecer a la gran Alemania tenía una consecuencia menos halagüeña, el servicio militar obligatorio. Mi generación, los nacidos entre 1915 y 1920, fuimos llamados a filas cuando ya se olía a guerra sólo veinte años después de la Primera Guerra Mundial en la que habían participado nuestros padres y que había dejado profundas huellas en el país.
Todos mis condiscípulos se vieron afectados. Faltaban ocho o diez meses para el comienzo de la guerra contra Polonia y la consiguiente declaración de guerra de las potencias occidentales. Como soldados de la Wehrmacht les tocó participar en las campañas de 1939 que culminarían, al cabo de casi cinco años de desastrosa guerra, en el infierno de Berlín, dejando medio continente en ruinas. Veamos qué suerte corrió uno de esos jóvenes.
Erich S., mi amigo de la infancia con quien durante varios cursos escolares padecí las perfidias del profesor Z., tuvo que cumplir su servicio militar recién acabado el bachillerato. En 1939 vistió el uniforme de la Wehrmacht como los demás, sin sentir remordimiento alguno por servir al ejército ocupante.
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En septiembre de 1939, cuando la Wehrmacht invadió Polonia, Erich fue tras el enemigo derrotado hasta que su unidad tropezó con el ejército soviético que ocupaba la parte oriental de Polonia a consecuencia del pacto de no agresión Molotov-Ribbentrop.
Detuvieron su avance hasta que en junio de 1941 Hitler ordenó la invasión de la Unión Soviética; al principio, la unidad de Erich cumplió dicha orden sin encontrar resistencia. En un verdadero blitz, durante los primeros meses invadieron un vasto territorio, haciendo centenares de miles de prisioneros soviéticos y controlando a un pueblo conquistado e indefenso. Sin embargo, poco a poco se formó un frente soviético capaz de ofrecer una tenaz resistencia, causando grandes pérdidas a sus enemigos.
Llegó el invierno de 1941 con sus fríos haciendo más ardua y fatigosa la vida de los soldados; cada pueblo, cada casa, debían ser tomados por asalto. Día a día Erich veía morir a sus compañeros. Los uniformes no eran adecuados para el invierno ruso y muchos soldados sufrieron congelaciones. Había acabado la fase de las victorias fáciles; aún se avanzaba pero pagando un alto precio.
Un día cayó en manos del joven soldado una orden en la que se detallaban las leyes de Núremberg de Pureza de Raza y sus consecuencias para la Wehrmacht. En ellas se explicaba con toda claridad que “los judíos no eran dignos de servir en la Wehrmacht” (wehrunwürdig); en un apéndice se añadía que dicha norma debía aplicarse también a personas de madre o padre judíos, los llamados Mischlinge (mestizos).
Erich se presentó a su teniente con ese papel en las manos, realizó el saludo reglamentario y le notificó que por ser su padre judío debía ser expulsado de la Wehrmacht.
Me contó este incidente varias veces y solía añadir que el oficial, sorprendido y sin saber cómo reaccionar, al principio no le creyó ya que le consideraba “un buen soldado”; pero una orden es una orden y no tuvo más remedio que transmitir el mensaje a sus superiores.
Quien encuentre un toque de humor en este relato olvida que por aquel entonces ser medio judío no era cosa de broma. Significaba, como mínimo, ser ciudadano de segunda categoría, recibir menores raciones, tener bloqueado el acceso a estudios y carreras estatales… los matrimonios interraciales estaban prohibidos.
La orden era clara y rigurosa: por ser de “sangre impura” tuvo que apartársele de la Wehrmacht y Erich recibió la orden de presentarse al mando correspondiente para recibir los documentos de su baja en el servicio militar.
Mientras él estaba a punto de volver a la vida civil quienes tenían “sangre pura” permanecieron en el ejército, siendo “dignos de morir por el Führer”. Para ellos la guerra continuó sin piedad.
No recuerdo que enchufe consiguió Erich en la retaguardia durante el resto de la guerra pero sé que al menos pasó esos dos años tranquilo.
Las autoridades nazis no sabían cómo manejar un asunto tan delicado. Para los hijos de madre aria no estaba prevista la deportación a los campos de concentración donde acabaron tarde o temprano todos los judíos. La única medida contemplada para tal categoría de ciudadanos de segunda categoría era la reducción del rancho, algo molesto pero no muy distinto a lo que hubiese recibido en el frente ruso.
