Tras la IGM, Austria se convierte en una república democrática. El autor narra la vida en Viena durante los años de entreguerras tras una guerra perdida, destacando las dificultades, los cambios sociales, el antisemitismo y el papel de la Cruz Roja Americana.
Mis primeros recuerdos datan de los años veinte del pasado siglo y constan de las habituales penurias de posguerra, la inflación y los mutilados de guerra que vagaban por las calles.
Como muchos niños de mi vecindad me veo en una larga cola delante de la Cruz Roja americana instalada en una escuela de mi barrio con un cacharro en las manos. Allí nos echaban un cucharón de una espesa sopa de judías con cebada mondada, plato hoy desaparecido pero que me resultaba francamente sabroso a mis cinco años.
En 1919, a punto de cumplir los dos años, apareció un hombre extraño que resultó ser mi padre, recién liberado de su cautiverio en Italia.
Se conserva una carta dirigida a mi madre por un camarada de mi padre en la que informa que el teniente Hoffmann había caído cautivo de los italianos “tras haberse defendido valientemente al mando de su compañía”. Puede imaginarse el alivio que supuso para la pobre mujer ya que en un telegrama fechado el 24 de mayo de 1917 se le comunicaba que su marido había desaparecido en el frente del Isonzo en el transcurso de la décima de las batallas de dicha campaña. A los dieciséis días nací yo.
Los relatos de papá de esos dos años se parecían más a una juerga; los oficiales eran tratados con el debido respeto y así, el teniente Hoffmann pasó el tiempo en Amalfi coleccionando las bellas canciones napolitanas entonces en boga que, más tarde, solía cantar en familia. Poco después el abogado Hoffmann abrió su bufete y en 1923 la vida se fue normalizando, por lo menos en nuestra casa.
Sin embargo, para la mayoría de vieneses los años de posguerra fueron un tiempo de lucha por la supervivencia. Cerca de nuestra casa se encontraba una barriada de chabolas llamada el barrio de las ratas, en la que la gente vivía en cuevas, sin luz ni agua. No lejos de allí se hallaban las barracas de Baumgarten, que permanecieron hasta los años cincuenta; en cada una de ellas vegetaban dos o tres familias en condiciones desastrosas. Dichas barracas se erigieron para albergar a los prisioneros rusos y aún se recuerdan las tristes condiciones que allí reinaban. De estas Baumgarten Baracken procedían muchos de los comunistas que más tarde fueron mis compañeros.
Por aquel entonces, tras las duras condiciones impuestas por los vencedores de la guerra, el estado no disponía de medios para reparar los daños de la guerra. Pasados los años veinte se movilizaron los primeros créditos y se aprobó un ambicioso programa de viviendas en Viena, a la que acudían centenares de miles de personas desterradas de los territorios bajo control de las nuevas autoridades nacionales. Estas casas, construidas por la municipalidad socialdemócrata y financiadas con los impuestos a los que se habían aprovechado de la guerra, sirvieron de modelo conocido como la Viena roja.
En 1924 empezó para mí una nueva etapa al entrar en la escuela primaria. Este año los socialdemócratas cedieron a los partidos burgueses dejando el gobierno en manos de un prelado, Ignaz Seipel, quien de inmediato se puso a “recoger los escombros de la revolución”. El primer choque de dicho gobierno con la masa obrera ocurrió el 15 de julio de 1927 cuando miles de obreros se manifestaron contra la arbitraria absolución de los asesinos de dos obreros socialistas. El resultado fueron noventa muertos en las calles de Viena y la promesa del prelado canciller de “no permitir clemencia alguna”.
Con diez años hubiese querido estar entre los manifestantes, imaginando cómo reaccionaría el público si me hubiese alcanzado una bala de la policía. Pero para tal acto heroico me faltaban los treinta y dos céntimos que costaba el tranvía.
Hacía varios años que los socialdemócratas habían cedido el ministerio de educación a la derecha que no tardó en imponer el espíritu de la vieja monarquía exigiendo obediencia y sumisión a los superiores.
