El joven brigadista internacional austríaco narra el regreso por el pirineo a España, que considera patria de ascendencia sefardí, como refugiado después de tiempo de exilio. Recibe instrucción y participa en la Batalla del Ebro, hasta la retirada de los combatientes extranjeros.
En mitad de una plaza del centro de Perpiñán estaba sentada en torno a sus escasos efectos personales una familia de refugiados españoles a quienes la guerra había expulsado de su patria; el abuelo apático en el centro del grupo, las mujeres perplejas. Una joven de llamativa belleza, vestida con un sencillo atuendo campesino de color negro, estaba sentada entre ellos con su criatura al pecho; contrastaba con el desconcierto de la familia por su actitud de plena serenidad.
Los habitantes de la ciudad francesa seguían viviendo como siempre, como si nada hubiese sucedido, como si a poca distancia de allí no se hubiese derrumbado un mundo ¿Acaso no era aquello el anuncio de Dünkirchen, Oradour-sur-Glane, Lídice, Coventry, Estalingrado, Berlín, Dresde o Hiroshima?
En Europa aún se vivía en la paz más absoluta, se sembraba y se cosechaba; si alguien pisoteaba un campo de cereales es que estaba loco; nadie temblaba al oír el zumbido de los motores de los aviones; quien salía de su casa por la mañana volvía por la tarde encontrándola tal como la había dejado; una lumbre en el horizonte era el sol que se ponía y un sordo estruendo en la lejanía era una tormenta que se avecinaba.
Así eran las cosas en cualquier parte de Europa menos en España. Allí hacía dos años que no se cosechaba; soldados de ambos bandos pisoteaban los campos, los aviones de caza hacían cabriolas en el cielo y los pesados bombarderos retumbaban antes de arrojar su carga sobre las ciudades. Había quien, al regresar, encontraba su casa convertida en un montón de escombros.
Entrada la noche un taxista condujo a nuestro pequeño grupo hasta el recodo de un camino al pie de los Pirineos entrado en un claro del bosque, apagó los faros y nos ordenó bajar. Un guía español nos esperaba y nos insistió en que no debíamos decir ni una palabra ni encender cerillas. Después de una marcha de varias horas en la cerrada oscuridad de la noche por los escarpados senderos pirenaicos, el guía se detuvo diciendo en voz alta: “Estamos en España”.
Nada más llegar me sacudí el cansancio con la sensación de volver a mi patria tras cientos de años. He estado muchas veces en España y cada vez he tenido ese sentimiento de regreso a la patria. No hay indicios de que mis antepasados fueran judíos sefardíes pero ¿Quién puede asegurarlo? Mis abuelos se habían instalado en Viena procedentes de una comunidad judía de Hungría. ¿Acaso sus antepasados fueron sefardíes que, a través de Estambul, cruzaron el imperio turco emigrando hasta Hungría en su margen occidental? ¿Y el apellido alemán? En tiempos de María Teresa de Austria hubo que registrar un nombre de familia. Habían pasado doscientos cincuenta años desde la expulsión de España y en el imperio de los Habsburgo quizá podían creerse más protegidos con un apellido alemán que con uno español. Puede que mi sueño colorista del país de Sefarad haga sonreír a algunos. Cuando visité Córdoba con mi hija, décadas más tarde, caminamos por las estrechas callejuelas de la judería, nos detuvimos ante el monumento a Maimónides financiado por los judíos americanos y ambos sentimos con toda claridad que nuestra remota antepasada nos estaba mirando tras una ventana enrejada y nos saludaba amistosamente con una sonrisa.
¡Ahí estaba España! Un soldado del ejército republicano nos saludó, nos dio café y pan y le hablé como si siempre hubiese hablado esa lengua. Allí abajo, a lo lejos, alboreaba la mañana sobre la llanura catalana. En ese momento hubiese querido abrazar al país entero.