Los últimos días de la guerra unos fanáticos nazis escogieron a unos viejos y otra gente que hasta entonces había escapado de las movilizaciones para que levantasen parapetos en el camino de los tanques soviéticos. Erich se encontraba entre ellos. Sin embargo, los tanques rusos siguieron adelante y aparecieron en las calles de Viena antes de que los héroes de última hora hubiesen empezado tan inútil empresa.
El autor narra los días previos al 13 de marzo, marcados por el plebiscito. Había simpatizantes nazis, y una leve mejora económica, pero una pobreza que seguían afectando a la población. Días antes el Ring reunió a miles de personas en defensa de la independencia lo cual preveía que el plebiscito saldría favorable.
No es difícil imaginar cual fue la reacción de Hitler, Goering y de su estado mayor en vista a su probable derrota en los comicios. Por más probable que fuese la derrota electoral era más que evidente que el SI suponía un gran menoscabo para los planes agresivos de Hitler y de su estado mayor. Los adversarios a la política agresiva de Hitler se fortalecerían en toda Europa, incluso en la propia Alemania. El mito de la invencibilidad del partido nazi se esfumaría.
Existen muchas teorías sobre qué curso habría tomado la historia si hubiese ganado el SI a la independencia. Se han hecho muchas conjeturas sobre qué hubiese pasado si el gobierno de Schuschnigg hubiese ordenado la resistencia a la invasión. Como testigo de tales acontecimientos me atrevo a decir que Austria se habría ahorrado los sacrificios de siete años de ocupación, de la guerra y de los bombardeos que sufrió al adherirse voluntariamente a la política expansionista de Hitler. Otro aspecto de la posible resistencia austríaca a la invasión de la Wehrmacht es que podía haber supuesto un cambio en la política de Inglaterra y Francia, incluso de la Unión Soviética, reforzando a las voces críticas con la agresividad alemana. Fui testigo de lo que realmente sucedió.
El día 11 comenzó con la salida a la calle de las organizaciones nazis con grandes batallones mandados por sus jefes; a la vez salieron gentes con sus banderas rojiblancas que también se dirigieron al centro. Aún no había nada decidido.
Al anochecer, que fue temprano, se inició el plan previsto por los nazis. Unos cuantos policías que, desde hacía varios meses estaban bajo el control del abogado Seyss-Inquat, hombre de confianza de Hitler, empezaron a ponerse brazaletes con la cruz gamada siendo seguidos por el resto de la policía al no existir medidas de neutralización. El efecto causado en los manifestantes fue desastroso, muchos no se atrevieron a seguir manifestándose.
Aquella noche estaba con mis compañeros de las Juventudes Comunistas y no estábamos dispuestos a ceder. Visitamos los centros del Frente Patriótico, la organización del partido del gobierno, implorando a los pocos funcionarios que permanecían en ellos que se opusiesen a los nazis, hablando con el pueblo por los altavoces y distribuyendo armas entre los que estaban dispuestos a oponerse a los invasores.
Pero la Viena de 1938 no era el Madrid de 1936. Los que el día anterior eran grandes patriotas nos aconsejaron volver a nuestras casas. Los pocos comunistas que aún estábamos resueltos a seguir, aunque cansados por las horas de marcha, acordamos reunirnos a la mañana siguiente. En el tren se apelotonaban muchos pasajeros y uno de ellos, bajito, sacó un diario y se puso a leer en voz alta y provocadora: “El presidente de la República acaba de aceptar la dimisión del canciller Schuschnigg, nombrando a Seyss-Inquat como sucesor. El nuevo canciller no ha tardado en llamar al ejército alemán para restablecer el orden” y agregó, tras un silencio: “No puede haber resistencia alguna contra las tropas que entran en el país”. Los pasajeros permanecieron en silencio al escuchar estas alarmantes noticias. Sólo un borracho balbuceaba: “Ahora van a saber lo que es bueno esos sinvergüenzas judíos”.
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Esa noche Austria se hundió. Los contrarios a la ocupación se quedaron en casa, intimidados; los nazis marcharon por las calles con paso militar cerrando el paso a quien no llevase una cruz gamada y no saludase ¡Heil Hitler!