De entonces data un episodio que demuestra la posición de mi familia en esa ciudad caracterizada por un tradicional antisemitismo. Con unos compañeros de clase nos burlamos de un muchacho judío ortodoxo atendiendo a su indumentaria y extraño peinado, gritándole una antigua frase de la que ignorábamos el significado: “¡Aidelach, Jidelach, hep-hep-hep!”.
Al llegar a casa le conté a mi madre nuestra hazaña. Bastante azorada me explicó que nuestra familia tenía ascendencia judía y que la frase utilizada significaba “Jerusaleme est perdita”, recordando la invasión romana del 72 d.c. La sensación de sorpresa que me causó este incidente se mezclaba con cierta conciencia de pertenecer, a partir de entonces, a un grupo extraño, blanco de burlas como la que acaba de infligir al pobre muchacho ortodoxo.
Desde pequeño rezaba oraciones cristianas, habiendo sido bautizado por un cura calvinista. Antes del nacimiento de mi hermano en 1912 mis padres habían decidido abandonar la religión mosaica.
La inflación de la corona, moneda de la antigua monarquía, acabó en 1924 y la nueva moneda, el chelín, se cambió a razón de uno por mil. En el momento álgido de la inflación la gente corría al mercado después de cobrar el sueldo para prevenir la pérdida de valor.
Hablando de fortunas, mis abuelos, inmigrados de su comunidad judía natal en 1860, y poseedores de un floreciente negocio de ropa en un céntrico edificio de cinco pisos lo perdieron todo a causa de los empréstitos de guerra, conservando únicamente la casa en que vivían.
Con mi hermano, cinco años mayor que yo, pasamos temporadas de celos; yo siempre resultaba inferior en fuerza y saber mientras él debía ceder caricias y juguetes al pequeño. Le admiraba por su espontaneidad, su fuerza y sus progresos en la escuela, teniéndole siempre como modelo.
La música siempre estuvo presente en mi infancia. Pasaba horas aporreando las teclas del piano tocando nostálgicas melodías. Mi padre tocaba el piano mientras cantaba las coplas napolitanas transcritas en Italia; mi madre también acompañaba con ese instrumento las lindas canciones aprendidas durante su estancia en Inglaterra. Debió ser entonces cuando nos mandaron a la ópera y nos extrañamos sobremanera porque durante la función apareció en escena un campesino siciliano que, de repente, se convertía en payaso; no nos habían prevenido que esa noche veríamos dos óperas diferentes.
El autor nace en medio de la Primera Guerra Mundial, en un contexto de violencia y muerte. Las batallas en el río Isonzo fue una de las más sangrientas. Hace referencia a su padre judío que fue oficial y fallecería en Francia en la IIGM.
Durante los meses de abril y mayo de 1915 grupos de gente pendenciera se manifestaban a diario por las calles de Roma, Milán, Turín y otras ciudades italianas gritando con ardor guerrero:
¡Trieste y Trento son nuestros! ¡Muerte a los austríacos opresores!
El Partido Liberal Italiano, partidario de mantenerse neutral, fue silenciado por las manifestaciones callejeras. La sociedad estaba sujeta a un severo régimen militar. Cuando el 25 de mayo de 1915 Italia declaró la guerra a Austria-Hungría ya nadie osaba oponerse.
Por otra parte, en Viena los militares ostentaban el poder desde hacía un año, y los políticos, incluidos los del Partido Socialdemócrata, también se pronunciaron a favor de la guerra bajo el lema “Castigar a los pérfidos traidores italianos”.
Tanto en Italia como en Austria-Hungría la prensa se encargó de caldear el ambiente preparando el camino a los militares deseosos de entrar en guerra. Se abría otro capítulo de la tragedia que comenzó el 1 de agosto de 1914 con la declaración de guerra.
Desde esa fecha fatal, millones de jóvenes soldados ingleses, franceses, rusos, alemanes y austríacos se empeñaban en matarse en los vastos frentes de la Primera Guerra Mundial, la llamada Gran Guerra. Apenas diez meses después Italia entra en la guerra añadiendo a esos involuntarios héroes un millón trescientos mil jóvenes italianos llamados a las armas.