La primera parada era un antiguo monasterio en el que las Brigadas Internacionales habían instalado su centro de acogida. Recibimos cierta formación militar consistente sobretodo en el conocimiento de las órdenes españolas que un sargento veterano intentaba enseñarnos: “Derecha ¡ar!”, “Izquierda, ¡ar!”, “¡Presentar armas!”. Sigo siendo incapaz de manejar correctamente el arma aunque, hablando con franqueza, nunca he sentido honor alguno al presentar un arma. Me dieron un uniforme, me quité mi traje de lino crudo casi nuevo… y la prenda desapareció inmediatamente. No la eché de menos.
Un día estaba sentado junto a una radio y pillé una emisora alemana desde la que sonaba la dura voz de Hitler: “Compatriotas alemanes…” Estaba escuchando atentamente lo que Hitler tenía que decir cuando fui sorprendido por un oficial que me arrestó en el acto. Sólo fui puesto en libertad cuando el comandante del puesto, que conocía a mi hermano, respondió como mi garante.
Una mañana recibí la noticia de que ese mismo día pararía en la cercana estación de Figueras un tren de voluntarios heridos con destino a Francia. En ese tren viajaba mi hermano que debía ser evacuado a Francia. La llegada estaba prevista para las diez. Habían acudido cientos de habitantes de las inmediaciones para despedir a los voluntarios internacionales, chicas ataviadas con el traje regional catalán habían preparado regalos de despedida, incluso habían traído una banda de música y el alcalde quería conmemorar los actos heroicos de los brigadistas. Pasaban las horas, el calor del mediodía se hacía insoportable y el esperado tren no aparecía ¿Quién puede reprochar a aquellas personas que se marcharan a sus casas donde les esperaba la comida y un lugar fresco?
Por fin llegó el tren, los dos hermanos nos abrazamos, tuvimos pocos minutos para intercambiar algunas palabras y el tren siguió rumbo a la frontera. Para mi hermano era un viaje hacia la emigración, con un futuro incierto pero lleno de optimismo.
Al día siguiente un camión nos llevó a Reus; éramos un grupo de voluntarios de distintas nacionalidades. Allí nos alojaron en un edificio donde había prisioneros de guerra del ejército de Franco caídos en manos de los nuestros en el Ebro; vivían en tristes condiciones de abandono. Junto a un compañero vienés que encontré allí, propusimos al comandante dar clases políticas a esos prisioneros pero fue en vano, no había interés alguno. Nos topamos con un voluntario inglés con el uniforme destrozado y con el horror de lo vivido reflejado en sus ojos; había desertado arriesgándose a ser fusilado.
Junto a un grupo de soldados de vuelta al frente, nos llevaron cerca del campo de batalla, pudo ser a La Fatarella, al pie de la sierra de Pandols, y allí nos reunimos con el IV batallón de la XI Brigada donde estábamos destinados a la unidad de transmisiones (comunicaciones telefónicas).
En plena batalla del Ebro encontré a mis compañeros de los alegres fines de semana en los bosques de Viena. Era un caluroso día de verano en una región de roca viva, en la sierra de Cavalls; los pobres muchachos me arrebataron la cantimplora con aspecto de animales acosados. Compartí con ellos algunos días de piojos, sed y continuo riesgo a morir.
La mitad de nuestra unidad eran españoles, la mayoría de la quinta del biberón ya plenamente integrados en el batallón austríaco Doce de febrero. Para comunicarse habían inventado un raro lenguaje entre catalán, vienés y español, favorecido por ciertas coincidencias lingüísticas; danke se pronuncia como tanque, queso como kaese, blau es igual en catalán y en alemán, entre otras extrañas semejanzas. Encontré un ambiente de estrecha camaradería. Me contaron que se habían salvado la vida unos a otros en diversas ocasiones. Mi carrera de soldado fue muy breve pero me ha dejado, para el resto de mi vida, la convicción de que la guerra es inhumana, me avergoncé de haberme alistado voluntario.
Por orden del gobierno, el 23 de septiembre de 1938 retiraron del frente a todos los combatientes no españoles.