Esta derrota nos pesó mucho más que las sufridas durante los años de lucha clandestina. Esta era total, implacable, definitiva.
Fue la última noche que pasé en casa de mis padres, despidiéndome de mi madre a la que no volvería a ver. Mi padre me instó a abandonar el país de inmediato, previendo la persecución que me esperaba. La mañana siguiente, el día 12 de marzo, crucé la frontera de Checoeslovaquia, entonces todavía un país libre y democrático, por un camino de contrabandistas, resuelto a seguir rumbo a España para continuar allí la lucha contra el enemigo común.
El autor narra los días previos al 13 de marzo, marcados por el plebiscito. Había simpatizantes nazis, y una leve mejora económica, pero una pobreza que seguían afectando a la población. Días antes el Ring reunió a miles de personas en defensa de la independencia lo cual preveía que el plebiscito saldría favorable.
Faltaban pocos días para el 13 de marzo. No puedo decir con certeza cuál hubiese sido el resultado del plebiscito pero es indudable que incluso la mayoría de simpatizantes de los nazis no eran partidarios de entregar el país incondicionalmente, liquidando su independencia y sacrificando su historia milenaria.
Los meses anteriores se había experimentado una ligera mejoría en la economía del país aunque no bastaba para aliviar los apuros de la gente. Aún había un cuarto de millón de personas sin trabajo, decenas de miles de jóvenes vagaban por los parques frecuentando centros y hogares de asistencia donde se les socorría.
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Los tres últimos días fueron de gran apuro. El 10 de marzo hubo una manifestación en el Ring bajo el lema de la independencia del país. Tras años de represión, miles de obreros salieron a la calle con sus banderas rojas junto a asociaciones patrióticas y a ciudadanos que, simplemente, se negaban a aceptar la deroga. Las crónicas hablan de cien mil manifestantes; hallándome entre ellos me parecían suficientes para expresar la voluntad del pueblo de defender a su patria. Parecía obvio que el resultado del plebiscito del domingo sería favorable a la independencia.
El autor describe los eventos del 9 de marzo de 1938 en que se proclamó un referéndum por la independencia de Austria. Aunque el régimen reprimió a los obreros, los socialistas y comunistas decidieron votar “sí” en el referéndum para oponerse a Hitler. La Juventud Comunista se preparó para luchar por su país, conscientes de los riesgos.
Según dicen, este era el grito del héroe tirolés en la lucha por la independencia contra Napoleón en 1809. Fue el que oyeron los tiroleses reunidos el 9 de marzo de 1938 en Innsbruck, en la arenga de Schuschnigg proclamando un referéndum por la independencia para el día 13 de marzo.
Este eslogan patriótico nos resultó sospechoso al recordar las reiteradas declaraciones de Schuschnigg considerando a Austria como “el segundo estado alemán”. ¿Acaso no era él ministro de justicia en el gobierno de Dollfuss cuando cuatro años antes se ajustició a los obreros que se habían alzado en defensa de la república democrática? ¿Podíamos confiar en su voluntad de defender al país contra la amenaza de la Alemania de Hitler?
Los obreros odiaban profundamente este régimen. No eran pocos los que simpatizaban con los nazis, impelidos por el desdén del régimen clerical y reaccionario que dominaba el país desde 1934. Los socialistas y los comunistas deliberaron arduamente sobre cómo reaccionar ante el plebiscito propuesto por un canciller que sabíamos hostil a cualquier reforma democrática. El partido comunista, que no había cesado en sus actividades en la clandestinidad, y el también clandestino partido socialista revolucionario sucesor del socialdemócrata, resolvieron votar SI.
Otto Bauer, líder de los socialistas, escribió “Los obreros están dispuestos a votar SI contra Hitler y a defender al país contra la agresión extranjera pero no para defender el actual régimen dictatorial” Esta era también nuestra postura.
La Juventud Comunista se preparó para luchar. Imagen generada por IA
Durante esos días me reuní con mis compañeros de la Juventud Comunista, resueltos a luchar por nuestro país a pesar de estar alineados con los que en el pasado nos habían perseguido y encarcelado. No era el momento de disfrutar de la libertad recién conseguida. Sabíamos que nos lo jugábamos todo.