Desde que los italianos declararon la guerra al Imperio Austro-Húngaro en mayo de 1915 hasta la rendición de Austria-Hungría en octubre de 1918, los dos ejércitos se enfrentaron a lo largo de una frontera de seiscientos quilómetros, que se extendía desde los picos de la frontera suiza pasando por las crestas nevadas de los Alpes hasta la llanura del Friuli y el mar Adriático, en las cercanías de Trieste. Un terreno hostil para el hombre, con glaciares y nieves perpetuas, cumbres vertiginosas y con pocas y malas carreteras.
El acceso de la tropa a las posiciones, en las cimas y laderas empinadas, sólo era posible a lomo de mulas o a hombros de los soldados. Este era el terreno en el que lucharon los dos ejércitos durante los tres años de enfrentamiento, en trincheras cavadas en las rocas y los glaciares sin lograr jamás avances decisivos.
En el sector oriental de esa larga frontera, donde los ríos de los Alpes bajan por anchos valles hacia el mar Adriático, el Estado Mayor italiano creyó descubrir una brecha que podía ser franqueada por un ejército motivado y bien equipado. Este frente discurría a lo largo del rio Isonzo, en la actual frontera entre Italia y Eslovenia; allí las montañas no son tan altas y los caudalosos ríos discurren desde el Tirol austriaco hacia el mar Adriático y la fértil llanura del Friuli. Más al sur, en la lejana playa, se vislumbra la bella ciudad de Trieste, principal puerto de la monarquía austro-húngara, blanco preciado para el Estado Mayor italiano, que reclamaban como parte integrante de su territorio nacional.
El supremo mando italiano pronosticó una breve campaña militar creyendo que el enemigo estaba desmoralizado y ofrecería poca resistencia; así que los soldados italianos, fuertemente motivados al luchar por una causa justa, entrarían en Viena en pocas semanas.
En Viena ocurría algo similar. Los autodenominados expertos militares se burlaron en los periódicos de los katzelmacher o comedores de gatos, llamándoles cobardes e indisciplinados, fanfarrones y mujeriegos, creyendo que se les podría rechazar fácilmente.
El Estado Mayor italiano, encabezado por el general Luigi Cadorna, preparó la Primera ofensiva del Isonzo con el objetivo de ganar Gorizia, ciudad clave para la toma de Trieste. Pero estas esperanzas se vieron frustradas. Los soldados italianos fueron diezmados por el fuego de las ametralladoras enemigas. Ambos ejércitos lucharon con increíble tenacidad; la primera batalla del Isonzo duró desde el 23 de junio hasta el 7 de julio de 1915 sin que cediese ninguno de los contendientes ni se moviese el frente.
A los diez días comenzó el segundo enfrentamiento de las doce batallas que se libraron en el Isonzo, con el mismo resultado. Dos meses después se libró la tercera, una semana más tarde la cuarta… así hasta que, durante la sexta batalla, en agosto de 1916, los italianos lograron entrar en Gorizia aunque sin abrir brecha en las líneas enemigas. Esta batalla fue seguida por la séptima, la octava, la novena… siempre con igual resultado: los dos ejércitos enfrentados en ambas riberas del Isonzo.
En la décima batalla ocurrió lo mismo, sufriendo normes pérdidas: treinta y seis mil italianos y veinte mil austriacos muertos, veintisiete mil italianos apresados por los austríacos y veintitrés mil austríacos presos por los italianos. Pero tales sacrificios eran inútiles ya que el frente permanecía inamovible.
Nueve decenios después parece imposible que los soldados de ambos bandos aceptasen las terribles fatigas y la constante presencia de la muerte, el hambre, el cansancio, los helados inviernos y los tórridos veranos durante los tres años de permanente carnicería.
Entre los austríacos participantes en la X Batalla del Isonzo se encontraba el teniente Heinrich Hoffmann, mi padre. Y en la trinchera de enfrente estaba el teniente italiano Andrea Marano, padre de mi amigo Giuseppe Marano.
El 23 de mayo de 1917, pocos días antes de mi nacimiento, mi padre fue capturado. En una carta, que mi madre debió recibir el día que nací, un camarada de mi padre le comunicaba que “el teniente Hoffmann cayó prisionero en la décima batalla del Isonzo, luchando al frente de su compañía”. El cautiverio duraría dos años.
El teniente Marano, del Segundo Ejército italiano, anotó en su diario que ese mismo día le ordenaron salir con una patrulla de doscientos soldados y llegando a la orilla del río, “tras una marcha nocturna desastrosa bajo un bombardeo incesante, con las bombas enemigas cayendo alrededor”, se enfrentaron a una compañía enemiga que bien podría ser la que mandaba mi padre. No resulta impensable que fuesen ellos los que lograron detener a la compañía del teniente Hoffmann.
Esa Décima Batalla del Isonzo terminaba igual que las anteriores; los sacrificios eran en balde.
El Estado Mayor italiano se obstinó y el 17 de agosto de 1917 inició la undécima ofensiva que tuvo idéntico resultado. Esta vez murieron cuarenta mil italianos y quince mil austríacos; a consecuencia de las insalubres condiciones que sufrían en las trincheras miles de enfermos debieron ser hospitalizados, hablándose de medio millón entre ambas filas.
Obviamente ninguno de los adversarios tenía fuerza suficiente para imponerse al otro y ambos comenzaron a suplicar refuerzos a sus aliados.
En el bando aliado se convino mandar tropas frescas norteamericanas; en el opuesto se reforzaron las cinco divisiones austríacas con siete alemanas poniendo al frente de las operaciones a un experimentado general alemán, Otto von Buelov, y utilizando un nuevo logro del genio alemán, el gas asfixiante, la nueva arma destinada a sorprender a los inadvertidos e indefensos soldados enemigos.
Los contingentes americanos tardaron meses en estar preparados; Ernest Hemingway cuenta sus vivencias de la campaña de Italia en su novela En tierra extraña. En cambio, los alemanes llegaron a las pocas semanas, en octubre de 1917, gracias al alivio que disfrutaba en ese momento el frente del este a consecuencia de la Revolución Rusa.
Durante la XII Batalla del Isonzo –en Italia aún se habla del Desastre de Caporetto, un pueblecito a la orilla de dicho río, la actual Cobarid eslovena- los austro-alemanes lograron quebrar las líneas enemigas con el lanzamiento de obuses de gas que se extendía por el estrecho valle y penetraba en las trincheras italianas. Quien no moría asfixiado huía horrorizado.
Los austríacos y sus aliados alemanes avanzaron más allá del Isonzo hasta el más próximo de los valles alpinos, el de Tagliamento, obligando a los italianos a retirarse hasta el río Piave.
Pero el precio era alto y su efecto inmediato era la agravación del aprovisionamiento de la retaguardia donde millones de habitantes de las ciudades padecieron hambre y penurias. Incluso sufrieron hambre los soldados austro-húngaros, saqueando a los campesinos allí por donde pasaban.
La prensa austríaca celebraba la victoria en la XII Batalla del Isonzo, el llamado Milagro de Karfreit (Caporetto), pero el país lo pagaba caro. Las autoridades militares requisaban los medios de transporte para el traslado de personal y material de guerra agotándose las últimas reservas de alimentos. Cuanto más avanzaban los regimientos más exigente se volvía el frente. Unos cuarenta mil soldados italianos cayeron prisioneros siendo confinados en miserables campos, mal nutridos y mal alojados; aun así esto supuso un coste adicional.
Para Italia los efectos de la derrota eran graves. El principal responsable, el general Cadorna, fue destituido (aunque siguió en posiciones clave) y el general Badoglio, comandante de artillería, trató en vano de justificar la ausencia de la artillería durante el avance enemigo; sin embargo los dos continuaron en altísimas posiciones militares y políticas.
En octubre de 1917, el ejército italiano sufrió un golpe que hubiese resultado mortal sin la intervención de los aliados. La moral de los combatientes era bajísima, las deserciones masivas a pesar de los severos castigos y las ejecuciones sumarias decretadas por las autoridades militares. Durante toda la guerra se registraron ciento sesenta y dos mil quinientos sesenta y tres casos de deserción. En marzo de 1918 la justicia militar observó que “la cantidad de deserciones superaba a la de caídos en acción”.
Por parte austríaca, el breve triunfo de los ejércitos austro-húngaros no tuvo efectos duraderos sobre la moral de la tropa. Los soldados estaban mal alimentados, pobremente vestidos y recibían noticias deprimentes de sus casas; estaban hartos de la guerra.
Las doce batallas del Isonzo costaron la vida a más de trescientos mil soldados italianos y medio millón de ellos fueron hechos prisioneros. Casi el mismo número de soldados austro-húngaros sufrió la misma suerte. El total de muertos, heridos y desaparecidos se estima en más de ochocientos mil.
Para el teniente Hoffmann la guerra concluyó con el cautiverio en mayo de 1917, días antes de que yo naciera en la lejana Viena. Como oficial recibió el trato de convención, igual que eran tratados los oficiales italianos prisioneros en Austria. Primero fue internado en un campo de Piazza Amerina, en el centro de Sicilia, y poco después fue trasladado a una especie de domicilio vigilado en la pintoresca Amalfi, en el golfo de Nápoles, puerto medieval y destino turístico que parece haber disfrutado plenamente. Aún conservo la colección de bellas canciones populares que el joven oficial oyó cantar en las hosterías que frecuentaba en las largas y calurosas noches perfumadas de tan encantador lugar. Aprovechaba su ocio para perfeccionar sus conocimiento de italiano y escribía a diario a su querida esposa, mi madre.
Mientras el teniente prisionero se divertía en Amalfi, la población civil en la retaguardia sufría un infierno de escasez, hambre y miseria y mi madre se esforzaba en dirigir la pequeña familia a través de las adversidades de la guerra.
La consecuencia para la población civil, sobretodo en Viena y en el resto de las ciudades del país, era que viejos y niños sufrieron enfermedades por carencia y los hospitales rebosaban de enfermos que no recibían la atención necesaria. Llegó el invierno, uno de esos inviernos de frío penetrante, y no había carbón para encender las estufas. Cada día moría gente debido al hambre y a las bajas temperaturas.
En noviembre de 1916 falleció el viejo emperador Francisco José, a los ochenta y seis años y tras sesenta y ocho de gobierno. Su sucesor, el joven Carlos, buscaba contactos con los aliados para lograr una paz separada. Al saberlo los alemanes amenazaron con intervenir. De todas formas, los aliados, que ahora contaban con el poderoso ejército norteamericano, ya no estaban interesados en ello.
A partir de febrero de 1917, cundo las noticias de Rusia ya se habían difundido por toda Europa, se esfumaron las últimas huellas de fervor patriótico. En todos los países beligerantes se produjeron huelgas en las fábricas, manifestaciones callejeras y protestas clamando por la paz. Pero en los frentes la disciplina militar y los rigurosos castigos de la justicia militar mantuvieron a los soldados en las trincheras hasta noviembre de 1918. El colapso de la monarquía Habsburgo fue incontenible y el final es de sobra conocido: el Imperio se descompuso rápidamente y el país se hundió en un mar de miseria.
A su regreso en 1919, el teniente Hoffmann consiguió volver a abrazar a su mujer e hijos. La familia había sobrevivido a las penurias sin sufrir serios daños y Heinrich Hoffmann comenzó su adaptación a la nueva vida. El aquelarre del Isonzo se desvanecía.
En marzo de 1938 Austria fue anexionada por el ejército de Adolf Hitler y el abogado Hoffmann tuvo que emigrar a causa de las leyes nazis antijudías. Murió en un campo de internados en el sur de Francia en 1944.
En el prefacio se explica como llegó a labrarse la publicación de esta obra en la que, el autor, nacido en Austria en 1917, explica un relato autobiográfico de sus vivencias del siglo XX marcado por la guerra, la dictadura y el exilio. El contacto con un celador y dos hermanos de Sant Boi lo hicieron posible.
Es importante publicar estos escritos como un acto de justicia, especialmente en el contexto político y anímico actual de Europa.
Octubre de 2008. Llega una mujer mayor en silla de ruedas al Hospital de Bellvitge. Parece que ha tenido una caída. Sus acompañantes, un voluntario y Gerhard Hoffmann, la escoltan hasta llegar a urgencias. No tarda en correrse la voz: son brigadistas internacionales. Ella, mujer de uno ya fallecido, y Gerhard, uno de los dos brigadistas austríacos que siguen con vida. Continúan instalados en la persistente y atenta mutación que exige la verdadera solidaridad de los perturbados[1]. Por eso están ahí. Saben y sienten la diferencia entre caridad y virtud. Mientras la caridad es momento de alivio, una reacción lúcida y certera, la virtud construye: es internacionalismo, humanismo marcado a perpetuidad. Son ellos, los conmovidos, testimonios vivos, médiums capaces de hacer ver al prójimo que aquellos que padecen la mayor de las injusticias son una posibilidad latente para todos nosotros. De ahí que pugnasen y pugnen aún deliberadamente por desembarazarse de la opción del desastre de la ortodoxia fascista como una vía política posible. Danzan vivaces por el hospital. Orgullosos, ataráxicos, meritorios de una muerte que los abrazará en breve. Ellos y todos los demás brigadistas han acudido a Cataluña desde sus distintos pueblos, pues se cumple el setenta aniversario de su multitudinaria despedida popular en Barcelona (28 de octubre de 1938). Diego, celador al que llega la noticia, corre presto en búsqueda de ellos, pues no quiere dejar pasar la posibilidad de saludarlos. En realidad, lo que anhela es contagiarse de la generosidad que todos ellos derrochan. Ciertamente siente que le va la vida en ello. Que tiene la oportunidad de dar un sentido transcendental al tatuaje que hace años se hizo en el hombro izquierdo: la estrella de tres puntas,el emblema de los brigadistas. En ocasiones, cuando está en su casa, lo mira en el espejo y siente cierta fuerza. La energía propia de todos aquellos voluntarios que acudieron a socorrer a la República en la última guerra romántica. Poetas, estudiantes, aventureros… Jóvenes solidarios que vinieron a España a luchar contra la oscuridad y el totalitarismo encarnando lo mejor del ser humano: la fraternidad, el sacrificio, los valores, la dignidad. Cuando Diego estuvo delante de Hoffmann se encontró ante un anciano de noventa y dos años. Alto y delgado. Su cuerpo había envejecido, contaba con las marcas propias del tiempo. Pero había algo que no había cambiado en aquel hombre. Eran sus ojos, su mirada. Sus pupilas aún conservaban la determinación, el idealismo y la fuerza de aquel joven que cruzó el río Ebro en 1938. Diego quiso comprobar por sí mismo si era cierto que aquellos ancianos eran brigadistas. Miró fijamente a Hoffmann, agarró el lado izquierdo de su chambra de celador y la deslizó firmemente hacia abajo. Apareció la estrella de tres puntas y los ojos del brigadista brillaron más que nunca. Gerhard informó al joven custodio de los actos de homenaje que se iban a suceder durante esos días, y le instó a que no dejara de acudir. Diego me relató muy emocionado lo sucedido y sentimos la obligación y la responsabilidad de ir juntos al próximo acto de homenaje que se iba a celebrar en Sitges. Fue mi primer contacto con Gerhard y con el colectivo de los brigadistas. Jamás olvidaré el momento en que ellos se levantaban como podían de sus sillas de ruedas para cantar el Himno de Riego.
Diego, ya algo más sereno, quiso escribir y entregar una carta de agradecimiento a Gerhard. Había sentido un fuerte magnetismo hacia su ser y tenía la necesidad de intentar expresárselo mediante la palabra escrita. Quería agradecerle la lucha y el sacrificio. Quería que supiera de su puño y letra que aquellos valores e ideas universales por los que habían luchado en aquella batalla infatigable, habían calado. Así, con la misiva en mano, acudió Diego al último acto de homenaje que se iba a dar en Barcelona. Pudo allí disfrutar de un grupo de música que recreaba canciones republicanas. Observó como los ancianos brigadistas se levantaban, bailaban, alzaban con dignidad y orgullo el puño al cielo. Se quedó bloqueado por la emoción. Se quedó clavado junto a una columna, testigo consciente del alcance del momento único que estaba viviendo. Al ver a Hoffmann, lo miró, estiró su brazo nervioso y le entregó la carta. Le dijo estremecido que no la leyera ahora, que lo hiciera cuando llegara a Austria. Le dijo modestamente al entregársela que tan sólo era una carta de agradecimiento por haber venido a España a luchar con nosotros. Al poco rato pudo ver entre el grupo de ancianos a uno que se levantaba de su silla con un papel en la mano y que buscaba a alguien con nerviosismo. Era Gerardo. Las miradas, igual que en el hospital, se encontraron. Se dirigió presto, con lágrimas en los ojos, hacia la columna donde el joven celador se apoyaba, ya que las piernas no tenían la fuerza suficiente para sostenerle. Había leído el escrito que Diego le había entregado y no quería dejar correr la oportunidad de intercambiar unas palabras con él. Unas palabras llenas de humildad y sabiduría. Tras apremiarle a que le firmara el escrito, le pidió perdón por haber perdido la guerra, le dijo que ellos habían hecho todo lo posible, pero que no pudo ser. Después dijo algo que a Diego se le quedó grabado en el corazón. Le dijo que lo importante en la vida era “ser humanamente honrado”. Después se fundieron en un abrazo. Nunca más se volvieron a ver.
Años más tarde, empujados por el recuerdo imborrable de esas jornadas vividas en Barcelona, yo y mi hermano Ángel visitamos a Gerd en su Austria natal. Lo hicimos no sin acudir antes al campo de concentración de Mauthausen, donde también teníamos pendiente una convocatoria ineludible con la historia. Allí estuvo preso Antoni Roig Llivi[2], un camarada barcelonés ya fallecido, al que tuvimos la oportunidad de conocer en persona años antes. Recorrimos apesadumbrados, a la vez que sagaces, todo el campo: los barracones, el crematorio, la cámara de gas, la cantera de piedra donde tantos y tantos reclusos fueron exterminados. Sin duda la visita supuso para nuestras almas una sacudida indigerible. Ya en el coche, con contados monosílabos saliendo de nuestras bocas, nos dirigimos hacia Markt Piesting, donde Gerhard Hoffmann pasó los últimos años de su vida junto a su compañera Milena. Allí nos recibió amistosa y animosamente con la bandera republicana luciendo en la fachada de su casita. Estaba pletórico con nuestra visita. Recuerdo perfectamente su figura saliendo a la calle con un enorme teléfono inalámbrico. Veía que no llegábamos y nos llamó preocupado. Recuerdo como al final de la jornada nos regaló los textos que presentamos en este volumen. Y lo hizo después de recibirnos, tras invitarnos a comer ciervo y compota de frutos rojos en un magnífico restaurante, tras comprarnos unos víveres y unas cervezas austríacas en un supermercado cercano. Pero ante todo y sobretodo, y aún después de la tragedia que él y toda su familia había padecido, lo hizo tras demostrar su virtuosa generosidad y humanidad, un verdadero espejo para todos nosotros.
Hoy, tras custodiar durante estos años sus textos como oro en paño, podemos decir que con la publicación de sus escritos emprendemos desde el mundo editorial un acto de justicia superlativo. Aún más fundamental si cabe si tenemos en cuenta la actual situación política y anímica de la vieja Europa.
Ibán Arévalo
Barcelona 26 de septiembre de 2016
[1] Patočka, J., Ensayos heréticos sobre la filosofía de la historia, Barcelona, Ediciones Península, 1988, p.160.
[2] Para conocer la historia de Antoni Roig Llivi, capturado en Mauthausen con el número de preso 5722 por apátrida español, ver: Arévalo, I., Clavero, J., Cornellà, J, Momblán, D. [Marc Santboià]. (2002). Antoni Roig, Persona íntegra i model de dignitat. Recuperado de https://youtu.be/f-yT_1ziTqo
Vive las memorias de Gerhard Hoffmann, un brigadista austríaco que documentó los eventos más significativos del siglo XX. Desde las trincheras de la Primera Guerra Mundial hasta la lucha contra el fascismo en la Guerra Civil Española y la Segunda Guerra Mundial, Hoffmann nos ofrece una perspectiva única y conmovedora de un siglo marcado por la guerra y la resistencia. Este libro no solo es un diario personal, sino también un homenaje a todos aquellos que lucharon por la libertad y la justicia. ¡No te pierdas esta obra imprescindible!
🌍 Un Testimonio de Valor y Humanidad, algunos capítulos
La Tragedia del Isonzo: Una absurda matanza en vísperas de su nacimiento.
De la Escuela al Penitenciario: La vida de Hoffmann durante los años de entreguerras.
El Camino del Exilio: Su experiencia en los campos de refugiados y la ocupación alemana.
Liberté, Liberté, Chérie: La liberación y los años posteriores a la Segunda Guerra Mundial.
✊ Un Homenaje a la Solidaridad Internacional
Este libro no solo es un diario personal, sino también un homenaje a todos aquellos que lucharon por la libertad y la justicia. Hoffmann nos recuerda la importancia de la solidaridad y el sacrificio en tiempos de adversidad.
📅 Disponible capítulo a capítulo en la web y en Libro.
No te pierdas esta obra imprescindible que nos invita a reflexionar sobre nuestro pasado y a valorar los sacrificios de aquellos que lucharon por un mundo mejor. ¡Disponible en esta web y edición impresa!.
📘 Autoría
Colección Memoria / Edita: Memorial Històric
Prefacio: Ibán Arévalo
Trascripción y revisión de textos: Cristina Hernando; Carles Vallejo
Fotografías: Archivos de acceso abierto, IAG y de libre distribución
Dedicatoria de Gerhard Hoffman:
En este reportaje he plasmado la suerte de un siglo. Con toda la simpatía que tengo para este gran pueblo español ¡Salud y República!
A finales del año pasado, un grupo de trabajo de la ONU realizó un estudio sobre las víctimas del Franquismo y atendió a las entidades de memoria histórica que las reprentaban:
Al cierre de su investigación, la ONU ha certificado lo que las entidades de memoria histórica solicitaba:
El grupo
de trabajo contra las desapariciones forzadas presenta un demoledor informe
tras su visita
Pide al
Gobierno que asuma su “obligación”, tome medidas y dé dinero para
abrir las fosas
Esperemos que tales exigencias sean atendidas sin dilaciones. La realidad sociopolítica actual tiene mucho que ver con esa capacidad de drenar la justicia histórica hacia las víctimas de cuatro décadas de dictadura.
La ONU reclama un plan
nacional de búsqueda de vícitimas del franquismo.
Se muestra favorable a retirar los restos de Franco del Valle de los
Caídos.
El Grupo de Trabajo considera que España debe proporcionar “los fondos
adecuados” para que se aplique la Ley de Memoria Histórica.
La ONU reclama un plan
nacional de búsqueda de vícitimas del franquismo.
Se muestra favorable a retirar los restos de Franco del Valle de los
Caídos.
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adecuados” para que se aplique la Ley de Memoria Histórica.
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Caídos.
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adecuados” para que se aplique la Ley de Memoria Histórica.
La ONU reclama un plan
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Se muestra favorable a retirar los restos de Franco del Valle de los
Caídos.
El Grupo de Trabajo considera que España debe proporcionar “los fondos
adecuados” para que se aplique la Ley de Memoria Histórica.
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Caídos.
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adecuados” para que se aplique la Ley de Memoria Histórica.
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Caídos.
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adecuados” para que se aplique la Ley de Memoria Histórica.
La ONU reclama un plan
nacional de búsqueda de vícitimas del franquismo.
Se muestra favorable a retirar los restos de Franco del Valle de los
Caídos.
El Grupo de Trabajo considera que España debe proporcionar “los fondos
adecuados” para que se aplique la Ley de Memoria Histórica.